Calabozos de aire, capas de memoria y palomas que se posan en las sombras, en la nueva entrega de Mi vida por delante, de Emili Albi.
Las palomas de Madrid, en verano, se posan en las sombras.
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Pasan las cosas y dejan sus sombras, su memoria. Y de esa sombra y esa memoria estamos hechos. Estamos envueltos en sombras y más sombras. Llevamos encima capas y capas de memoria. Por eso hay quien no se puede casi mover, porque el grosor y el peso de sus sombras es excesivo.
Amor, amistad, revoluciones, noches de boda, alegría, frustración, goles, iras, primaveras, despedidas, novias, tristezas, canciones, coitos, regalos, traiciones, exámenes, cines, camas, viajes, lecturas, borracheras, Erasmus, urgencias, miedos, reencuentros… todo deja su velo de memoria, su sombra. Y nosotros pretendemos bien asirlas, bien olvidarlas sin entender que son inaprensibles e inefables, inolvidables e invencibles, y que la única forma de derrotarlas es amándolas, enfrentándolas con franqueza, conviviendo con ellas, soportando su dolor, y, en fin, dejándonos derrotar, aceptando que nosotros mismos somos ellas.
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Como Butch, yo también he heredado un reloj. Fue el primer reloj de mi padre. Creo que no ha estado en ningún culo, pero, al igual que el de Pulp Fiction, este también ha recorrido gran parte del siglo XX: el franquismo en una Valencia triste y descolorida, las primaveras parisinas de los últimos sesentas, el Thatcherismo en Inglaterra, la transición, la movida…
El reloj, esa entelequia que nos hace creer que controlamos el tiempo, acostumbra a ser un legado masculino. Desconozco el por qué, pero entiendo que la aspiración imposible, inocua y estéril de gobernar algo tan inabarcable, lleva por fuerza el sello de lo viril. Sea como fuere, adoro este reloj y le agradezco a mi padre que me lo haya regalado y espero rellenarlo con mucha vida para entregarlo de nuevo a alguno de mis hijos, aunque en mi caso (mi padre es hijo de su tiempo y yo del mío) no lo legaré necesariamente a Guillem, también Inés y Belén podrán, si quieren, lucirlo. ¿A quién se lo entregaré? Ni idea. Pero sé que, llegado el momento, haré lo correcto.
P.D.: También hay un relato de Cortázar, Instrucciones para dar cuerda al reloj, ¿os acordáis del anuncio?: «Cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire». Para Cortázar mi padre me habría regalado a mí al reloj, y no al revés, en una especie de sacrificio ritual. Una ofrenda a Chronos que me habrá de devorar como a todo hijo de vecino… Pero esa es otra historia. Una de no ficción… y yo siempre he editado novelas.
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Este de la imagen, el mío, el nuestro, el que llevo mirando toda la vida, es mucho más variado y eléctrico, esté el día nublado o no.
El cielo de Madrid suele mezclar distintas tonalidades de naranjas, rojos, amarillos, morados, violetas o malvas. El de esta tarde me ha gustado especialmente. Su color me ha recordado al del hematoma que empieza a desvanecerse cuando el torrente sanguíneo se normaliza y la parcela de piel marcada ya no carga con la huella del dolor. Es el mismo color de la jaqueca que se disuelve en el ibuprofeno. El del escalofrío que desaparece debajo de la manta. El de la lágrima que viene a deshacer el nudo áspero en la garganta. Ese, para mí, es el color del atardecer de Madrid, el de la reconciliación con la vida. El color de lo silencioso. De lo veraz. De la belleza.
P.D.: Se dice que Velázquez pintaba el cielo tan repleto de nubes por cuestiones puramente económicas: el gris era el polvo más barato, mucho más, claro, que el lapislázuli. No podía tener explicación más prosaica y, por otro lado, desgraciadamente, más razonable.
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