Inicio > Blogs > Apuntes victorianos > Miguel Barrero, escritor: “La bandera de España debería tener en el centro la Riña a garrotazos de Goya»

Miguel Barrero, escritor: “La bandera de España debería tener en el centro la Riña a garrotazos de Goya»

Miguel Barrero, escritor: “La bandera de España debería tener en el centro la Riña a garrotazos de Goya»

Fotografías: ©Victoria R. Ramos.

No es ensayo, ni es libro de viajes, ni novela al uso, ni metanovela, ni thriller, ni realidad o ficción absoluta, ni leyenda, ni historia… Lo que Miguel Barrero (1980) escribe es un poco de todo ello. Su último libro, El rinoceronte y el poeta (Alianza editorial) es un paseo por la historia de Portugal —un pueblo adormecido en la eterna espera de un mesías—, una disertación sobre el valor de los sueños y las palabras, una literatura en pleno proceso de reflexión sobre sí misma, sobre su función y su valor. Barrero canta a la cultura en cada línea, a la cultura como elemento cotidiano que conforma parte de la esencia de lo que somos, de lo que son los lugares que nos marcan y las cicatrices que la Historia va dejando en ellos.

Al final, lo que importa en esta historia, no es el cómo, ni el por qué, es el camino. En este caso, quizás, ni siquiera importa tanto el quién, tan presente en el resto de sus libros, porque la identidad que se busca en estas páginas no es individual, sino colectiva. Esa que se ve definida y marcada indeleblemente por las construcciones culturales de cada momento. Esas que pasan desapercibidas entre las oscilaciones de la Bolsa, la evolución de la industria y las disputas territoriales.

El autor asturiano, de párrafo largo y pausado, estilo contemplativo, diálogo camuflado y reflexión existencialista, construye una historia sin acción que no es sino un paseo por Lisboa desde la mente de un hombre culto y gris, el profesor Espinosa, un humanista experto en Pessoa. En sus pensamientos solitarios hay más preguntas que respuestas, no en vano sus pasos errantes esconden una constante búsqueda del yo, de la identidad, de divagación en busca del sentido de la existencia o, al menos, del sentido de algo.

Todo comenzó con un viaje. Miguel se fue a Portugal y en la torre de Belém descubrió la historia de un rinoceronte que llegó a Lisboa en 1515, como lujoso regalo para un rey. En una librería de Oporto, un libro de Pessoa, Mensagem, el único publicado en vida y con su nombre, llegó a sus manos. Pessoa, un hombre gris y rutinario con una obra ingente por descubrir, osa ya en sus primeras páginas enarbolar un auténtico manifiesto en el que pretende, siguiendo un minucioso plan de obra que no conocemos, resucitar aquel rico reino lusitano no ya surcando los mares con Vasco da Gama, sino a través de una revolución intelectual que reviviese el viejo mito del sebastianismo.

El rinoceronte de la cultura despertando al Rey Durmiente. Dibujos de Durero, Camões, las coplas de Bandarra, un Quinto Imperio que no se basase en la expansión territorial o la economía, sino en la Cultura… Las armas del imperio portugués anunciado en el siglo XVII no serían la fuerza y la espada, sino el ingenio y el arte. Portugal mira el presente y el futuro aguardando una quimera imposible, afirma el autor. “Necesita consolidarse en sus propios mitos para sobrellevar la frustración de no haber sabido engendrar una realidad sólida. Los mitos, como vemos, importan, y Sebastián I el Deseado duerme. Así, a caballo entre el sueño y la frustración, conocemos un Portugal que no es sino un sueño eterno, nunca cristalizado, siempre pospuesto. Así descubrimos la Lisboa de la siempre envidiada Revolución de los Claveles.

Portugal, sentimos hacer spoiler, aún espera. Miguel Barrero une ambos símbolos, el del esplendor del imperio y el literario, pero Pessoa muere joven, sin publicar esa obra equivalente a la de toda una generación —bajo 72 heterónimos, cada cual con su biografía y sus inquietudes literarias—. El rinoceronte murió ahogado. Lisboa ardió aunque Aute le cantara en verso. El pobre profesor Espinosa no tendrá un final épico. Hay poco espacio para la épica en la vida diaria, en los libros de Barrero, en sus personajes grises y complejos. Pessoa, el rinoceronte y Espinosa no son sino seres desplazados, atrapados en un mundo en el que se sienten extraños, fuera de contexto entre tanta mediocridad. La cultura es un rinoceronte.

