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La voz iluminada de Francisco Brines

La voz iluminada de Francisco Brines

Observo cómo mi padre camina con su nieto unos pasos por delante. Se encorva para cogerle esa mano minúscula que le vale más que cualquier cosa. Imagino que, consciente del tiempo, guarda esa senda en algún sitio de su memoria. Para cuando ya no esté. Para cuando siquiera él sea más que un recuerdo vago.

Mi padre nació en 1959. En ese momento, Francisco Brines escribía “poco puede la muerte si respira / con voluntad un pecho” en un libro cobijado de brasas. Quiero que los pulmones de mi padre se enciendan y exhalen lo Eterno; que se quede allí, cogido de esos cinco dedos que forman el milagro. Y que ya no exista el futuro. Y que no haya ausencias ni miedo. Ni vejez. Ni nada.

Miro cómo se ríe. Nunca su risa ha sido tan sincera. Quizá cuando mi hermana y yo éramos pequeños, pero de eso no me acuerdo. El monte se convierte en Paraíso y la voz del niño en un salmo salvífico que lo interroga todo.

Que se estire este momento.
Que se haga dúctil y manejable.
Que se convierta en bucle que no acaba.
Que siempre caminen, de la mano.

Dice Brines:

Yo sé que esta existencia, aun mal vivida,
pudiera presentar algún suceso
digno de ser salvado en la memoria
junto a los faustos hechos de las otras.

Como él, no pido la inmortalidad. Ni para aquellos que caminan delante de mis ojos ni para mí mismo. Pero consérvanos, oh vida, en este ahora. Diluye todo aquello que habita más allá de las fronteras de lo que observo.

Esa noche en la que leíste El otoño de las rosas y amaste su limitada perfección

He comprado el ejemplar en una vieja librería de lance de Madrid. Ya había leído algunos poemas que colgaban de las estanterías de los amigos —Collige, virgo, rosas, Tiempo y espacio del amor, Ante el jardín nublado, Historias de una sola noche…—, pero por fin abro unas páginas que ya son mías. Como la primera vez que amé: con tacto y miedo, inseguro, emocionado, en silencio.

Repaso páginas que amarillean. ¿Quién las leyó antes? ¿Quién invocó la lágrima como ahora yo al encontrarme con versos como “Yo soy el negador de todo el tiempo / que me fue concedido”?

¿Dónde nace el don, esa forma inédita de mirar el mundo, de dialogar con el tiempo, de encerrarse en uno mismo para expandirse después y serlo todo? David Pujante, que ha analizado con definitivo acierto la obra de Francisco Brines, explica en Belleza Mojada (Renacimiento, 2004) que su “poesía aparece como inevitable reflexión tras lo vivido, como una especie de ejercicio espiritual que pone en su punto el sentido del ejercicio vital”.

Así lo sentí esa primera noche en que por fin la escritura de Brines me empapó las manos e incendió cada célula de mi cuerpo. Me entregué a él como un devoto apóstol de la belleza, en búsqueda constante de algo que me explicara por qué él, por qué aquellos poemas silentes y con olor a jazmín atravesando ahora mi cuerpo como dardos de Verdad.

Y fui un Sebastián herido ya para siempre al servicio de esa obra infinita, custodio de la CAUSA DEL AMOR:

Cuando me han preguntado la causa de mi amor
yo nunca he respondido: Ya conocéis su gran belleza.
(Y aún es posible que existan rostros más hermosos).
Ni tampoco he descrito las cualidades ciertas de su espíritu
que siempre me mostraba en sus costumbres,
o en la disposición para el silencio o la sonrisa
según lo demandara mi secreto.
Eran cosas del alma, y nada dije de ella.
(Y aún debiera añadir que he conocido almas superiores).

La verdad de mi amor ahora la sé:
vencía su presencia la imperfección del hombre,
pues es atroz pensar
que no se corresponden en nosotros los cuerpos con las almas,
y así ciegan los cuerpos la gracia del espíritu,
su claridad, la dolorida flor de la experiencia,
la bondad misma.
Importantes sucesos que nunca descubrimos,
o descubrimos tarde.
Mienten los cuerpos, otras veces, un airoso calor,
movida luz, honda frescura;
y el daño nos descubre su seca falsedad.

La verdad de mi amor sabedla ahora:
la materia y el soplo se unieron en su vida
como la luz que posa en el espejo
(era pequeña luz, espejo diminuto);
era azarosa creación perfecta.
Un ser en orden crecía junto a mí,
y mi desorden serenaba.
Amé su limitada perfección.

Aquella tarde en la que abrí tu libro repleto de colores

El pintor Antonio Martínez Mengual engrandeció tu obra. Cautivado por todos tus poemas, trabajó en ellos para crear unas pinturas que dialogaran con ellos. Primero fue una exposición, El otoño de las rosas, en 1989. Y después un hermoso libro que guardo con amor como el centro de mi casa.

