En su nueva novela, Marta Prieto cuenta en primera persona la historia de una mujer que arriesga su vida para salvarse de quien menos esperaba que quisiera acabar con ella. Una realidad que atraviesa la sociedad de parte a parte y que nos enfrenta a la oscuridad más profunda.
En este making of Marta Prieto cuenta cómo escribió Desearás estar bajo tierra (FCE).
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Cuando me encuentro en medio de un proyecto de escritura, leo. Leo mucho y de manera deliberada. He escuchado en numerosas ocasiones que hay personas que prefieren no leer mientras escriben para evitar una supuesta “contaminación” de sus propias ideas. Sin embargo, en mi caso, busco precisamente esa contaminación: leo con la intención de reciclar, de permitir que lo que encuentro en los libros dialogue y se filtre en lo que estoy creando. No es raro que, en este proceso, un libro termine desempeñando un papel fundamental en el texto en el que trabajo, aportando capas de significado y resonancias inesperadas.
En 2022, en plena promoción de La Ilustrísima, ya me encontraba escribiendo una novela cuya trama giraba en torno a un maestro que, pese a ser licenciado en Historia del Arte y estar realizando el doctorado, es asignado como profesor de inglés en un colegio concertado. En el proceso de documentación para ese personaje, di con una serie de santas mártires cristianas pintadas por Zurbarán. Lo más llamativo en esos lienzos era la suntuosidad y la variedad de las vestimentas. Cada santa portaba en su cuadro el instrumento de su tortura: santa Úrsula la flecha que le disparó Atila, santa Apolonia las tenazas con las que le extrajeron los dientes y santa Águeda, santa Águeda de Catania, que fue la que más llamó mi atención, sostenía una bandeja con sus pechos amputados. La expresión de la santa siciliana portando sus tetas arrancadas sobre una bandeja me resultó indignante por lo verosímil. Era una cara de “aquí no ha pasado nada, yo aguanto esto y más” que me remitió instantáneamente a un ensayo de Bárbara Ehrenreich titulado Sonríe o muere: la trampa del pensamiento positivo que había leído hacía tiempo y del que no me había vuelto a acordar, pero que en ese momento me vino con toda la fuerza. Y me dije: Así es. Esto es lo que se exige a las mujeres enfermas de cáncer. Que estén positivas. Que no se te note. Ponte la peluca. Píntate las cejas. Rellénate el sujetador para que nadie sepa que te falta una teta o las dos. Esto, pensé, ya nos viene impuesto desde antiguo. Ya nos representaban así, resignadas con nuestros martirios. Y durante unos días estuve enfrascada en la versión de la vida de santa Águeda que ofrece la hagiografía cristiana.
El primer recuerdo que tengo de lo que más tarde se convertiría en Desearás estar bajo tierra surgió de unos folios iniciales donde la propia santa Águeda relataba su historia, rechazando activamente la versión que la martiriología cristiana había construido sobre ella. El proceso creativo comenzó, entonces, a partir de esa necesidad de desafiar los relatos tradicionales y de buscar una voz auténtica para el personaje. Durante varios días, la investigación y la escritura se entrelazaron en una especie de diálogo constante con las fuentes hagiográficas. La santa de Catania, representada una y otra vez en los lienzos de Zurbarán y de otros maestros —siempre portando sobre una bandeja los pechos amputados como si se tratara de un simple atributo—, se convirtió en una obsesión y en un símbolo. Su expresión, de una serenidad indignante, evocaba una resignación antigua y una exigencia de normalidad ante el sufrimiento que la sociedad sigue imponiendo hoy en día, especialmente a las mujeres enfermas. A partir de ese gesto, el proyecto narrativo comenzó a tomar forma; la voz de santa Águeda se alzó no solo para contar su propia versión, sino para cuestionar la tradición y el mandato de la resignación femenina frente al dolor y la adversidad. Así, los primeros esbozos del texto se tejieron entre la investigación, la indignación y la voluntad de reescribir una historia heredada.
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Siempre me ha intrigado el funcionamiento de la mente humana, una inquietud que exploro tanto desde la ficción como desde el ensayo. Recuerdo el impacto que provocó en mí la lectura de un tratado de criminología, particularmente el capítulo dedicado a los psicópatas funcionales. El autor definía a estas personas como individuos que nunca llegan a asesinar, pero sí arruinan la vida de muchas, ejerciendo su influencia desde posiciones de poder: dirigentes políticos, grandes empresarios, banqueros. Nada sorprendente, pero lo que realmente me inquietó fue descubrir que entre estos perfiles también figuran numerosos médicos, sobre todo cirujanos.
Quienes nos sentimos atraídas por el lado oscuro de la condición humana estamos en constante búsqueda de personajes que se alejen del estereotipo repetido del asesino en serie que descuartiza cuerpos, casi siempre de jóvenes mujeres. Esta constante me resulta ya agotadora. Así, mientras seguía profundizando en la vida de santa Águeda, surgió la idea de un futuro personaje: un psicópata integrado, un cirujano, por ejemplo, cuya presencia quedó rondando en mi imaginario, esperando su momento.
