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Patente de corso de Arturo Pérez-Reverte

Cada cual ordena la biblioteca a su manera. La mía lo está por lenguas originales de autores literarios, y luego vienen las secciones de historia, antigüedad clásica, religiones, viajes, arte, ciencias sociales y otras materias. Sin embargo, algunas de esas secciones tienen apartados, islas específicas formadas por asuntos, autores o personajes por los que siento especial inclinación.

Venecia, la ciudad, su literatura y su historia, es –nunca mejor dicho– una de esas islas. Y ayer, tras una agradable relectura de Los papeles de Aspern de Henry James, al devolver el libro a su lugar, me entretuve un buen rato en ella. Ocupa varios estantes. La razón es que durante mucho tiempo –casi veinte años– pasé en esa ciudad los días previos a cada Nochevieja. Le tengo un afecto especial, incluso ahora que los grandes cruceros y los viajes baratos arrojan sobre ella multitudes imposibles. La he vivido y caminado mucho en días invernales y grises, cuando aún es posible encontrar sus calles desiertas y sus noches silenciosas.

Algunos amigos preguntan por qué nunca escribí una novela sobre esa Venecia, y siempre respondo dos cosas: una es que ya hay demasiados libros buenos sobre ella, y también infinidad de libros malos; la otra es que ya lo hice, aunque sólo de modesto refilón. En El puente de los Asesinos, el capitán Alatriste participa en una conspiración para matar al Dogo; y en El pintor de batallas hay dos páginas donde Faulques y Olvido Ferrara pasean por la ciudad cubierta de nieve, con las góndolas tapizadas de blanco entre el chapoteo del agua verde y gris.

Había una librería, entre el hotel Bauer y la plaza de San Marcos, cuya especialidad era ofrecer cuanto se había publicado sobre Venecia –incluso la versión italiana de esas dos novelas mías–. Como tantas otras cosas buenas de la ciudad, la librería desapareció hace años y ahora ocupa su lugar una inevitable tienda de ropa. Pero no todo se perdió con ella; pues parte de los libros que se alinean en la sección veneciana de mi biblioteca proceden de allí. Y mirándolos ayer, tocando sus lomos y hojeándolos, pasé un largo rato recordando los lugares donde los leí, la compañía que me hicieron y el modo en que educaron mi mirada a la hora de vivir en esa ciudad.

Quizá el primero fue Casanova, creo recordar: sus fascinantes Memorias. Y ahí las tengo, en la edición francesa de La Pléiade, muy cerca de Las memorias de Ultratumba, de Chateaubriand –que viajó tres veces a la isla adriática– y de las dos obras teatrales –El mercader de Venecia y Otelo– que Shakespeare situó en la ciudad. Los escoltan Goethe y Stendhal con sus recuerdos de viaje, Lord Byron y su Childe Harold, y el formidable Thomas Mann con La muerte en Venecia. Tampoco George Sand, Marcel Proust, Gautier, Musset, D’Annunzio, Paul Morand y Philippe Sollers andan lejos, y al final de un estante veo Las piedras de Venecia, de Ruskin, situado sobre la biografía del Barón Corvo, el hueco al que devolví el libro de Henry James, las novelas policíacas de Donna Leon, Al otro lado del río y entre los árboles, de Hemingway, Venecia es un pez, de Tiziano Scarpa, y la formidable Fábula de Venecia de Hugo Pratt.

Buena parte de esos libros los leí en Venecia, vinculándolos directamente a ella. No hay guía de viaje cuyos efectos sean comparables a ésos, tan impresionantes y tan duraderos. Leí a James en los jardines de la Santa Croce, a Hemingway sentado en el Harry’s Bar, a Mann en la terraza del Bauer que da al canal, a George Sand en una habitación del Danieli con vistas a la laguna, a Proust y a Morand en el Florian y el Quadri, a Donna Leon sentado al sol en el muelle Záttere, a Scarpa en la Punta de la Aduana, y reviví las ilustraciones de Hugo Pratt situándome en el lugar desde el que Corto Maltés mira los leones de piedra del Arsenal. Me gusta esa ciudad no por lo que ahora es –decorado de cartón piedra envilecido por los tiempos que corren–, sino por la Venecia que esos autores me enseñaron a transitar. Como ocurre con cuantos viajamos con libros en el equipaje y la imaginación, las páginas leídas me permiten borrar de la mirada cuanto detesto y quedarme sólo con lo que deseo ver, en una ciudad que sólo una viva imaginación lectora puede considerar todavía, con plena justicia, una de las más fascinantes del mundo. Y cada vez que regreso a ella, como a otros lugares hermosos, no puedo dejar de preguntarme cómo harán los que no leen para disfrutar del mundo que pisan.

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Publicado el 22 de julio de 2018 en XL Semanal.

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