El periodista y escritor asturiano ha publicado ocho libros en apenas una docena de años —las novelas Espejo (premio Asturias Joven, 2005), La vuelta a casa (KRK, 2007), Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner, 2008), La existencia de Dios (Trea, 2012) y Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado, 2012)—. También ha escrito el libro de viajes Las tierras del fin del mundo (Trea, 2016) y La tinta del calamar (Trea, 2016), con la que obtuvo en julio de 2017 el premio Rodolfo Walsh. En la actualidad colabora con varios medios de comunicación, manteniendo en esta misma casa el blog Siempre de paso.

Miguel Barrero visita la capital en una contrarreloj que no se deja traslucir en sus gestos de hombre tranquilo. Ha de asistir a una reunión en apenas una hora, Barcelona le espera para el premio Biblioteca Breve y un viaje relámpago a Collioure asoma en el horizonte. Sin embargo, en esta mañana fría, al escritor sólo parece preocuparle la triste escasez de cafeterías de las de toda la vida en pleno epicentro comercial de la calle Princesa. Afortunadamente, el Centro Cultural Conde Duque ejerce de refugio y nos abre sus puertas para charlar de poetas y viajes, de sus primeros años en Mieres, de su amor por los trenes y su fobia a los aviones.

 

—El rinoceronte y el poeta es un homenaje a Portugal, a Lisboa, a Pessoa, al Quinto Imperio, el Salazarismo, la revolución de los claveles… Portugal es un gran sueño, un país niño… Hablas de un lugar sometido a la incertidumbre de su propio ser o no ser” y de su capacidad de creer en su propio destino incierto. De una identidad construida en torno a una quimera porque mientras podamos soñar nunca estaremos solos ni podremos sentirnos fracasados”. Sé que hablas de Lisboa, Pessoa y Portugal. Pero a ratos me pregunto si hablas de cualquiera de nosotros.

—Podría ser, aunque no es algo que tuviera en la cabeza. Lo que me interesaba era el modo en que Portugal, cuando ve fracasadas sus aspiraciones y su soberanía, opta por entregarse a una fabulación con tal de no caer en el victimismo o la desesperanza. Lo comparaba con un niño porque es en la infancia cuando uno suele ser más propenso a refugiarse en fantasías que le eviten el mal trago de confrontar la realidad con toda su crudeza, aunque es verdad que también se da esa práctica en la edad adulta, si no siempre, sí más a menudo de lo que estamos dispuestos a reconocer.

"Portugal, cuando ve fracasadas sus aspiraciones y su soberanía, opta por entregarse a una fabulación con tal de no caer en el victimismo o la desesperanza."

—Hay un tema omnipresente en tu obra: la identidad. La del individuo y la de los lugares.

—Y creo que en más aspectos, o al menos entrecruzando esos aspectos con otras variables. Durante mucho tiempo fui incapaz de encontrar una conexión entre mis libros, no tenía muy clara la relación entre unos y otros, y sólo a medida que fui ganando perspectiva me di cuenta de que el tema de la identidad estaba siendo una constante en mi obra. No de un modo premeditado, porque yo no tengo trazada una hoja de ruta ni dispongo de nada que se parezca a un programa narrativo, pero sí era un tema que se colaba en todo lo que escribía. No es tan raro, sospecho, porque en última instancia todos escribimos de nosotros mismos y la relación que mantenemos con lo que nos rodea, o con las cuestiones que nos interesan. En mis libros he explorado la identidad de los lugares, como tú bien dices, y la del individuo, desde el punto de vista del propio individuo pero también desde la relación que mantenemos con los lugares en los que vivimos o por los que pasamos. Pero también se ha rondado el concepto de identidad desde otras perspectivas como la histórica, la generacional, la política… Es un tema fascinante, porque nunca vamos a estar seguros de quiénes somos realmente.

—»La memoria es tramposa por definición»… «No existe nada que termine siendo exactamente igual a como se recuerda»…  «La memoria a veces es una extraña forma de aplazamiento del deseo, de suplantació «Hay cosas que uno siempre acaba olvidando… al mismo tiempo que suceden». Es un tema recurrente. Todos buscamos una historia, un relato que nos explique quién o qué somos. ¿Usamos la narrativa de la misma forma que la memoria, para construir nuestra identidad?

