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Memorias de un traidor

Memorias de un traidor

Me llevó mucho trabajo personal comprender que traicionar es, en determinadas circunstancias, un acto ineludible para alcanzar la libertad. Quizá fue ese el peor desafío que debí enfrentar. ¿Cuáles son los límites de la lealtad? ¿Hasta dónde uno se debe a los demás? La traición espanta. Real o imaginaria, se trata de una acusación que invierte la carga de la prueba: el imputado es culpable hasta que demuestre lo contrario. La mirada de los otros se clava en la nuca, se arrastra como una pesada carga.

Dice Amos Oz: “Solo el que ama puede convertirse en traidor. Traición no es lo contrario de amor; es una de sus opciones. Traidor es quien cambia a ojos de aquellos que no pueden cambiar y no cambiarán, aquellos que odian cambiar y no pueden concebir el cambio, a pesar de que siempre quieran cambiarlo a uno. En otras palabras, traidor, a ojos del fanático, es cualquiera que cambia. Y es dura la elección entre convertirse en un fanático o en un traidor”.

"Yo era otro, pero, para los custodios del Bien debía ser el mismo. Hay límites que no debían pasarse"

Cuando, en 2015, me convocaron para ser secretario de Medios Públicos del gobierno que desplazó al peronismo del poder, se desató la ira de los dioses. Varias de las personas que, en 1976, habían creído honestamente que Videla era un general democrático se enfurecían ahora porque “uno de los nuestros” se había pasado a “territorio enemigo”.

Hay al menos dos paradojas que encierra esa afirmación. Treinta años después de mi emigración de aquella fuerza sectaria y fanática, algunos seguían midiendo mis acciones como si nada hubiera ocurrido en el medio. Yo era otro, pero, para los custodios del Bien —una masa propietaria de ciertos valores intangibles— debía ser el mismo. Hay “límites” que no debían pasarse. Podría haberme convertido en corrupto o en asesino serial; en cuyo caso es probable que hubiera merecido alguna exclamación de asombro; quizá de pesar. De hecho, varios millonarios inescrupulosos, dueños de fortunas inexplicables y políticos saltimbanquis, no sufrieron a lo largo de las últimas tres décadas censura alguna por parte de la gendarmería de lo políticamente correcto. Pero integrar un gobierno considerado como la perdición en estado puro era imperdonable. Yo había cruzado la línea.

"Se establecen así los crímenes considerados perdonables y los que no lo son, las desviaciones olvidables de las que no prescriben jamás, los prejuicios justificables y los pecados inadmisibles"

En las redes sociales quedaron registros de algunas envenenadas sentencias. Una de ellas —que llamó mi atención por su virulencia y porque provenía de alguien a quien ni siquiera recordaba— pedía lisa y llanamente mi ajusticiamiento: “Propongo que quien lo encuentre —refiriéndose a este modesto servidor— ‘lo cague a trompadas’ (sic)”. Otro, un exburócrata gris y de escasos recursos intelectuales —al menos hasta donde logro memorizarlo— había descubierto, súbitamente, que, en verdad, mis “desvíos” podían percibirse ya en los oscuros tiempos del Proceso, cuando —según sus pruebas, incontrastables— el que suscribe había sido en verdad un temeroso al borde del desquicio. El miedo es, para quienes poseen alta estima por sus propias leyendas, un valor altamente negativo. El cobarde no merece piedad. Debe ser ejecutado. En mi caso, retroactivamente. ¡Treinta años después!

La segunda paradoja es que —según se desprende de esta concepción— los códigos de la supuesta ética militante están sostenidos sobre un montículo de valores fungibles, que solo pueden cambiarse por otros —sin perder su esencia— si así los acepta la moda o el statu quo vigente. Existe un tribunal inorgánico (un consenso tácito) que basa sus decisiones sobre reglas de carácter consuetudinario, que va fijando los sentidos y la gradación de esas faltas, trasgresiones y delitos. Se establecen así los crímenes considerados perdonables y los que no lo son, las desviaciones olvidables de las que no prescriben jamás, los prejuicios justificables y los pecados inadmisibles. Si el Che Guevara fue homofóbico lo fue en determinado contexto histórico. Los crímenes de Stalin no son equiparables a los de Hitler. Si el PC apoyó a la dictadura fue “un error”. Que Perón era nazi y anti-comunista es materia discutible.

Es el reino de la subjetividad sin atenuantes.

"La presunción de codicia es otra de las acusaciones preferidas de los justicieros del Bien. Con esa coartada se evita surcar el incómodo territorio de las ideas y se acorrala al disidente en un lodazal"

Acepté ser funcionario de un gobierno elegido por la voluntad popular. Mantuve un comportamiento ético, intenté ser fiel a mis convicciones, no hice seguidismo. No me pidie­ron que “me convirtiera”, ni me convertí. Pero, al momento de aceptar el cargo, el comité de los probos determinó que me había transformado en un miserable traidor al servicio de espurios intereses. “La última vez que lo vi andaba con problemas económicos”, escribió en Facebook una señora de buen pasar que había compartido conmigo las visitas a los cuarteles para saludar a “los militares patriotas” que acababan de ocupar las Islas Malvinas en 1982. “Antes lo solía encontrar en colectivos y subtes; se nota que le fue bien porque ahora no lo veo más”, disparó a su vez —dueño de un asombroso dominio del sarcasmo— el líder de una pequeña facción supérstite de la Tercera Internacional. La presunción de codicia es otra de las acusaciones preferidas de los justicieros del Bien. Con esa coartada se evita surcar el incómodo territorio de las ideas y se acorrala al disidente en un lodazal. Otra antigua confusión de los elegidos: no se puede ser “reaccionario” y honesto al mismo tiempo, pero sí —vale la pena recordarlo— deshonesto y progre.

Ante los prejuicios no hay defensa posible. Se trata de un mecanismo de auto protección. De nuevo: creencia mata razón.

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Autor: Jorge Sigal. Título: El día que maté a mi padre. Prólogo: Jorge Fernández Díaz. Editorial: Libros del Zorzal. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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