Pedro Plaza Salvati, escritor y periodista, además de colaborador de Zenda, regresó a su Venezuela natal en viaje de tres semanas, pero el cierre del espacio aéreo y la incertidumbre de una ciudad desolada hicieron que tuviera que quedarse trece meses. Su experiencia ha quedado resumida en las once crónicas de este libro.
En Zenda reproducimos el Prólogo que Antonio Muñoz Molina ha escrito al libro de Pedro Plaza Salvati La vida interrumpida: Crónicas de un regreso a Caracas (Catarata).
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PRÓLOGO
UN RETRATO DE SU TIEMPO, Y DEL NUESTRO
Pedro Plaza Salvati es un escritor que viene del Caribe venezolano, pero el recuerdo de mi primera conversación con él tiene la luz ártica y el blanco de nieve y silencio de los inviernos de Nueva York. Me acuerdo de Pedro y de Ana, su esposa, los dos cubiertos de abrigos y gorros, con caras ateridas, en una acera nevada de Morningside Heights, mi barrio de Manhattan en aquellos tiempos, cerca de la catedral permanentemente inacabada de St. John the Divine y de algunas librerías y cafés que tenían algo de reliquias de la vida europea que en otros tiempos había florecido en esas calles, al calor de la presencia de la Universidad de Columbia, y sobre todo de los desterrados de Europa y del totalitarismo que hicieron sus hogares en el barrio. Con raíces en la emigración italiana a Venezuela, más o menos expulsado de su país de origen, Pedro Plaza Salvati cuadraba en aquel ambiente más de lo que en principio hubiera parecido. Estuvimos charlando cara a cara por primera vez en el calor hospitalario de la Hungarian Pastry Shop, más suntuosa en su nombre que en su realidad, y desde aquel momento se inició una de esas amistades instantáneas que van a durar toda la vida. En esa época yo era profesor en la maestría de escritura creativa de la New York University, y a Pedro, uno de los alumnos, me lo habían asignado como asistente. Gracias a esa circunstancia nuestra relación fue más asidua y estrecha que si él hubiera sido uno más en el grupo de estudiantes. Pero yo creo que un motivo más profundo nos unió, y fue que entre nosotros había de antemano una afinidad en la manera de entender la vida y la literatura.
A Pedro se le notaba mucho que venía de fuera de la universidad y de los círculos literarios, que se había ganado la vida con una carrera de diplomático y con trabajos de gran exigencia práctica. Y sobre todo que tenía un interés obsesivo y doliente en el devenir de su país, en una realidad política y social de la que él mismo había sido víctima, al verse forzado por las circunstancias, como tantos venezolanos, a abandonarlo. Pedro había ido a Nueva York buscando una educación literaria en aquella maestría universitaria, pero su verdadero aprendizaje no creo que estuviera en las aulas sin ventanas en las que teníamos las clases, sino en la vida misma de la ciudad, mirada por él con los ojos alerta del desterrado, con la tensión entre los dos mundos, los dos tiempos, las dos formas de vivir, el acá y el allá, el ahora y el entonces, la antigua seguridad perdida y la condición presente y siempre incierta del extranjero. Cuando uno sale de su mundo, la costumbre queda abolida, lo que uno daba por supuesto se acaba, y por lo tanto la atención debe afilarse, por puras razones de supervivencia, aunque también por gusto, por vocación, por la limpia curiosidad de aprender.
A lo largo de los años, he seguido con permanente interés la educación que Pedro Plaza Salvati se ha ido dando a sí mismo, su evolución como escritor, la maduración de un impulso que a mi juicio ha sido sobre todo el de dar un testimonio personal que es también una crónica del mundo presente, a través de los lugares a los que lo ha conducido su destierro: Estados Unidos, Costa Rica, España, la Italia de sus mayores. Joseph Roth, que escribió como crónicas de periódico algunas de las mejores páginas de la literatura del siglo XX, dijo con sencillez en una carta a un amigo: “Yo pinto el retrato de mi tiempo”. En su caso, el retrato tenía por fuerza que ser tenebroso. Joseph Roth era la víctima designada perfecta de las formas de barbarie que asolaron las primeras décadas del siglo, y si no sucumbió a ellas fue porque se mató bebiendo un año antes de que los nazis ocuparan París, la última de sus diversas ciudades de destierro: judío de la Europa oriental, irreverente, hostil a cualquiera ortodoxia religiosa o política, observador dotado de una lucidez profética, porque a mediados de los años veinte ya estaba advirtiendo de una bestialidad totalitaria que nadie quería ver.
