No lo supo nadie y nadie se habría enterado si el dueño del secreto no se hubiera ido de la lengua una noche de invierno, en el transcurso de un largo peregrinaje por los tugurios oscuros y malolientes que al filo del amanecer quedaban aún abiertos en las callejuelas del barrio de pescadores. «Fue poco antes de traspasar el bar», contó al pequeño corrillo de noctámbulos que aún aguantábamos el tipo a aquellas horas a las que ya iba pidiendo paso el nuevo día, «hará ahora diez u once años, no me acuerdo bien; una noche del último invierno, creo que de las últimas, sí, debían de ser finales de diciembre». El bar al que se refería había ocupado durante décadas un pequeño chalet construido sobre una ladera arisca que se asomaba a una de las playas que jalonan las afueras de la ciudad, una cala ínfima en cuya orilla se levanta un grueso peñón que observa con parsimonia pétrea el trazado curvo y volátil del horizonte. En un tiempo lejano lo habían frecuentado quienes se consideraban arte y parte de la pintoresca gauche divine local, y en aquella época se podía decir que uno no era nadie si no se dejaba ver al menos una vez al mes por su pista de baile o su terraza, pero la irrupción de los noventa, primero, y la eclosión del nuevo siglo, después, habían terminado por convertir aquel enclave que había sido idílico en un pintoresco cajón de sastre por el que se arrastraban nostálgicos que inútilmente intentaban recrear sus desvaídas epopeyas juveniles y en el que de vez en cuando entraban algunos veraneantes despistados y unos pocos vecinos de los alrededores que, más por piedad que por interés, se arrimaban por allí a tomar una copa tardía antes de regresar a sus casas.
«Llamaron para reservar la sala y cuando me lo dijeron no me lo creí; pensé que me tomaban el pelo, pero tampoco estaba la cosa para andar jugándosela». De los cinco o seis náufragos de la noche que lo acompañábamos sólo un par atendíamos fielmente a sus palabras, pero él las hilvanaba como si su vida entera dependiera de aquella historia que había empezado a recordar sin que nadie se lo pidiese. «Querían el bar para ellos solos, no podía aparecer nadie por allí, ni los camareros ni yo mismo, y tampoco podía contarle nada a nadie, ésa era la principal condición, el requisito indispensable, aseguraron que estaban dispuestos a pagar lo que hiciera falta». Llegaron por separado, cada uno en su coche, y de ese detalle dedujo él que la leyenda no mentía y que llevaban varios años sin hablarse. Uno de ellos estaba muy enfermo —se supo meses después, cuando falleció y los periódicos dedicaron amplios espacios a la glosa de su biografía tempestuosa— y quizá eso explicara algo. «Yo no los vi a todos», decía, «porque sólo uno salió del coche para dirigirse a mí, que los estaba esperando fuera; ya era de noche, pero él seguía con las gafas de sol puestas, lo reconocí porque claro, quién no lo hubiese reconocido, pero me llamó la atención lo viejo que parecía, joder, era como si la vida lo hubiese tratado todavía peor que a mí, y mirad si no ando yo baqueteado». Le entregó la llave del bar y le pidió que al salir la dejara en el pequeño buzón que había junto a la entrada. Después cogió el sobre en cuyo interior abultaban los billetes apalabrados por esas horas en las que el negocio les pertenecería por entero y condujo hasta la ciudad sin otra intención que la de emborracharse durante las siguientes horas. Cuando regresó, en torno a las cuatro o las cinco de la madrugada, ya no había nadie. Las llaves estaban dentro del buzón, según lo pactado, y dentro del local todo se encontraba en orden. «No sé qué tocaron ni durante cuánto tiempo», explicaba, «y ahora lo pienso y me digo que fui un imbécil, porque pude haberme quedado por los alrededores intentando ver o escuchar algo, pero no lo hice, y mirad que yo había admirado a esos tíos, ni se me ocurrió porque la historia me tenía trastornado, no podía creer que me pudiera estar pasando eso a mí, y que encima tuviese prohibido hablar de ello con nadie». Con todo, no se atrevía a arrepentirse porque consideraba que había hecho lo correcto: probablemente ellos sólo pretendieran tocar para ellos mismos porque, después de tantos años, repararon en que nunca habían llegado a escucharse de verdad.
Después de aquel amanecer ceniciento por los recovecos del barrio alto quise averiguar cuánto podía haber de verdad en esa historia y, tras algunas indagaciones, terminé dando con un hombre que vivía en una de las casas que se levantan en los alrededores de aquella misma cala y que, pese al tiempo transcurrido, también tenía algo que contar, porque esa noche, mientras sacaba de paseo al perro, se sorprendió al escuchar una música que provenía del viejo bar por el que en esas alturas del año apenas paraba nadie. Me dijo que parecía como si en el interior alguien estuviese interpretando una sonata del fin del mundo.


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