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Los colores del incendio, de Pierre Lemaitre

Los colores del incendio, de Pierre Lemaitre

Los colores del incendio (Salamandra), de Pierre Lemaitre (París, 1951), es la segunda entrega de la trilogía de entreguerras iniciada con Nos vemos allá arriba (Salamandra, 2014), Premio Goncourt 2013 y auténtico fenómeno editorial en Francia con más de dos millones de libros vendidos.

En Los colores del incendio, Lemaitre trenza la venganza implacable de una mujer al tiempo que ofrece el retrato de una época vertiginosa.

Además del Goncourt y del Dagger Award, Lemaitre ha obtenido el Premio de Novela Negra Europea, el Premio a la mejor novela francesa 2013 de la revista Lire, el Premio Roman France Télévisions y el Premio de los Libreros de Nancy-Le Point.

Zenda publica las primeras páginas de Los colores del incendio.

1

Aunque las exequias de Marcel Péricourt fueron muy accidentadas, e incluso acabaron de manera francamente caótica, al menos empezaron puntuales. El bulevar de Courcelles estaba cerrado al tráfico desde primera hora de la mañana y la banda de la guardia republicana, congregada en el patio, había iniciado el suave guirigay de la prueba de los instrumentos mientras los automóviles derramaban en las aceras a embajadores, parlamentarios, generales y delegaciones extranjeras que se saludaban con aire grave. Los académicos pasaban bajo el gran dosel negro con cenefa plateada que ostentaba el monograma del difunto y cubría la ancha escalinata, y seguían las discretas indicaciones del maestro de ceremonias, encargado de organizar a todo aquel gentío a la espera de la aparición del féretro. Se veían muchas caras conocidas: un funeral tan importante como aquél era como una boda ducal o la presentación de una colección de Lucien Lelong, un acto en el que exhibirse si uno tenía cierta categoría.

Pese a estar muy afectada por la muerte de su padre, Madeleine, contenida y eficiente, iba de aquí para allá dando discretas instrucciones, atenta al menor detalle, tanto más porque el presidente de la República había anunciado que acudiría en persona a despedir los restos mortales de su «amigo Péricourt». La noticia lo había complicado todo porque el protocolo republicano era tan estricto como el de una monarquía: desde ese momento ya no había habido un momento de calma en la mansión de los Péricourt, invadida por funcionarios de seguridad y responsables de la etiqueta, por no hablar de la multitud de ministros, cortesanos y consejeros. El jefe del Estado era una especie de barco pesquero permanentemente seguido por nubes de pájaros que se alimentaban de su movimiento.

A la hora prevista, Madeleine estaba en lo alto de la escalinata con las manos enfundadas en guantes negros y modestamente cruzadas por delante.

El coche llegó, la muchedumbre guardó silencio y el presidente bajó, saludó, subió los escalones y abrazó un instante a Madeleine sin decir nada: las grandes aflicciones son mudas. Por fin, con un ademán elegante y fatalista, le cedió el paso hacia la capilla ardiente.

La presencia del mandatario era una muestra de amistad hacia el difunto banquero, pero también un gesto simbólico: se trataba realmente de una ocasión excepcional. Con Marcel Péricourt, «desaparece un puntal de la economía francesa», habían titulado los periódicos que aún sabían guardar las formas. «Sobrevivió siete años al trágico suicidio de su hijo Édouard», subrayaba el resto. Daba igual: Marcel Péricourt era un personaje fundamental en la vida financiera del país, y su desaparición, como todo el mundo intuía confusamente, señalaba un cambio de época más bien preocupante, teniendo en cuenta las sombrías perspectivas que ofrecían los años treinta. La crisis económica que había seguido a la Gran Guerra no había acabado y la clase política francesa, que había jurado o prometido con la mano en el corazón que la Alemania vencida pagaría hasta el último céntimo de todo lo que había destruido, había quedado desautorizada por los hechos. La población, exhortada a esperar a que se reconstruyeran las viviendas, se rehicieran las carreteras, se indemnizara a los inválidos, se pagaran las pensiones, se creara empleo… en una palabra, a que el país volviera a ser lo que había sido (o algo mejor, puesto que había ganado la guerra), la población, digo, se había resignado: el milagro no se produciría. Francia tendría que arreglárselas sola.

Marcel Péricourt, precisamente, era un representante de la Francia de antes, la que alguna vez había administrado su economía como un buen padre de familia. No estaba del todo claro si lo que se conducía al cementerio eran los restos de un importante banquero francés o la época periclitada que éste había encarnado.

En la capilla ardiente, Madeleine observó largo rato el rostro de su padre. Desde hacía meses, envejecer se había convertido en su principal actividad. «Tengo que vigilarme constantemente», decía , «me da miedo oler a viejo, olvidarme de las palabras, estorbar, que me sorprendan hablando solo; me espío a mí mismo, me paso el tiempo haciéndolo: envejecer es agotador…».