La iluminada rosa negra (2003, Ahora, Premio Nacional de Edición) es un acto de amor que sobrepasa a Brines y a Mengual. Convertido en objeto de culto, este volumen con 20 serigrafías y otros tantos poemas del valenciano elevan la creación de ambos y engrandecen la rosa, ese símbolo perfecto que Brines ha cultivado con mimo y dedicación. Asume Pujante: “Las rosas concretas se marchitan, pero el olor a rosas permanece. Los cuerpos se angostan, pero la belleza perdura; pues pasa misteriosamente, asombrosamente de unos cuerpos a otros”.

Así este libro enorme que abrí aquella tarde en la que se te concedió el Premio Cervantes 2020. Y esos versos de elegía tuvieron aquella vez menos sentido, porque la felicidad que tantos amigos sentimos era capaz de ocuparlo todo.

Escribe Brines (Poesía y Collage, Renacimiento, 2019): “En los poemas hay hondas significaciones que, aun después de sucesivas lecturas, el propio autor no ha percibido conscientemente. Y todas ellas, sin embargo, le pertenecen por entero; son solo su carne y su espíritu los que las han hecho posibles”.

Aquella tarde creí intuir tu rostro más secreto en la lectura de La iluminada rosa negra. Y días después volví a Las brasas (Rialp, 1960, Premio Adonáis) y a Palabras a la oscuridad y a El otoño de las rosas, y todos tus otros pocos libros de poemas. Para encontrarme contigo, viejo amigo, y con el sabor a tristeza de tus palabras, y UN HUECO DE INTENSIDAD se me abrió en el pecho:

De nuevo vuelves, preciada realidad,
del confín más remoto de la dicha,
dura belleza de oro,
con ojos que me miran,
y llego como entonces

y me acerco,

y solo el aire beso,
o no, espacio imaginario que alguien traza
con gran debilidad,
y ni siquiera es humo,
una imagen maltrecha
que hay detrás de mis ojos,
y que se desenlaza en el revés, se apaga

y daña tanto.

Me duelo de mi vida, triste veo
la consistencia viva de la mano que escribe,
este dócil papel, un inocente día de verano.
Y dirijo mi rostro hacia los cielos, nadie mira
a quien nada ve allí,
y para nadie soy, ni soy siquiera,
esa imagen dañada
que ha venido a ofrecerme,
en su escasez vencida,
el amado y vacío sabor de la existencia.

Carta de amor a Elca

Esa casa derrumbada de libros que es tu templo. Espacio de peregrinación al que tantos amigos han ido a escucharte hablar en verso. La flor de buganvilla, los naranjos en flor sobre la blanca espesura de esos muros de tu infancia, páginas y páginas que crecen como hongos en cualquier rincón de cada una de sus estancias…

Elca es el reino poético de Francisco Brines. Su casa familiar en Oliva, Valencia, reconvertida ahora en sede de su fundación, y en la que el autor de Ensayo de una despedida (Obra Completa, Tusquets, 2006) ha creado un fortín de libros y arte que desea compartir con el futuro. Así queda reflejado en la ‘carta de intenciones’ de la propia institución: “Francisco Brines puede convertir en realidad el deseo de perpetuar su legado poético en esa Elca a la que, en los últimos veinticinco años, le ha prestado toda la dedicación necesaria para convertirla en su espacio de vida, rodeándose de todos sus libros, así como de fragmentos de mucha Historia del Arte adquiridos a lo largo de su existencia; colección que continúa ampliando con el mismo entusiasmo que al principio”.

Elca, Oliva, y el mar y el cielo que la circundan han estado muy presentes en la obra poética del Premio Cervantes. José Luis Gómez Toré ha analizado cómo estos cuatro puntos cardinales han vertebrado su poesía desde el inicio. Escribe en La mirada elegíaca (Pretextos, 2002): “Solo podemos habitar un lugar, nunca el mundo. Y sin embargo, ese lugar (Elca) se convierte para la mirada del poeta en el mundo entero”.

Y allí estás, poeta: por esos caminos de árboles que son gruta y regazo materno. Camina el niño Brines y el anciano Brines. Y lo hacen de la mano: el uno encorvado sobre el otro. Cinco dedos que sostienen el mundo. Ya son memoria.

Ya todo es flor: las rosas
aroman el camino.
Y allí pasea el aire,
se estaciona la luz,
y roza mi mirada
la luz, la flor, el aire.

Porque todo va al mar:
y la larga sombra cae
de los montes de plata,
pisa los breves huertos,
ciega los pozos, llega
con su frío hasta el mar.

Ya todo es paz: la yedra
desborda en el tejado
con rumor de jardín:
jazmines, alas. Suben,
por el azul del cielo,
las ramas del ciprés.

Porque todo va al mar:
y el oscuro naranjo
ha enviudado en su flor
para volar al viento,
cruzar hondas alcobas,
ir adentro del mar.

Ya todo es feliz vida:
y ante el verdor del pino,
los geranios. La casa,
la blanca y silenciosa,
tiene abiertos balcones.
Dentro, vivimos todos.

Porque todo va al mar:
y el hombre mira el cielo
que oscurece, la tierra
que su amor reconoce,
y siente el corazón
latir. Camina al mar,
porque todo va al mar.

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