—Supongo que sí. Construir una identidad propia equivale a encontrar un lugar en el mundo, a dominar algunas claves que permitan comprender o interpretar la realidad. La realidad es una cosa muy caótica y es imposible controlarla, ni siquiera se rige por parámetros lógicos ni tiene por qué atender a relaciones entre causa y efecto. La narrativa y la memoria no dejan de ser la formulación de nuestro propio discurso narrativo, de un relato que nos explica, al menos ante nosotros mismos, y que permite ordenar el mundo y tratar de conferir un sentido a las cosas que aparentemente no lo tienen.

"Construir una identidad propia equivale a encontrar un lugar en el mundo, a dominar algunas claves que permitan comprender o interpretar la realidad"

—Tratas los lugares como personajes. Una Lisboa amada que no muestra sus encantos al recién llegado, pero es una Ítaca para Pessoa. Un paisaje modelado por la literatura, la historia, la ideología. Existen las ciudades que vive cada uno, las que crean los autores (París, Londres, Barcelona, Buenos Aires…), y las de tu propia biografía, real o literaria: el Mieres en el que te cuesta reconocerte en La existencia de Dios, el Gijón de las juergas y los veranos luminosos, Zamora, Salamanca, Collioure…

—Tienes razón, pero fíjate… Yo no había reparado en ello hasta que hace bien poco un amigo de los más antiguos que conservo y que conoce bien mi obra, hasta el punto de que aparece como personaje en una de mis novelas, me vino a decir esto mismo que me dices tú ahora: que en mis libros los lugares siempre imponían una presencia muy fuerte, y que los personajes aparecían en ellos medio difuminados, en ocasiones hasta sometidos a los designios o las imposiciones del espacio. Bueno, hablábamos de la identidad y es innegable que los lugares la tienen, y que la identidad de un lugar termina influyendo sobre la visión del mundo que adquieren quienes viven o se manejan habitualmente en él. Hay un tercer componente del que acabamos de hablar, que es la memoria, y que también influye mucho en la percepción de los lugares, sobre todo cuando éstos se abandonan y sólo se pueden recuperar mediante la evocación de los pasos perdidos. Quizá porque he vivido en unas cuantas ciudades a lo largo de mi vida, quizá porque uno termina descubriendo que lo que añora, cuando añora, no son tanto los lugares como lo que esos lugares fueron mientras él los habitó, haya sido esa cuestión tan importante en buena parte de mis libros.

"Uno termina descubriendo que lo que añora, cuando añora, no son tanto los lugares como lo que esos lugares fueron mientras él los habitó"

—Para mí, el rinoceronte es una especie de emblema personal en el que cristalizan referentes que van del esperpento de Valle-Inclán al absurdo de Ionesco. No deja de ser una criatura extraña y fuera de lugar, que fascina o incomoda. En el tuyo, ¿qué une al poeta y al rinoceronte?

—Al rinoceronte y al poeta, que es Pessoa, les une el hecho de que, cada uno a su manera, ambos fueron especies exóticas en medio de un mundo que no les comprendía. Hay que tener en cuenta que, cuando mi rinoceronte llega a Lisboa, no se había visto jamás a un animal de ese tipo en Europa. Del mismo modo, cuando Pessoa desembarca en la capital portuguesa después de su estancia en Urban, en Sudáfrica, ya no es el mismo que había partido de allí unos años antes. Venía con una formación adquirida, con unas inquietudes literarias, traía en el equipaje a sus primeros heterónimos… Comenzó a ver el mundo con los ojos de la extrañeza que luego trasladó a sus libros.

—Ese rinoceronte es también un símbolo del nexo entre España y Portugal. El primero llegó a Lisboa, el segundo a Madrid (la calle de la Abada lo recuerda).

—La historia del rinoceronte es muy llamativa ahora, pero en aquellos tiempos en los que se estaba cartografiando el mundo era bastante habitual que los navegantes llevaran a la metrópoli, o a sus lugares de origen, ejemplares de la flora y la fauna de los enclaves a los que habían llegado con sus barcos. Hay al menos un par de iglesias en Castilla en las que se custodian cocodrilos disecados, y en una iglesia de Zamora se exhibía una serpiente que alguien había traído del otro lado del océano.

—Pese a lo que hay en común, cuentas cómo un país apostaba por lo que hombres como Vasco da Gama traían de los mares, y el otro seguía aferrado al fanatismo, obviando “la palabra y el progreso a favor de la espada. Y te preguntas cómo congeniar el ánimo de dos naciones cuando una se construye de cara al océano y otra sólo es capaz de indagar en sus raíces tierra adentro.