En el armario, Madeleine había encontrado una percha con una camisa planchada y su traje más nuevo y unos zapatos cuidadosamente lustrados. Todo estaba listo.

La noche anterior, el señor Péricourt había cenado con ella y con Paul, su nieto, un niño de siete años, bien parecido, aunque un poco pálido, tímido y tartamudo. Pero a diferencia de otras noches, el abuelo no le preguntó cómo iban las clases ni qué había hecho durante el día, ni le propuso que continuaran la partida de damas. Se quedó pensativo, aunque no preocupado, sólo ensimismado, lo que no era propio de él. Apenas tocó el plato: se limitó a sonreír para mostrar que estaba allí. Y, como parece que la cena se le hacía un poco larga, plegó la servilleta y dijo: «Voy a subir, acabad sin mí»; luego apretó un instante la cabeza de Paul contra su pecho y añadió: «Bueno, que durmáis bien.» Aunque a menudo solía quejarse de sus dolores, se dirigió a la escalera con paso ligero. Habitualmente abandonaba el comedor con un «Sed buenos»; esa noche se le olvidó, a la mañana siguiente estaba muerto.

Mientras, en el patio de la mansión, el carruaje fúnebre avanzaba tirado por dos caballos engualdrapados y el maestro de ceremonias reunía a la familia y las personas cercanas y cuidaba de que cada cual ocupara el sitio que le correspondía según el protocolo; Madeleine y el presidente de la República permanecían uno junto al otro con los ojos posados en el ataúd de roble en el que brillaba una gran cruz de plata.

Madeleine se estremeció. Su decisión de hacía unos meses, ¿había sido acertada?

Era soltera. Divorciada, para ser exactos, aunque en esa época venía a ser lo mismo. Su ex marido, Henri d’Aulnay-Pradelle, se pudría en la cárcel después de un sonado juicio. Esa situación suya, de mujer sin hombre, había sido una preocupación para su padre, que pensaba en el futuro. «¡A tu edad, uno vuelve a casarse!», solía decir. «Un banco con intereses en numerosas sociedades mercantiles no es cosa de mujeres.» De hecho, Madeleine estaba de acuerdo, pero con una condición: «Un marido, aún, pero un hombre no, con Henri ya tuve bastante, gracias; el matrimonio, vale, pero para lo otro que no cuenten conmigo.» Aunque se empeñaba en negarlo, había puesto no pocas esperanzas en aquella primera unión, que había resultado calamitosa, así que ahora lo tenía claro: llegado el caso, un cónyuge, pero nada más, sobre todo porque no pensaba tener más hijos; con Paul le bastaba y le sobraba para ser feliz. El otoño anterior, todo el mundo empezó a darse cuenta de que Marcel Péricourt no duraría mucho. Parecía prudente adoptar medidas porque aún tendrían que pasar muchos años antes de que su nieto Paul, el tartamudo, tomara las riendas de la empresa familiar, lo que ya de por sí resultaba difícil de imaginar porque al pequeño le costaba un triunfo hablar; de hecho, la mayoría de las veces renunciaba a expresarse: demasiado esfuerzo… como para dirigir nada.

Gustave Joubert, el apoderado del Banco Péricourt, un viudo sin hijos, parecía ser el partido ideal para Madeleine. Cincuentón, ahorrador, serio, organizado, comedido, previsor… Sólo se le conocía una pasión: la mecánica, los coches (detestaba a Robert Benoist, pero adoraba a Jean Charavel) y los aviones (odiaba a Louis Blériot, pero veneraba a Didier Daurat).

El señor Péricourt abogó enérgicamente por esa solución, y Madeleine aceptó, pero:

— Hablemos claro, Gustave — le advirtió a Joubert— . Usted es un hombre, no me opondré a que… bueno, ya sabe a qué me refiero. Pero a condición de que sea discreto: me niego a que me dejen en ridículo por segunda vez.

Joubert no tuvo empacho en ceder en ese punto, puesto que Madeleine le hablaba de unas necesidades que él rara vez sentía.

Pero hete aquí que unas semanas después ella les anunció a su padre y a Gustave que al final la boda no se celebraría.

La noticia cayó como una bomba. Sería quedarse corto decir que el señor Péricourt se enfadó con su hija, cuyos argumentos eran irracionales. ¿Que tenía treinta y seis años y Joubert cincuenta y uno? ¡Como si acabara de enterarse! Además, casarse con un hombre maduro y sensato, ¿no era algo bueno? Pero no, decididamente, Madeleine «no se hacía a la idea» de esa boda.

Así que no.

Y se cerró en banda.

En otros tiempos, el señor Péricourt no se habría conformado con semejante respuesta, pero ya estaba muy agotado. Argumentó, insistió y acabó rindiéndose. En ese tipo de renuncias se veía que ya no era el de antes.

Ahora, Madeleine se preguntaba con inquietud si había hecho bien.

Fuera de la capilla ardiente, todas las actividades estaban suspendidas a la espera de la salida del presidente de la República.

