Han pasado ya casi dos meses de mi paso por la Feria del Libro de Madrid y aún recuerdo mi experiencia con cierto desarraigo, como algo distante, difícil de aprehender. Lo que más permanece en mi memoria es el contacto humano. Que la familia pasase por allí a saludar y hacerse con un ejemplar, que algunos amigos, como Conchi o Monse, también me acompañaran en este día, es lo que más se fuerza a permanecer en mi memoria. También el calor y los largos paseos por el Retiro, iniciados con entusiasmo y terminados con cierto hastío por la injusticia de ese sol abrasador y la premura que me llevó de un sitio a otro durante poco más de veinticuatro horas. «No es un mal comienzo», me digo. «Lo mejor está por llegar», me repito. Y puede que sea así o puede que no.
Lo vi a lo lejos, con el guardapolvo de siempre, mugriento y descascarillado, y su sombrero de ala ancha. No sé si él supo de mí o advirtió mi presencia. Intuyo que sí; nadie permanece indiferente —ni tampoco resulta inmune— a la cercanía de su creador. Aguardé hasta que se hubo ido: de todos ellos, es con quien menos preferiría encontrarme; aquí o en cualquier otra parte. No volví a verlo durante mi estancia en Madrid y, sin embargo, lo sentí muy cerca en todo momento, como un depredador que aguarda a su presa. Ya había oído que esto podía pasar aquí, en estas fechas. «En un radio de 5 o 10 kilómetros es lo normal», me dijo Javi. «Ni te imaginas la de veces que me las he tomado con Duarte». A mí siempre me sonó a chiste. Desde que pisé la estación, supe que no lo era. Y comencé a entender la gravedad de un suceso así. Los creadores no estamos exentos, muy al contrario, somos el objetivo y la razón de su existencia. «La literatura está viva», me recordé.
Es más fácil identificar a los propios hijos. Eso sí, debo reconocer que no siempre es tan sencillo como se presupone. Uno tiene una imagen en mente, una historia preñada de argumentos, traumas y subtramas personales, unos rasgos físicos determinados y unas características mentales específicas que concretan gestos, latiguillos y comportamientos varios. Pero rara vez esa imagen se corresponde con la realidad. Porque no la conformamos nosotros. Nosotros solamente la alimentamos con nuestras ideas, luego es la esencia misma de la Creación la que pone en marcha esos engranajes y transforma las inconcreciones en algo tangible, físico, vital. Es más fácil reconocer a quienes viven en otros libros. Los clásicos siempre están muy presentes. Esto me lo dijo Monse cuando abrí la caja de Pandora y le conté lo de Javi y su inspector sentados a la barra en un garito de Malasaña. Precisamente, mientras paseaba con ella por el Retiro, vimos a aquel gigante deforme y parcheado que ofrecía rosas a diestro y siniestro. «Este viene de La Rosaleda. Todos los años igual. Pero es lo que hay». Creo que le contesté algo gracioso del tipo «si Mary Shelley levantara la cabeza». Ella me miró muy seria y señaló con la barbilla en dirección a una joven que descansaba en un banco cercano, «ahí la tienes. A ella se la trae al pairo».
Una vez las casetas cerraban sus «puertas» todo se relajaba. No siempre. Había normas. Pero también quienes se las saltaban. Y, por mucho que esas razones estuvieran al amparo de energías desconocidas, había que andarse con cuidado a la caída del sol. Porque todos sabemos que las peores pesadillas y los monstruos más aterradores se esconden tras las sombras y acechan en la oscuridad. La noche es una aliada perfecta. Y yo, que acababa de hojear el catálogo completo de Obscura en la caseta, sentía que muchas de aquellas criaturas podrían olvidarse de sus creadores y darse un festín con cualquier viandante despistado. Aquellos parajes están repletos de incautos e inocentes.
De camino a la firma noté que algunas personas me miraban y otras me saludaban. No me enteré hasta mucho después —cuando ya estaba montado en el tren de vuelta— de que había pasado al lado de Nyx, la joven oscura de una de mis últimas novelas. Ni tampoco me percaté de la presencia de Eladio cuando paré en El Brillante por un bocata de calamares que devoré de camino al Retiro a una hora que se correspondía más con la merienda que con el almuerzo. Había estado a mi lado todo el tiempo. No solo él, sino también Tolino. Sentados junto a la vitrina de las tapas. Monse ha leído Siervos de la Guadaña y, aun así, ella tampoco se dio cuenta. Y eso que decía al principio es verdad: no son como los imaginamos; son como son. Y punto.
Nos creemos creadores, pero no somos más que otra burda creación. Da igual que me cruzara con Jack Torrance, Sombra o Drizzt Do’Urden; que saludara a alguno de los Stark, los Lannister o los Targaryen; que alzara la mirada y me encontrara con los tentáculos de algún nagual recién salido del antro de Madrid o del mismísimo subsuelo de Seattle. No somos más que el pálpito en la mente de un creador aún más grande que nosotros. Y, tal vez, ni siquiera él sea más que una mota de polvo en la imaginación de otro creador. De ser así, todo esto ya estaba escrito antes siquiera de pensarlo. Me pareció ver a ese Quijote, todo huesos embutido en una armadura, saludando con una reverencia a cada árbol y farola con los que se encontraba, a un Don Juan clamando versos mientras unos cuantos mecanógrafos los registraban con deleite y los vendían a los paseantes. Dragones, elfos, orcos y gigantes pasaban menos desapercibidos y es tal vez por eso que vivían esos días escondidos en las zonas más frondosas del parque, huidizos y lejos de las miradas indiscretas de las decenas de miles de lectores. Una vez se cerrara la última persiana, todos ellos volverían a sus libros. Quizá también nosotros, sin saberlo, hagamos lo mismo.


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