—A mí me molesta mucho ese aire de superioridad con que nos referimos muchas veces en España a nuestros vecinos portugueses, sobre todo porque Portugal nos ha dado varias lecciones importantes a lo largo de su historia. En la época en la que el rinoceronte llegó a Lisboa, funcionaba al sur del país la Escuela de Navegación de Sagres, que fue uno de los focos intelectuales más importantes del mundo en lo que se refiere a las ciencias marítimas, y de donde salieron marinos cuyo papel sería crucial, entre ellos Cristóbal Colón, de cuyos conocimientos se beneficiaron luego en España los Reyes Católicos. Pero no es el único caso: en Portugal tuvo lugar la Revolución de los Claveles, en mi opinión la única verdaderamente triunfante de todo el siglo XX, que terminó con una larga dictadura mientras aquí, al otro lado de la frontera, miraban cómo Franco agonizaba dulcemente. Ahora mismo Portugal está demostrando que era posible encontrar una salida de la crisis sin rendirse por completo a las políticas neoliberales que se dictaban desde Bruselas y Berlín.

"Portugal está demostrando que era posible encontrar una salida de la crisis sin rendirse por completo a las políticas neoliberales que se dictaban desde Bruselas y Berlín"

—Otra constante es la defensa de la historia, de la falsa importancia de ciertas líneas trazadas como límite. Has afirmado: «Soy partidario de eliminar fronteras más que de crearlas».

—Es una frase utópica de cuya imposibilidad soy muy consciente, pero que responde a la convicción de que nadie es más que nadie. En ningún sentido, pero mucho menos en lo que se refiere al lugar de procedencia.

—Escribes sobre lo que lees, las ciudades que transitas, tus recuerdos… No en vano, tu blog en Zenda se llama Siempre de paso. ¿Podría decirse que tratas la literatura a modo de geografía íntima?

—Respecto al título, Siempre de paso, proviene de un verso de Luis Eduardo Aute, con el que pasé un par de días estupendos en Gijón unos pocos meses antes de abrir el blog y que en el momento en que empecé a escribir en Zenda atravesaba un momento de salud bastante delicado. Había un pequeño guiño por ese lado, pero por otra parte también había una intención de desmarcarme de un criterio único: quería escribir cada semana de lo que me apeteciese, sin tener que ceñirme a reseñas literarias o comentarios de novedades o cualquier otro tema; me apetecía ir de una cosa a otra, y pensé que estaba bien advertirlo desde el encabezamiento. Y sí, la literatura acaba por trazar siempre una geografía íntima. Los libros que leemos terminan formando parte de nuestra vida, en igual medida que los viajes que hacemos o las ciudades que habitamos.

"La literatura acaba por trazar siempre una geografía íntima. Los libros que leemos terminan formando parte de nuestra vida, en igual medida que los viajes que hacemos o las ciudades que habitamos."

—Espinosa hace gala de esa sensación de amor/odio hacia su tierra, de una sensación de desarraigo que convive con el no poder o no querer marcharse.

—Espinosa querría ser quien no es, pero no puede serlo porque le falta valor para intentarlo. En el fondo, creo que es algo que nos pasa a casi todos. No sé si ese amor/odio es una cosa intrínsecamente española o también se da en otros lugares, imagino que algo habrá. Contra lo que se rebela Espinosa, y con razón, es contra ese chovinismo que sólo capta maravillas en lo propio y percibe defectos en lo ajeno.

—Es también un hombre de conducta recta y moral intachable que, sin embargo, evitaba actuar como inquisidor de las actitudes ajenas y permanecía fiel a esa máxima que pocos respetan y que asegura que, para estar en paz con uno mismo, lo más sano y recomendable es dejar en paz a los demás. Esto hoy suena hasta extraño con el efecto de las redes sociales.

—Es fácil dejar en paz a los demás. Es más difícil es que los demás te dejen en paz a ti [risas]. Lo de las redes sociales es gracioso: empezaron siendo una manera de mantener un contacto más directo con la familia y los amigos, y muchas veces recuperar amistades que se habían ido quedando desperdigadas por el mundo, y han terminado siendo un escaparate donde todos exhibimos el plumaje y sentamos cátedra y aireamos nuestras vidas y damos nuestra opinión constantemente, sin que nadie nos la pida y sin que probablemente nuestra opinión sea gran cosa. A mí me gusta bajar al barro de vez en cuando, pero también paso temporadas en las que procuro alejarme lo más posible del barullo general.

—El rinoceronte y el poeta termina con un personaje paseando por un cementerio. Como tú, en muchos de tus artículos. ¿Qué tienen que nos resulta tan atrayente?

