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La resurrección botánica: Gospodínov

La resurrección botánica: Gospodínov

«Mi padre era jardinero. Ahora es jardín». Con esta imagen inaugural, tan sencilla como devastadora, Gueorgui Gospodínov (Yambol, Bulgaria, 1968) abre su última novela, El jardinero y la muerte (Editorial Impedimenta), traducida con gran sensibilidad por María Vútova. Desde esa primera línea, la obra instala una metáfora que reverbera a lo largo de sus páginas. El autor escribe: «La jardinería se opone esencialmente a la muerte. En un jardín siempre entierras algo a la espera de que con el tiempo ocurra el milagro y brote…». Esta idea, que trasciende lo meramente poético, articula una fe vegetal, un principio de vida que transforma el acto de sepultar en un gesto de esperanza. No es casual que Gospodínov concluya, más adelante, que «la idea de la resurrección es una idea botánica». El jardín, como la escritura misma, se erige en custodio de la memoria. Su sensibilidad recuerda a la experiencia de Derek Jarman, quien en su libro Naturaleza moderna documentó la creación de un jardín mientras la enfermedad del SIDA avanzaba, transformando la proximidad de su muerte en un acto de creación vital.

El jardinero y la muerte se construye sobre una distinción fundamental: «Mi padre murió y Mi padre muere son dos frases completamente distintas. La primera es un hecho, una conclusión; la segunda, una novela». La primera clausura; la segunda abre un universo narrativo. Gospodínov asume el desafío de escribir sobre la figura paterna, que él mismo describe como «menos transparente y clara, más sombría, a veces temible, a menudo ausente». Esta opacidad paterna, lejos de ser un obstáculo, se convierte en el terreno fértil de la narración. En el contexto cultural búlgaro, donde, según el autor, «no existe una gran tradición de diarios íntimos», El jardinero y la muerte se erige como un acto de rebeldía contra el «mutismo innato» de lo personal. Gospodínov busca en los gestos lo que las palabras no alcanzan a decir: «En una cultura en la que no está aceptado el uso de expresiones afectuosas, como te quiero, pienso en ti, te echo de menos, uno busca otras formas de expresar su amor… Mi padre cultivaba un jardín».

"Ese manejo mágico del tiempo permite al narrador moverse en una atemporalidad donde el padre existe simultáneamente"

La figura paterna domina el relato de El jardinero y la muerte con una presencia obsesiva. Otros personajes, como la madre, enferma de leucemia, o el hermano, permanecen en un segundo plano, apenas esbozados. Parece que, con su novela, Gospodínov quiere contrarrestar esa presencia tenue y negativa que para él tiene la figura paterna en la vida: «El padre, se mire como se mire, es una figura ausente no solo en el cristianismo y en el socialismo».

El jardinero y la muerte se estructura como un mosaico de recuerdos, anécdotas y escenas impregnadas de un humor melancólico, tan característico de la Europa del Este, que dota a la figura del padre de una humanidad entrañable y casi heroica. Su estoicismo frente al dolor físico que acompaña a la agonía se resume en una frase que actúa como lema: «No hay nada que temer». Esta heroicidad silenciosa contrasta con la tradición literaria que, según Gospodínov, «canta a la madre y escribe amargas cartas kafkianas al padre», lo que explica el retrato tan compasivo que hace del padre, en contraste con las normas de su cultura.

"Frente a la polifonía fragmentaria y el collage metaliterario de Novela natural y Física de la tristeza, o a la arquitectura de laboratorio histórico de Las tempestálidas, El jardinero y la muerte es un relato íntimo"

Uno de los mayores logros de la novela es su manejo magistral del tiempo narrativo. El propio autor lo anticipa al inicio, en una parábasis que recuerda al inicio de Sunset Boulevard: «Quiero avisar desde ya que al final de este libro el protagonista muere. Ni siquiera al final, más bien por la mitad, pero luego vuelve a estar vivo, en todas las historias antes de irse y en las de después». Ese manejo mágico del tiempo permite al narrador moverse en una atemporalidad donde el padre existe simultáneamente: «Cuando pienso en él lo veo a la vez en sus distintas edades… Fuera del tiempo lineal, allí desde donde nos observa aquel que está por encima, viéndonos a la vez en nuestro pasado, presente y futuro».

La prosa de Gospodínov alcanza momentos de gran altura en sus pasajes más líricos, con imágenes de una precisión deslumbrante. En uno de los primeros textos captura la ambivalencia del duelo: «Tristeza por el panal colmado de miel, pero también por las celdas vacías de ese panal, por ellas más intensa». Más adelante, una imagen sencilla pero luminosa evoca la esperanza que perdura en los momentos más oscuros: «La nieve acumulada arrojaba luz dentro de la habitación». Finalmente, el autor encuentra en el silencio y el contacto humano una verdad que trasciende las palabras: «Y yo, que creo en las palabras, no tenía palabra alguna. Pero eso tampoco importaba, lo que importaba era aferrarle la mano…». En el cierre, una enumeración anafórica —«No sé qué hacer…»— amplifica el desconcierto y el duelo, dejando al lector con una sensación de pérdida que es, a la vez, profundamente humana y universal.

"El jardinero y la muerte es una meditación sobre el acompañamiento del dolor, el duelo y la memoria de quienes nos dieron la vida sin explicarnos cómo vivirla"

Ese desconcierto enlaza con una de las afirmaciones más reveladoras del libro: «No nos han enseñado a envejecer». Esta frase, que recorre el texto como un eco, se materializa en la relación del narrador con su padre enfermo, donde la cercanía de la muerte descubre una belleza inesperada: «…mientras estaba a su lado, sobre todo cuando el dolor remitía, pensaba en lo bonito que era estar juntos. Incluso en esa situación». Es en esa paradoja donde la novela encuentra su núcleo: la belleza posible en la proximidad de la muerte.

Frente a la polifonía fragmentaria y el collage metaliterario de Novela natural y Física de la tristeza, o a la arquitectura de laboratorio histórico de Las tempestálidas, El jardinero y la muerte es un relato íntimo. Aunque alguna de las características de sus obras se mantiene —destellos líricos, aforismos, humor seco a contraluz, intertextualidad dosificada—, y persiste su gran tema—la memoria—, los cambios son notables. Por un lado, cambia la arquitectura: del collage y la polifonía de voces a una secuencia de viñetas continua, tensada por el hilo del duelo, con un yo claro y unívoco. Por otro lado, se desplaza el imaginario: del refugio o el laberinto a la metáfora del jardín, con un tono elegiaco y sobrio que reduce la ironía posmoderna o la sátira histórica para apostar por la cercanía y la compasión.

El jardinero y la muerte es una meditación sobre el acompañamiento del dolor, el duelo y la memoria de quienes nos dieron la vida sin explicarnos cómo vivirla. Entre el mutismo cultural y la elocuencia de los gestos, Gospodínov cultiva un libro que, como el jardín del título, crece sobre la certeza de que lo enterrado puede, todavía, volver a germinar. Con una prosa que oscila entre la ternura y la melancolía, esta novela no solo honra al padre, sino que también reconfigura nuestra comprensión de la ausencia, el amor y el tiempo, en un canto a la asombrosa vida que persiste.

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Autor: Gueorgui Gospodínov. Título: El jardinero y la muerte. Traducción: María Vútova. Editorial: Impedimenta. Venta: Todos tus libros.

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