En La vida interrumpida, Pedro Plaza Salvati logra la plena madurez en una tarea para la que supe que estaba dotado desde que lo conocí, y a la que además le han abocado las circunstancias de su vida. Durante los años en que fui profesor en aquella maestría neoyorquina, observé el efecto de la literatosis sobre muchos de los estudiantes enrolados en ella. Tendían a escribir historias centradas en ellos mismos, en materiales biográficos que solían carecer de un contexto público, o social. Eran, con mucha frecuencia, relatos familiares en los que las circunstancias exteriores se apreciaban, si acaso, muy tenuemente; y también relatos sobre escritores, y sobre escritores que estudiaban en una maestría de escritura creativa en Nueva York, etc.
Creo que el mejor aprendizaje para un escritor es el de distinguir, de manera consciente o no, sus capacidades específicas, la variedad singular de su talento; tener una mirada y educarla: eso que se llama tener un mundo propio.
El mundo propio de Pedro Plaza Salvati es el mundo: o esa parte de él a la que pertenece de una manera visceral, inevitable, tan íntima que la lejanía no puede ser más que un desgarro, aunque sea también la oportunidad de una educación. El mundo de Pedro Plaza Salvati está hecho de las idas y vueltas del destierro, del juego permanente entre el reconocimiento y la extranjería, todo ello volcado en la observación aguda de los detalles reveladores, de lo concreto y en apariencia banal en lo que está cifrada la realidad de un país, en el ir y el volver, no en viajes abstractos de escritor que teoriza sobre el nomadismo, sino en la atención exacta al lugar, al momento, al tiempo, a la atmósfera, a los estados de ánimo, al absurdo del despotismo y sus extravagancias verbales, a la irrupción súbita de esa irrealidad en la que todos nos vimos sumergidos en marzo de 2020, aquel tiempo tan difícil de recordar porque no se parecía ni al antes ni al después.
Uno no escribe lo que quiere. Uno escribe con lo que tiene a mano, indiscriminadamente, como aquel vagabundo del metro de Nueva York al que Pedro dedicó una novela: “Todo lo que necesitas lo puedes conseguir en la basura”. Uno escribe con las circunstancias inesperadas, igual que con las ocurrencias y los hallazgos repentinos, y ha de tener confianza en su buena suerte, y escarbar en la basura de la experiencia. A Pedro Plaza Salvati un regreso breve a Caracas se le convirtió por culpa del covid-19 en una estancia de más de un año, pero ese contratiempo resultó ser una ventaja, porque de otro modo no habría encontrado la materia central de este libro, que a mi juicio es el mejor de los suyos: las caminatas continuas por Caracas, la ciudad distópica de la pandemia y de la dictadura, las idas y venidas entre el presente calamitoso y la memoria personal. Educado en Nueva York, en San José de Costa Rica, en Florencia, en Barcelona, Pedro Plaza Salvati utilizó ese aprendizaje para observar su propia ciudad descubriendo en ella lo que solo puede ver el nativo desterrado que regresa. El retrato es desolador, pero de la melancolía irreparable lo rescata la intensidad de la experiencia vivida y la curiosidad y la compasión hacia los muchos náufragos que perseveran en su humanidad en medio del desastre.
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Autor: Pedro Plaza Salvati. Título: La vida interrumpida: Crónica de un regreso a Caracas. Editorial: Catarata. Venta: Todostuslibros.


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