—Nos resultan atrayentes a algunos, a otros les espantan bastante. Mi amigo el escritor José María Pérez Álvarez es también un gran visitante de cementerios y a veces bromeamos con el tema. Puede que despierten no sé si morbo o curiosidad por el mero hecho de saber que todos vamos a acabar antes o después en uno de ellos. Yo sólo visito de manera aplicada los cementerios en donde hay muertos que por unas razones u otras se merecen mi respeto. Cuando visité el cementerio de Mondoñedo, en Lugo, descubrí que en su parte delantera habían puesto una especie de parque infantil, con columpios y todo eso, sin apenas separación respecto a las tumbas. Pensé que Álvaro Cunqueiro, que es uno de sus moradores más ilustres, debía de encontrarse muy a gusto allí.

—Hay un cierto poso de tristeza, de melancolía en tu obra. O al menos es lo que yo percibo.

—Puede ser. Creo que por todos mis libros planea, en mayor o menor medida, la sospecha de que en el momento de la verdad todos estamos solos.

"Creo que por todos mis libros planea, en mayor o menor medida, la sospecha de que en el momento de la verdad todos estamos solos"

—¿«Quizá la  verdadera labor de un intelectual consista en cuestionarlo todo»?

—Absolutamente. Incluso, o de manera muy principal, aquello con lo que uno se identifica o cree que está conforme. No creo que existan las verdades absolutas, ni que una cosa sea razón sólo porque la haya dicho alguien que, en teoría, es de los nuestros. Estamos en un tiempo en el que todo el mundo tiene una prisa terrible por posicionarse, cavar su trinchera y empezar a disparar contra los que él mismo sitúa enfrente, y no veo que eso nos esté conduciendo a ningún sitio que merezca la pena.

—»Es de los creadores de quienes más hay que desconfiar, puesto que siempre trabajan con mentiras materia prima de la belleza; la realidad no da para tanto, es demasiado gris, opaca, sucia, como para que a partir de ella se pueda manifestar lo sublime. El autor es, por definición, un tramposo. Dante, Cervantes, Borges… emplearon ese juego de memoria, realidad, imaginación, mentiras, medias verdades, exageraciones, metaliteratura, etc. Y sin embargo parece que siempre nos resulta algo novedoso al leerlo, ¿no?

—Bueno, pero es que la literatura tampoco ha cambiado mucho. Los grandes temas y las fórmulas para tratarlos llevan ya varios siglos ahí. Pocas novelas hay tan modernas como El Quijote, o como el Tristram Shandy, por no mencionar ya el Ulises, y mira si no ha llovido desde que se publicaron. Lo relevante es el modo en que cada autor aprovecha esos temas y esas fórmulas para verter una mirada, que al ser la suya es forzosamente única, sobre su propio tiempo.

—Sin embargo, en tus novelas abundan las zonas de grises, de sombras, zonas fronterizas, que diría José Luis Sampedro. El mismo Pessoa encarnó una vida aparentemente gris y anodina, dejando luego esa obra poliédrica.

—Me gusta jugar con los géneros, contraerlos o expandirlos, pero no en función de un capricho, sino dependiendo de los retos que me plantee aquello que quiero contar. Hay quienes dicen que Camposanto en Collioure no es una novela, sino un ensayo, y quienes afirman que La tinta del calamar no es un ensayo, sino una novela. Puede que tengan razón, pero tampoco lo considero tan importante, ni significa que desprecie las obras que se ciñen a las reglas más canónicas de un género concreto. Ni la literatura es una ciencia exacta ni hay por qué alinearse en bando alguno. Cada escritor debe ser libre para hacer con su obra lo que quiera. Su único compromiso ineludible ha de tener como objeto la propia escritura.

"Los nacionalismos nunca han tenido su base en cuestiones lingüísticas, sino económicas. Luego elaboran un discurso identitario en el que la lengua entra en juego y con el que puede que una parte de la sociedad comulgue, pero no es el factor determinante. En el guiso ideológico nacionalista el ingrediente fundamental es el dinero. La lengua es como el perejil: da sabor, pero no es prioritaria"

—»La única patria imperecedera es la propia lengua», no disponer de ella es el exilio definitivo, la sensación de que te han echado de casa (Camposanto en Collioure). Hace unos días afirmabas que es el nacionalismo el que enarbola la lengua, no la lengua la que engendra el nacionalismo.

