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Dos cabalgan juntos (III)

Tercera entrega de esta sección en la que dos escritores exponen su punto de vista sobre un mismo tema. Pérez Zúñiga y García Ortega como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgan juntos cada primer miércoles de mes en pos de un único destino: la literatura.

Los ácaros ingnoran a las serpientes. Ernesto Pérez Zúñiga

Los ácaros ignoran a los verdaderos animales. Habitan en los cantos de los libros, pululan por sus páginas. Mordisquean su celulosa. Me pregunto si son capaces de detectar el sabor de la tinta impresa y diferenciarlo de la textura del margen blanco, como nosotros distinguimos la luz de la oscuridad. Pues los ácaros son ciegos a los habitantes de una dimensión sin duda mayor que ellos y de la que, sin embargo, dependen.

Primero colonizaron la Biblia que perteneció a mi abuelo, donde vive la serpiente enroscada al árbol de la ciencia. Allí se desenrolla y despliega el sueño que los humanos llamamos realidad. También, en la Biblia de mi abuelo, vive el león que Sansón mató con sus propias manos la primera vez que se llenó de furia divina. Y un montón de corderos. El que Abraham sacrifica en sustitución de su hijo, por ejemplo. Y el otro, el del Apocalipsis, el mismo que fue capaz de multiplicar los peces que nadan en las páginas del mar de Galilea.

"Primero colonizaron la Biblia que perteneció a mi abuelo, donde vive la serpiente enroscada al árbol de la ciencia. Allí se desenrolla y despliega el sueño que los humanos llamamos realidad"

Luego los ácaros se establecieron en los libros que me regaló mi padre. Se internaron en La isla del tesoro, sin prestar atención al Capitán Flint, el loro que se apoya en el hombro de Long John Silver, el loro que ha vivido más de doscientos años y ha estado en Madagascar y en Malabar, en Suriman, en Providence y en Portobello, sobreviviendo ataques y abordajes, y ha visto más muertes que el mismísimo Satanás.

Convivieron los ácaros con Colmillo blanco de Jack London, sin conciencia de que se alimentaban de la historia de un perro lobo que nos mostraba, quizá por primera vez, su riquísima conciencia. Devoraron los ácaros el Libro de la Selva, en aquella edición de la editorial Juventud, y luego se han atrevido con la maravillosa edición ilustrada de Harper, donde el asombroso inglés de Kipling asoma por boca de lobos, tigres, osos, monos y serpientes, como piezas de un cosmos que nos constituye profundamente.

Por fin, los ácaros invadieron los libros que fui trayendo yo a mi casa. Se la juraron a las diferentes versiones de Moby Dick, desde las infantiles, ya carcomidas, a la última esplendorosa de Nórdica traducida por Andrés Barba, sin percibir que aquella ballena de Melville era la encarnación poderosa y despiadada que se tragó a Jonás para convencerle de que nadie, por muy ácaro que sea, puede huir de su destino y de la fuerza de nuestro inconsciente. Tampoco lo logró el fanático Acab, quien, en representación de todo el género humano, se empeñó en hallar de una vez por todas el secreto mejor guardado de la naturaleza. En la soledad del mar. Como si darle muerte fuera la única manera de averiguar su significado.

Los ácaros ciegos, comilones de letras, iletrados. Incluso se atreven con libros recién llegados, como La duquesa ciervo, de Andrés Ibáñez, donde, en páginas fascinantes, los humanos se convierten en ungulados o en mustélidos para conocer los secretos del mundo; donde el unicornio duerme en secreto junto a los seres que se aman, y los dragones abren los ojos en sus madrigueras de montaña para alimentar la avaricia de los hombres, sus ansias de poder, y el poder incalculable de su ceguera.

La misma ceguera de los ácaros.

Patean, succionan, fagocitan los universos de celulosa.

Como si no hubiera otra dimensión que esa.

Como si aquellas incisiones de tinta no fueran las puertas al verdadero mundo.

Animales literarios y dónde leerlos. Adolfo García Ortega

Tengo una particular zoología literaria, entendiendo por tal no la categorización animalística de los escritores o las escritoras —algo que podría hacerse perfectamente, pues pueden ser asociados a morsas, a mosquitos, a hienas, a leones, a cucarachas, etcétera—, sino a esa fauna que adquiere notoriedad sustancial en las obras literarias. Mi particular zoología favorita, que reúno aquí al hilo de mi memoria, es la siguiente:

Carcoma. El insecto que se cuela en el Arca de Noé. Julian Barnes le da un papel principal en uno de sus mejores libros, culto, irónico, rompedor y delicioso, que es Una historia del mundo en diez capítulos y medio. Sin desperdicio.

