Portada: ‘Socorro de Brisach’, de Jusepe Leonardo (1634-1635).
El siglo XVII español fue una apología al dios Marte. Una loa al oficio del guerrero sostenida por los Austrias, que veían cómo le crecían los enanos inexorablemente y por doquier, muy en particular en su rama occidental, que fue la nuestra y, por extensión, la que más envidias levantaba. Habida cuenta de que España fue prácticamente intocable durante el siglo anterior, lo normal es que el poder imperial terminase por ser contestado. Y ahí hicieron su aparición los orangistas de los Países Bajos, deseando volver a enfrentar sus armas al brazo duro de los felipes. También estaban los suecos que, con su rey, Gustavo Adolfo, emergieron con la fuerza de un tifón. Y, como éramos pocos, llegó a la fiesta Francia, con ganas de sacudirse más de sesenta años de ostracismo. El cotarro, como podéis ver, estaba animado, pero la guinda del guateque la puso Inglaterra. Su ojeriza hacia España terminaría por hacerse antológica no mucho tiempo después. Así estaba el tablero, amigos. Y con esos mimbres se llegó a 1640. Tachán, tachán… Annus horribilis! Parió la abuela. Cataluña se sublevaba y Portugal decidió sumarse al juego, buscando independizarse de la unión dinástica, o lo que es igual: abandonar la Monarquía Hispánica. La decisión lusa representó toda una bofetada política y sentó realmente mal en los despachos de Madrid. Naturalmente, el interrogante que se nos presenta es cómo se llegó a dicha circunstancia. Porque otra cosa no, pero imaginad el dolor de cabeza que se le puso al conde duque de Olivares…
Así se llega al siglo XVII, con un caldo calentito que se puso a hervir con las reformas fiscales que llegaron abanderadas por el duque de Lerma. El ministro, habitualmente tan discutido —¡y desconocido más allá de sus anécdotas!—, elevó las cargas sobre los agricultores y ganaderos lusos con ánimo de equilibrar ciertos particularismos de la hacienda vecina en política arancelaria. Y en opinión de quien esto escribe hizo bien, ya que a comienzos de dicha centuria el fisco portugués dibujaba un lastre más que palmario. Su decisión, lógicamente, sentó regular y condujo a una melé de protestas que solo pudieron ser aplacadas por la mano izquierda de quien fuera virrey en dos periodos casi consecutivos de la frustrada Unión Ibérica: don Cristóbal de Moura. Pero no penséis que esto era todo, ¡qué va! Sumado a lo anterior latían otras causas que fueron acrecentando la fricción. Una de ellas brotó cuando Felipe IV decidió suprimir el Consejo de Portugal y administrar los dominios lusos a través de dos juntas en cuyas cabezas, hete aquí la cuestión, podía haber tanto portugueses como castellanos indistintamente. La decisión, a pesar de respetar el régimen polisinodial —palabro técnico, no me miréis así— de los Austrias, no gustó nada. Con todo, nuestros vecinos tragaron a regañadientes hasta que llegó la guinda del pastel: la Unión de Armas.

Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, a caballo, Diego de Velázquez (1636)
Este gran plan del conde duque de Olivares resultó, quizá, un pelín incendiario para como estaba el patio. Con él se pretendía lograr una homogeneización de la contribución fiscal de las provincias imperiales, reforzando así la unidad de la Monarquía. Lógico —pensaréis— pero harto difícil de ejecutar entonces. Además y en paralelo, Olivares había apretado un poquito más la tuerca impositiva así que… era cuestión de tiempo: ¡Rebelión! Pero paso a paso, no hablamos de una insurrección a lo bonzo, ahí con todo cristo alzado en armas. No, no. Primero una revuelta más pequeña, pero de las que dejan mal cuerpo: la de Évora, en 1637, en pleno corazón del Alentejo portugués y con proclamas más afiladas contra el rey que la punta de una daga. ¡Ay, Felipe IV! De hecho gobernaba en ese momento el país luso su prima, Margarita de Mantua, que vio con claridad cómo, a pesar de sofocarse aquella revuelta sin necesidad de aplicar medidas punitivas, la cosa no pintaba bien. Cabe recordar que las arengas contra Castilla llegaron a otros puntos, como Santarem o Abrantes, pero también a los grandes núcleos urbanos. En ellos, la nobleza levantisca antes citada volvió a hacer suya la protesta, alegando además un nuevo motivo de discordia: acusaban a España de no proteger sus puestos de avanzada —presidios— en el norte de África; ni sus posesiones ultramarinas de las constantes incursiones holandesas a través de la Compañía de las Indias Occidentales. Es decir, criticaban a España por centrarse, únicamente —y según ellos— en sus dominios primigenios: los demarcados en el Tratado de Tordesillas. Paradójicamente, la defensa de Salvador de Bahía, en 1625, desmiente de manera concluyente esos pretendidos perjuicios. Dato mata relato, aunque el relato se enquiste de manera contumaz.