Durante la escritura de Yo soy santa Águeda —título provisional del relato— me di cuenta de un patrón en las biografías de muchas santas del santoral cristiano: la mayoría son jóvenes hermosas que rechazan las proposiciones de un hombre mayor y poderoso, poco habituado a que lo rechacen, que luego se dedica a arruinar sus vidas. Esta observación se sumó a la idea del cirujano psicópata, ambas flotando como hilos narrativos mientras yo insistía en que la propia santa Águeda reclamara su derecho a contar su historia desde su propia voz.
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Tras el verano, durante una cena en casa de amistades, se comentó la noticia de un caso estremecedor: un hombre había sido arrestado por la muerte de su esposa, a la que desatendió hasta el punto de llevarla a un deterioro físico irreversible. La víctima, una mujer de cincuenta y siete años con un alto grado de dependencia, ingresó en el hospital en tal estado de abandono que falleció a las pocas horas. El hombre, sin ponerle una mano encima, la había matado. Durante la conversación, alguien reflexionó sobre la falta de atención que se presta a las mujeres en la medicina. Se mencionó cómo muchas enfermedades femeninas —dolor menstrual, fibromialgia, endometriosis— suelen ser minimizadas o tratadas superficialmente con ansiolíticos o antidepresivos, y cómo los estudios clínicos y la dosificación de medicamentos habitualmente se basan en parámetros masculinos, dejando de lado las particularidades de la experiencia femenina.
Este episodio motivó la idea de escribir sobre la invisibilidad y el maltrato hacia las mujeres en el ámbito médico y social. Era necesario exponer cómo existen múltiples formas de ser maltratada, minusvalorada o abusada y cómo esta realidad no responde a defectos individuales, sino a experiencias compartidas por muchas mujeres a lo largo de sus vidas. A partir de aquí, la figura del cirujano psicópata recuperó fuerza en el imaginario de mi proyecto narrativo.
Parecen anécdotas aisladas pero fueron estos primeros pasos los que permitieron que sucedieran los demás. Poco a poco, el relato fue poblando su propio territorio moral, en el que la frontera entre la compasión y la crueldad se desdibujaba. La voz de santa Águeda, ahora firme y presente, oscilaba entre el testimonio íntimo y la denuncia colectiva, desafiando la narrativa de la santidad pasiva y proponiendo una lectura subversiva del sufrimiento. Me preguntaba entonces si no habría, en la historia de la medicina, más mártires invisibles como ella, condenadas a la resignación y al silencio no por un mandato divino, sino por estructuras seculares de poder y negligencia.
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En septiembre de 2023, Netflix estrenó El gran cirujano del engaño, centrado en el controvertido doctor Paolo Macchiarini. Este cirujano italiano logró captar la atención de medios internacionales y de la comunidad médica con una propuesta revolucionaria: trasplantes de órganos sintéticos, específicamente una tráquea plástica envuelta en células madre, que prometía resolver enfermedades complejas y acabar con la espera por donantes compatibles. La promesa era tan poderosa que Macchiarini recibió aplausos y reconocimientos, presentándose como pionero de una nueva era en la medicina. Sin embargo, detrás de este aura de innovación surgían dudas sobre la verdadera eficacia de sus procedimientos. La mayoría de las personas que recibieron su revolucionario tratamiento fallecieron, un hecho que puso en evidencia el peligro de confiar ciegamente en figuras carismáticas que ejercen influencia desde posiciones de poder. La caída de Macchiarini se convirtió en una pieza clave para reflexionar sobre los mecanismos de poder, engaño y negligencia dentro del ámbito médico.
Este caso no fue una anécdota aislada, sino uno de los múltiples hilos que, de manera casi inconsciente, iban entrelazándose en mi escritura. Las historias de santas invisibilizadas, la figura inquietante del psicópata funcional y la omisión dañina en la medicina confluyeron en un mismo territorio creativo. Cuando las ideas se conectan con rapidez suele ser porque han estado gestándose en las profundidades de mi mente, aguardando el momento de emerger y articularse en palabras. Así, los elementos dispersos —el relato de la santa, la crítica al maltrato sistemático hacia las mujeres en el ámbito médico y el poder destructivo del cirujano psicópata— encontraron cohesión en la narración, dando forma a una indagación sobre los límites entre compasión y crueldad, y sobre el derecho de las personas a contar su propio dolor desde una perspectiva activa y transformadora.
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Ahí empecé a preguntarme de qué manera se construyen nuestros relatos: cómo a veces elegimos la distancia y otras veces necesitamos la cercanía absoluta, la inmersión en la experiencia ajena para poder comprenderla, o al menos rozarla. Así, el germen de la novela fue tomando forma ya no desde la historia de santa Águeda de Catania sino desde la de Ágata Solís, una mujer de nuestros días que también es martirizada: la violencia sutil, casi imperceptible, ejercida no a través de golpes, sino de omisiones, silencios y desinterés; la herida que no sangra, pero que marca igual o más. Quería explorar ese territorio ambiguo, fronterizo, donde la víctima duda de sí misma y el entorno tiende a mirar hacia otro lado. Sentía que necesitaba una estructura capaz de sostener esa complejidad, un modo de narrar en el que la experiencia individual se volviera eco de otras muchas.
