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Patente de corso de Arturo Pérez-Reverte

Les doy mi palabra de honor de que cuanto hoy les cuento es cierto. Acabo de despertarme y estoy oyendo la radio: todavía un minuto entre las sábanas antes de ponerme en pie. Esta mañana le toca a Alsina y me acompaña de fondo su informativo de las ocho. Soy oyente de rutina, de los que ponen un rato la radio antes de irse a trabajar. Me lavo los dientes, me ducho, me visto. Estoy listo para desayunar y ganarme el jornal, así que apago la radio justo cuando empieza la tertulia. O, para ser más exacto, le doy al conmutador para apagarla. Pero ésta, para mi sorpresa, sigue sonando.

Mecachis en los mengues, pienso. Se ha bloqueado la tecla. Cojo el aparato, lo sacudo y vuelvo a pulsar la tecla. Nada. El chisme sigue a lo suyo, con un volumen demasiado alto. Pulso, repulso y vuelvo a pulsar. Lo dicho. Alsina y sus tertulianos no dejan de largar. Además están hablando de Puigdemont, y eso no contribuye a serenarme el ánimo. Pulso unas diez veces más, las últimas casi aporreando el aparato. Y nada, oigan. Nada de nada. O más bien lo contrario: todo. Porque la radio no se calla, ni baja el volumen. Antonio Lucas discute con Rubén Amón y de vez en cuando interviene Raúl del Pozo. Le doy un golpe al chisme contra la mesa con gana de que se parta en dos; y aunque parezca mentira, la radio sigue largando como si tal cosa. El puñetero artilugio del diablo.

Empiezo a cabrearme de verdad. Pónganse ustedes en mi lugar. La radio suena a toda leche, aún más fuerte que antes. La maldigo a gritos, soltando atrocidades tabernarias. Sherlock y Rumba, mis perros, me miran de lejos sin osar acercarse. Ahora Alsina entrevista a un político del Pepé que insiste en la acrisolada honradez de su partido; y luego, ignoro por qué motivo, interviene, o lo mencionan, o no sé bien lo que pinta ahí, un payaso demagogo y analfabeto que dice ser líder de una asamblea nacional separatista andaluza. Que ya hace falta ser cretino. Así que entre el del Pepé, el payaso analfabeto y el volumen de la radio se me sube la pólvora al campanario y blasfemo en arameo: San Apapucio, el Copón de Bullas y la virginidad –cuestionable, en mi opinión– de las 11.000 vírgenes. Luego le pego un puñetazo a la radio que casi me disloca la muñeca.

Y ahora, ojo al dato. Lo juro por mis muertos más frescos: la radio continúa encendida. Alsina larga sin inmutarse. Entonces agarro el aparato, y golpeándolo contra el borde de la mesa, lo parto en dos. Literalmente. Lo abro y le miro las tripas. Y de esas cochinas tripas, créanme, sigue saliendo la voz del maldito Alsina. Me quedo estupefacto y pierdo del todo los papeles. Tiro al suelo los dos pedazos de la radio, pateándolos sin piedad hasta convertirlos en bicarbonato. Chas, chas, chas. Saltándoles encima, como en los dibujos animados. Y cuando acabo, sudoroso y con cara de psicópata –me he visto en el espejo–, ¡la radio sigue sonando!

Abro la ventana y lo tiro todo. Hasta el último fragmento. Después cierro y me siento en la cama, descompuesto; porque mientras palpo mi ropa buscando dónde, el cabrón de Alsina sigue largando impávido, inasequible al desaliento. Como si yo tuviera la radio en el cuerpo, o se me hubiera enganchado algún chip, o transistor, o qué sé yo. Así que me desnudo con precipitación, tiro la ropa bien lejos y, apenas lo hago, Brasero me informa, a todo volumen, del tiempo que va a hacer hoy en España. Doy un alarido, me pongo la mano en el corazón, que late a ciento cincuenta por minuto, y advierto que la radio se oye mejor de ese lado de mi pecho que del otro. Estupefacto, doy una vuelta por la habitación, me doy con la frente contra la pared media docena de veces, toc, toc, toc, y me vuelvo a mirar al espejo. Se me ha puesto una cara de loco que da miedo.

Lo mismo, reflexiono desesperado, alguna onda electromagnética o algo así se me ha colado dentro, y mi cuerpo actúa como receptor. Yo qué sé. Entonces pienso que quizá se cortocircuite bajo el agua, así que me sitúo bajo la ducha. Pienso que puedo electrocutarme como un salmonete con papel albal en un microondas; pero a esas alturas, la verdad, me importa un huevo. Como decía mi padre cuando tarareaba La Internacional al afeitarse –lo hacía para chinchar a mi madre, que a esa hora iba a misa–, más vale morir de pie que vivir de rodillas.

Adiós, mundo cruel. Con mano firme, casi suicida, abro el grifo de la ducha y me cae encima una ducha helada. Zascachascachasca. Y en ese momento me despierto tiritando, abro los ojos, muevo hacia un lado la cabeza en la almohada y veo la radio en la mesita de noche, con Alsina largando, impasible. El maldito.

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Publicado el 4 de febrero de 2018 en XL Semanal.

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