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Las bibliotecarias del frente, de Janet Skeslien Charles

Las bibliotecarias del frente, de Janet Skeslien Charles

Esta novela reconstruye la hazaña de Jessie Carson, la estadounidense que dejó su trabajo en la Biblioteca Pública de Nueva York para instalarse en la Francia devastada por la guerra y crear algo nunca visto en ese país: bibliotecas infantiles móviles. Una historia inspiradora cargada de cultura.

En Zenda reproducimos el arranque de Las bibliotecarias del frente (Navona), de Janet Skeslien Charles.

***

Capítulo 1

Jessie Carson

Norte de Francia, enero de 1918.

A cuarenta millas del frente

La estrecha carretera sin asfaltar estaba salpicada de marcas de bombardeos. Lewis, mi chófer, avanzaba entre la metralla bordeando los enormes baches. En el asiento del copiloto, yo me agarraba con fuerza a la puerta. El Ford se metió en una rodada y la cabeza me dio un latigazo. Hice una mueca, no solo por el dolor, sino también ante la visión de aquellos campos suturados de alambre de espino.

La devastación se extendía hasta el horizonte. No había ni un alma, ni una brizna de hierba, y la campiña se fundía con las nubes grises para formar un terreno incoloro, desesperanzado. A los lugareños que no habían huido los habían hecho prisioneros. El ejército alemán había arrasado casas y escuelas, iglesias y hospitales, bibliotecas y vidas. En las granjas, bombardearon las hileras de trigo que se alzaban ante ellos. En los huertos frutales, empuñaron sus hachas contra manzanos inocentes. Las ramas estaban esparcidas por el suelo, con las hojas secas susurrándole al viento.

Al llegar al puesto de control que iba a darnos acceso a la zona de guerra, nos detuvimos detrás de cinco camiones mi litares. Lewis apagó el motor y se lio un cigarrillo, señal de que aquello podía ir para largo. Me subí el cuello del abrigo de lana cuando el frío húmedo se cerró sobre mí. Mientras Lewis revisaba a conciencia la documentación —pasaportes, permisos de trabajo y autorizaciones selladas con tinta azul—, yo entorné los ojos hacia la escarcha que se había acumulado en la esquina de la luna delantera y descubrí un caleidoscopio de diseños. Alas de mariposa plateadas. Unos mitones infantiles. Sí, mi padre tenía razón: la belleza abundaba incluso en los lugares más sombríos… si sabías cómo mirar.

—¡Qué puntilloso! —Lewis gesticuló hacia un policía mi litar francés que parecía escudriñar sílaba por sílaba los pape les que le había entregado el conductor de uno de los camiones—. A este paso no entraremos nunca.

Mientras esperábamos, algunas escenas de mi viaje me revoloteaban en la cabeza, aleteando como páginas de un libro atrapadas en el viento. La travesía oceánica, en la que mi compañera de camarote, una voluntaria de la Cruz Roja, no se quitó el chaleco salvavidas en las tres semanas que duró el viaje. A pesar de su miedo a que torpedearan nuestro barco, como había sucedido con el Lusitania, se echó igualmente a la mar. ¡Menudo valor! Al llegar a Burdeos, mis compañeros de viaje y yo probamos auténtico vino francés y vislumbramos ángeles y gárgolas en la arquitectura. Durante el trayecto a París, nuestro Peugeot iba dejando atrás filas de álamos que ensombrecían la carretera. Una vez en la capital, Lewis me ayudó a obtener las autorizaciones que nos permitirían acceder a la zona de guerra. Hicimos cola durante horas en la comisaría para que nos entregaran un papel sellado antes de echar a correr por los adoquines hacia el Ministerio de Guerra, solo para volver a coger tanda. Fue una intermitente carrera de obstáculos de tres jornadas en un idioma extranjero. Llevaba en Francia diez días, tiempo suficiente para maravillarme con dos elementos: la impresionante arquitectura y la tediosa administración.

Por fin, el camión de delante, que transportaba a la vez cajas de repollos y barriles de pólvora, comenzó a avanzar. Era nuestro turno. El PM frunció el ceño mientras examinaba los papeles.

Al ver que me tiraba nerviosamente del pañuelo, Lewis dijo:

—No te preocupes.

El militar señaló una línea en la parte inferior de uno de los documentos. Lewis pasó la página y señaló la firma del funcionario.

—Hemos cumplido con nuestra parte. Ahora cumpla usted con la suya y déjenos pasar.

El PM gesticuló hacia mí con la cabeza.

—Pero aquí dice que es biblio…

—Somos de la Brigada Morgan —lo informó Lewis en un francés tajante, casi al límite de su paciencia.

El militar se quedó boquiabierto.

Merci —contestó haciendo un gesto con la mano para que avanzáramos.

Pregunté por qué nos había dado las gracias. Lewis respondió que la labor de Anne Morgan era bien conocida por esos lares. Y no solo ahí. Yo misma había ido a Francia por la señorita Morgan. Ella les había encargado a un fotógrafo y a un cineasta que documentaran los efectos de la guerra. Allá en casa, en un cine situado a la vuelta de la esquina de la Biblioteca Pública de Nueva York, el público se había quedado impactado al ver las imágenes de una pareja de campesinos de pelo cano con aspecto demacrado y vestidos de negro de la cabeza a los pies. Sus rostros arrugados reflejaban toda una vida de arduo trabajo bajo un sol implacable. Los alemanes habían matado a su cabra y a su caballo capón, habían prendido fuego a sus semillas y habían reducido la granja a escombros. Con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, la pareja permanecía inmóvil frente al establo bombardeado, como dos fantasmas sin nada que encantar. Después de ver aquello, no podía quedarme en casa rezando.

[…]

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Autor: Janet Skeslien Charles. Título: Las bibliotecarias del frente. Traducción: Yolanda Casamayor. Editorial: Navona. Venta: Todos tus libros.

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Angela Gutiérrez
Angela Gutiérrez
5 meses hace

Es un libro muy emocionante que hace justicia a un personaje fascinante.