De fondo, la pregunta sobre la memoria y la voz: ¿Quiénes cuentan nuestra historia cuando no podemos hablar? ¿Quién pone palabras al dolor cuando la herida es invisible? Todo esto me llevó a experimentar con puntos de vista, a recorrer caminos narrativos que me obligaron a adentrarme en la intimidad de los personajes, a escuchar no solo lo que decían, sino también lo que callaban.
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Dice Amos Oz en el discurso que pronuncia al recibir el Príncipe de Asturias que “la lectura de una novela es una invitación a visitar las casas de otras personas y a conocer sus estancias más íntimas. Si no eres más que un turista quizás tengas ocasión de detenerte en una calle, observar una vieja casa del barrio antiguo de la ciudad y ver a una mujer asomada a la ventana. Luego te darás la vuelta. Pero como lector no solo observas a la mujer que mira por la ventana, sino que estás con ella, dentro de su habitación e incluso dentro de su cabeza”.
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Subir a la casa del cirujano y ponerme a su lado, y ya no digo estar dentro de su cabeza, me resultó abominable. Yo no quería contribuir a crear un monstruo o un genio a la manera de Ted Bundy o Hannibal Lecter. Lo descarté y empecé a escribir desde la perspectiva de la enfermera del cirujano psicópata, de la instrumentista del quirófano, de la abogada y de la amiga, todas testigos de la historia de Ágata y su relación con el doctor Faisán. Pero me faltaba algo. Pensé que quizás el sufrimiento de la protagonista no se reflejaba como yo deseaba, pero no, no se trataba de eso. Comprendí que debía narrar desde la primera persona de Ágata para transmitir el verdadero impacto de la relación con un psicópata narcisista integrado. Yo no quería contar la historia de lo que el cirujano psicópata le hizo a Ágata. A veces, con la excusa de denunciar la violencia nos limitamos a reproducirla, en ocasiones de una forma que raya lo pornográfico, cayendo en otra manifestación de la misma, la violencia simbólica. No basta con señalar con el dedo el mal. Hay que indagar. Saber por qué. Buscar soluciones. Contar historias es desde el principio de los tiempos la manera que tenemos de entender el mundo. Yo creo que entender el mundo debe implicar un paso más. El compromiso es entenderlo para cambiarlo, para mejorarlo. Parto de mi idea de que la literatura debe ser intencional. A mí no me bastaba con mostrar otras formas de violencia mucho más invisibles y por lo tanto difíciles de probar. Necesitaba mostrar la forma en que se puede salir de ahí. Creo que la literatura está necesitada de denuncias sobre abusos, de mostrar violencias, de nombrarlas, pero aún más necesitada de finales “felices”. Comprendí que debía narrar desde la primera persona de Ágata para transmitir el verdadero impacto de la relación con un psicópata narcisista integrado, pero sobre todo el destrozo y devastación que causa en ella y también, y probablemente lo más importante, la capacidad de reconstrucción de una persona que ha sido tan dañada. Entre las secuelas que sufren las mujeres maltratadas, y en general todas las personas que sufren o han sufrido violencia, está la indefensión aprendida. Acaban convencidas de que, inmersas en esa situación, ya nunca podrán salir de ella, porque nunca podrá ser de otra manera. Si el relato del doctor Faisán terminara con la aniquilación de Ágata impactaría en el lector de una forma indeseable. Le mandaría el mensaje: No hay esperanza. Pese a las dificultades sí la hay. Puede haber una reconstrucción. En Desearás estar bajo tierra hay tres. La reconstrucción de la historia, la del cuerpo y la del futuro de una mujer.
Quizá por eso Ágata se me reveló al fin como la protagonista principal. No como mártir ni como heroína, sino como una persona común atrapada en la red invisible de un depredador exquisitamente disfrazado. Así surgió la voz que necesitaba: sin grandilocuencias, sin discursos de redención, solo la crudeza de alguien que, tras el primer deslumbramiento, descubre la trampa y empieza a contar —desde sus propias ruinas— el relato de una reconstrucción. Porque lo que me interesaba no era solo el durante sino el después, ese espacio ambiguo donde la culpa, el desconcierto y la vergüenza compiten con la rabia y la voluntad de comprender.
Decidí renunciar a la épica: lo sagrado a veces es sobrevivir y encontrar sentido en el dolor, aunque ese esfuerzo pase desapercibido.
Al final, los verdaderos monstruos se alimentan de lo que no se dice. Es en ese silencio donde decidí sumergirme, esperando que de ahí emergiera una historia honesta y necesaria.
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Autora: Marta Prieto. Título: Desearás estar bajo tierra. Editorial: FCE. Venta: Todos tus libros.


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