En el patio, los invitados empezaban a contar los minutos: habían ido para dejarse ver, no para pasarse allí todo el día. Lo más difícil no era evitar el frío, algo imposible, sino disimular las ganas de que aquello acabara. Las orejas, las manos y la nariz se les congelaban sin remedio incluso tapadas. Pateaban discretamente el suelo: si el muerto tardaba mucho en aparecer, acabarían maldiciéndolo. No veían el momento de que el cortejo arrancara, así al menos se moverían.

Corrió la voz de que el ataúd estaba a punto de salir.

En el patio, el sacerdote, con capa negra y plateada, precedió a los niños del coro, con túnica violeta y sobrepelliz blanca.

El maestro de ceremonias consultó discretamente su reloj, subió con calma los peldaños de la escalinata para tener una vista panorámica de la situación y buscó con la mirada a quienes en unos minutos deberían iniciar el cortejo.

Todos estaban allí, salvo el nieto del difunto.

Sin embargo, lo previsto era que el pequeño Paul fuera en cabeza junto a su madre, unos pasos por delante del resto de la comitiva. Un niño detrás de un coche fúnebre era una imagen que siempre gustaba mucho. Además, aquél, con su carita de luna y sus leves ojeras, transmitía una sensación de fragilidad que añadiría un toque muy conmovedor al acto.

Léonce, la señorita de compañía de Madeleine, se acercó a André Delcourt, el tutor de Paul, que tomaba notas febrilmente en una libreta, y le pidió que buscara a su joven pupilo. Él la miró ofendido.

— Pero ¡Léonce…! ¿No ve que estoy ocupado?

Aquellos dos nunca se habían llevado bien: rivalidad de criados.

— André, no me cabe duda de que un día será usted un gran periodista — le respondió ella— , pero de momento no es más que preceptor, así que vaya a buscar a Paul.

Furioso, André se golpeó el muslo con la libreta, se guardó el lápiz con rabia y, repartiendo profusamente excusas y sonrisas compungidas a su alrededor, intentó abrirse paso hasta la puerta.

Madeleine acompañó de nuevo al presidente, cuyo coche atravesaba el patio un instante después mientras la multitud se apartaba como si transportara al propio muerto.

Acompañado por el redoble de los tambores de la guardia republicana, el ataúd de Marcel Péricourt llegó al fin al vestíbulo. Las puertas se abrieron de par en par.

En ausencia de su tío Charles, al que no había habido manera de encontrar, Madeleine bajó la escalinata tras los restos mortales de su padre apoyándose en Gustave Joubert. Léonce buscó con la mirada al pequeño Paul junto a su madre, pero no lo vio. André, que había vuelto, le hizo un gesto de impotencia.

El ataúd, llevado a hombros por una delegación de la Escuela Central de Artes y Manufacturas, fue depositado en la carroza fúnebre descubierta, lo que permitía ver el féretro. Una vez colocados coronas y ramos, un ujier avanzó hacia ella sosteniendo un cojín en el que portaba la gran cruz de la Legión de Honor.

• • •

De pronto, en medio del patio, el grupo de los funcionarios se agitó de un modo extraño, se abrió e incluso pareció a punto de dispersarse.

El ataúd y el coche fúnebre habían dejado de ser el centro de atención.

Todos tenían la cabeza vuelta hacia la fachada de la casa mientras ahogaban unánimemente un grito.

Madeleine alzó los ojos a su vez y entreabrió la boca: arriba, en el segundo piso, el pequeño Paul, de siete años, estaba de pie en el alféizar de la ventana con los brazos en cruz. De cara al vacío.

Llevaba el traje negro de ceremonia, pero se había quitado la corbata y tenía la camisa blanca muy abierta.

Todos miraban a lo alto como si estuvieran viendo elevarse un globo aerostático.

Paul dobló ligeramente las rodillas.

Antes de que diera tiempo a llamarlo o echar a correr, se soltó de las hojas de la ventana y se lanzó al vacío acompañado por el grito de Madeleine.

Durante su caída, el cuerpo del niño se agitó en todas direcciones, como un pájaro alcanzado por un tiro de escopeta. Al final del rápido y caótico descenso, cayó sobre el gran dosel negro, en el que desapareció un breve instante.

Todo el mundo contuvo un suspiro de alivio. Pero la tensión de la tela lo hizo rebotar y reapareció como un muñeco saliendo de una caja sorpresa.

Lo vieron alzarse de nuevo en el aire y pasar por encima del dosel.

Para acabar estrellándose contra el ataúd de su abuelo.

En el patio, súbitamente silencioso, el choque de su cráneo contra el roble produjo un ruido sordo que estremeció los corazones.

Todo el mundo estaba petrificado. El tiempo se detuvo.

Cuando corrieron hacia él, Paul estaba tendido boca arriba.

De los oídos le manaba sangre.

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Autor: Pierre Lemaitre. Traductor: José Antonio Soriano Marco. Título: Los colores del incendio. Editorial: Salamandra. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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