Retrato del conde-duque de Olivares, Diego de Velázquez (1638)
La concatenación de hechos referidos da buena cuenta de cómo estaban los ánimos. Y todo ello sin mencionar la cuestión judaizante que, desde luego, fue un arma arrojadiza de gran polivalencia. La profundidad de esta intrahistoria —diferencias en los modelos eclesiásticos— es tal que no podemos tocarla en este artículo, aun a pesar de haber estado presente desde el principio y hasta la detonación del conflicto, que es nuestro punto de inicio: 1640. Cataluña, como bien decíamos, se rebelaba, y Portugal no tardó en alzarse, aprovechando la movilización de tropas castellanas al linde noreste del reino aragonés. “En menudo berenjenal nos metió El Prudente”, debía de pensar Olivares en esos momentos, preocupado por impedir el colapso de Cataluña por las fuerzas francesas y no perder, al mismo tiempo, la fachada marítima portuguesa. Contener el levantamiento del país vecino propició un necesario reclutamiento de hombres, cuya repercusión se sintió especialmente en Galicia, lugar que, por entonces, acusaba una desguarnición alarmante y donde no resultó nada fácil hacer levas. No era este reino un lugar en el que históricamente se hubieran engrosado las filas de los ejércitos del rey por reclutamiento administrativo, al menos hasta los estertores del siglo XVI, momento en el cual sí se puede apuntar a una importante contribución de jóvenes que nutrieron tanto a los ejércitos de tierra como a las Armadas Imperiales. En cualquier caso, y no sin sudar, porque la resistencia a las levas fue tenaz en Compostela, el conde duque logró sacar adelante una movilización de 34.000 hombres, gracias al apoyo de la nobleza local para cubrir la defensa fronteriza durante los primeros años. En cambio, una vez el conflicto empezó a carburar —porque, de inicio, Portugal no contó con un ejército profesional— la política del valido pasó por concentrar esfuerzos en la frontera extremeña, o lo que es igual: forzar al país vecino a mantener el avispero en la parte medular de “La Raya”, como siempre se ha dado a conocer popularmente esa geografía. Con todo, numerosas partidas portuguesas de guerrilleros se vieron beneficiadas de esa decisión para asolar los márgenes gallegos del Miño y hacerse con un buen repertorio de puntos fortificados en la vera española. El caso es que las tropas asignadas a la defensa de Galicia, entre Santiago, Tuy y el bajo vientre orensano, a las órdenes del marqués de Valparaíso primero y Martín de Redín después, quedaron absurdamente en un plano de indefinición con el que hubieron de encarar golpes de mano constantes, siendo la toma de Salvatierra, en Pontevedra, el más significativo.

Felipe IV en Fraga, Diego de Velázquez (1644)
No sería hasta comienzos de los años cincuenta cuando en Galicia se comenzó a ver la contienda con mayor seriedad, gracias a las implicaciones que, previamente, tuvieron Agustín de Spinola y el marqués de Távara como nuevos gobernadores. ¿Su preocupación? Transformar el reino en un feudo competente desde el punto de vista militar. Lo intentaron, desde luego. Porque, siendo sinceros, muchos medios no tuvieron. Y, por qué no decirlo, tampoco en Madrid había ganas de enviarlos, ya que el trajín de Cataluña resultó ser un tsunami. A pesar de todo, gracias a ambos se reforzaron y construyeron fuertes que llegaron a las orillas de Vigo, como por ejemplo el recinto amurallado de O Castro. Y sin embargo, las operaciones de mayor calado nunca se movieron de Extremadura. Repetimos: era el teatro principal desde el que intentar doblegar la secesión, combatiendo hacia el Alentejo. El problema fue que aquello provocó fuertes protestas contra las levas sucesivas en el norte y, por ello, finalmente sólo unos pocos aristócratas de segunda fila e hidalgos entregados a la causa en pro de ascenso social se enrolaron en los destacamentos locales.

La recuperación de San Juan de Puerto Rico, de Eugenio Cajés (1634-1635)
Hasta que se firmó la paz, en 1668, Galicia aportó al conflicto más de doscientos mil hombres y dos mil trescientos caballos. Eso sin entrar en contribuciones netamente económicas, que también fueron cuantiosas. Por ejemplo, en 1648, a petición de la Corona, las juntas del reino discutieron un canon de 90.000 ducados para mantener a la caballería fronteriza. Apenas diez años más tarde se volvió a apremiar al gobernador para repetir una derrama semejante. Como se puede ver, no hubo respiro tributario y las cifras, desde luego, no son baladíes. Dineros que, irónicamente, fueron a robustecer puntos ofensivos fuera de las siete provincias de Galicia, lo que levantó siempre grandes susceptibilidades, al entender que las provincias fronterizas sufrían, como es obvio, las mayores penurias de la guerra y sus vecinos acusaban grandes gastos en relación con las fuerzas allí apostadas. Muchísimos de esos efectivos y varias compañías de caballería ni tan siquiera vieron el final de la guerra en su tierra, pues ante la constatación de lo inevitable, se vieron trasladados a un reñidero donde la Monarquía Española tenía aún mucho que decir: Flandes. A propósito: allí —no sabemos si con morriña o sin ella— se destacó con gallardía el Tercio de Valladares, la unidad que el marqués homónimo levantó con un millar de vigueses en 1643 para repeler las acometidas lusas. En fin, las cosas de Portugal y el verde galaico, lejos de entenderse, siempre acrecentaron el desatino de una guerra que desbordó los despachos de Madrid.


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