Ballena. La mejor, sin duda, la Moby Dick que se inventó Melville, esa ballena blanca maldita, de piel asaeteada por decenas de arpones, que arrastra a los marinos al fondo del mar en la mayor novela norteamericana de todos los tiempos. Moby Dick fusiona novela y animal en una misma obsesión, que es el concepto de artefacto novelesco, tan seductor para todo escritor que se precie.

Lobo. Ningún otro como Colmillo Blanco, el perro-lobo de Jack London, protagonista de una de las novelas más vibrantes y hermosas sobre la naturaleza salvaje y los animales. Tengo dudas si incluir en la zoología todo mi amor por la licantropía, esos hombres-lobos que pululan por la literatura de todos los tiempos siempre destrozando lectores.

Zorro. El último libro, arrebatador, de Dubravka Ugrešić se titula Zorro y deja que ese animal, símbolo representativo de tantas cosas en tantas culturas, vaya cruzando por las historias autobiográficas que la gran escritora croata trenza aquí.

"Tengo una particular zoología literaria, entendiendo por tal no la categorización animalística de los escritores o las escritoras, sino a esa fauna que adquiere notoriedad sustancial en las obras literarias"

Caballo. Obviamente, Rocinante, el caballo —rocín, en realidad, por su mala estampa y su huesudo porte— de Don Quijote. También recuerdo el magistral relato de Dorothy M. Johnson Un hombre llamado Caballo. Y leí hace muchos años un cuento precioso de Tolstoi titulado Kolstomero, un caballo inteligente y sencillo que es objeto de burlas, al estilo de las fábulas de La Fontaine. Lo tradujo Josep Carner, esto ya es en sí un valor.

Burro. De todos, Platero, sin duda. ¿Por qué será que a este animal siempre lo maltratan, siempre sufre un destino cruel y causa ternura por su inocencia? Al pensar en Platero, me viene a la cabeza otro asno, este cinematográfico y no menos entristecedor, el Balthasar de Robert Bresson.

Perro. Hay muchos perros en la literatura, desde luego, pero me quedo con los perros de Desgracia, la obra maestra de J. M. Coetzee, una de las novelas donde se expresa la relación con los animales de la manera más directa, real, adulta y nada conmiserativa que he leído. El ser humano y el animal están aquí relacionados en un mismo nivel de aspereza vital. Impresionante. Otra novela inolvidable, satírica, donde lo humano y lo animal se unen es Corazón de perro, de Bulgákov. Ah, y me olvidaba de una de las novelas ejemplares imperecederas de Cervantes (aunque todas ellas son de una modernidad asombrosa): El coloquio de los perros. Demoledora.

Mosca. Las hay “cargantes” (léase el libro El suplicio de las moscas, aforismos de Elias Canetti) y “con amo” (léase la novela de William Golding El señor de las moscas. Hay película).

Dragón. En la maravillosa historia artúrica del gran escritor Kazuo Ishiguro, El gigante enterrado, sale un dragón cuya razón de ser sustenta intrigante fábula. Ishiguro es en sí mismo toda una literatura. Uno de los premios Nobel más certeros.

Gato. Hay dos vertientes sobre los gatos: por un lado, la que los humaniza, si acaso hasta extremos inquietantes, como esos gatos parlantes de la novela de Haruki Murakami Kafka en la orilla, para mí su obra cumbre. Y por otro lado, la que hace gatunos a los que amamos a este sutil y singular animal, y sobre esta visión mi preferido es el libro de Paloma Díaz-Mas Lo que aprendemos de los gatos. Hermoso y conmovedor.

Rodaballo. Günter Grass escribió una de las novelas mayúsculas de la literatura: El rodaballo. Es una obra inagotable, una Moby Dick europea.

Ratón (que no rata). Aunque tenga una insuperable fobia a los conejos y roedores, sobre todo a las ratas, traigo aquí una de mis debilidades literarias: Josefina la cantante o El pueblo de los ratones, ese metafórico relato de Kafka en el que se cuenta la historia de la cantante Josefina como anomalía de un pueblo que solo silba y que, además, no sabe que son ratones.

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