—Las lenguas son una herramienta de comunicación y, como tal, crean vínculos entre personas que no necesariamente tienen que pertenecer a un mismo territorio. No sólo no aíslan, sino que tienden puentes. Si al otro lado del Atlántico no hubiese unos cuantos países que emplean el español, seguramente no sentiríamos la misma conexión sentimental hacia México, Chile o Argentina. En Galicia hay una relación muy fluida con Portugal que no tiene que ver tanto con la proximidad geográfica como con el hecho de compartir variantes de un mismo idioma. Con toda esta historia de Cataluña hay quienes han puesto las lenguas en primer plano, como si fueran ellas las responsables de las veleidades independentistas o soberanistas o como quieras llamarlas. Los nacionalismos nunca han tenido su base en cuestiones lingüísticas, sino económicas. Luego elaboran a partir de ahí un discurso identitario en el que la lengua entra en juego y con el que puede que una parte de la sociedad comulgue, pero no es en ningún caso el factor determinante. En el guiso ideológico nacionalista el ingrediente fundamental es el dinero. La lengua es como el perejil: da sabor, pero no es prioritaria.

—Tu literatura destaca por poseer una sensibilidad especial, un saber unir el yo y sus lugares —lo íntimo—, con lo universal, con un tono a caballo entre lo personal, la crónica —real o ficticia de lo que somos por lo que fuimos—, o el ensayo. Por unir la memoria histórica con la individual, ¿le escribes a tu mundo personal?

—Sí. Yo creo en la importancia del pasado. Lo que fuimos explica lo que somos, y puede permitirnos entrever lo que seremos, o lo que podemos llegar a ser, para bien y para mal.

"Lo que fuimos explica lo que somos, y puede permitirnos entrever lo que seremos, o lo que podemos llegar a ser, para bien y para mal."

—Destaca la escasez de diálogos, que además se camuflan, construidos a base de comas en lugar de guiones, perfectamente integrados en esos párrafos largos que te caracterizan. Es una forma muy personal de escribir.

—Son decisiones que he ido tomando en cada libro y que responden a pretensiones diferentes. En Camposanto en Collioure era una forma de matizar que los diálogos, muy pocos, no podían entenderse como algo total o parcialmente ajeno al discurso. En Las tierras del fin del mundo tenía que ver con reforzar el carácter diarístico que tenía el libro: era la historia muy personal de una caminata hacia Santiago, un relato en el que todo, el paisaje, el pensamiento, las palabras, se iba sucediendo de manera continua, casi como los pasos que iba dando hacia Compostela. En El rinoceronte y el poeta había una motivación puramente lingüística. Quería que, de algún modo, el estilo de la novela imitara la cadencia del habla portuguesa, ese discurrir tranquilo, como si cada página fuera un río por el que navegasen las palabras.

******

Si el gran tema que recorre la obra del autor afincado en Gijón es la identidad, lo cierto es que es Camposanto en Collioure la que más semejanzas guarda con la más reciente, tal vez por esa unión inextricable entre poetas y lugares, por la obvia reivindicación del valor de la literatura, por la identidad de los lugares, su historia y quiénes somos en ellos, del viaje y el viajero, por las trampas de la memoria…

—Hablas de la heroicidad como una cosa minúscula, breve, extraña y anónima. Todos somos héroes al menos una vez, pero sin testigos. Como quienes vaciaron El Prado al ver que Madrid caía. Citas como ejemplos a Garcilaso, Unamuno y García Márquez, pero también a ese muchacho que decide enrolarse en La Hispaniola.

—Todos cometemos heroicidades en la vida. A veces son heroicidades que resultan pequeñas a ojos de los demás, pero que son importantes para nosotros. También puede ocurrir que lo que nosotros entendemos como una heroicidad no se lo parezca a otros. Dicen que un héroe es aquella persona que se atreve a decir “no” cuando todos los demás dicen “sí”. Creo que todo el mundo se ha visto más de una vez en esa tesitura.

—En tu obra los trenes son una constante, a modo de metáfora de la propia vida y sus viajes. Con su traqueteo y sus incertidumbres.

—Me gustan mucho los trenes por una cuestión muy prosaica: es el único medio de transporte en el que soy capaz de leer y escribir. Pero sí, cualquier viaje es en el fondo una metáfora de la vida, igual que cualquier libro es en el fondo una metáfora de un viaje.

"Cualquier viaje es en el fondo una metáfora de la vida, igual que cualquier libro es en el fondo una metáfora de un viaje."

—Alonso Quijano está presente en La existencia de Dios y también en Camposanto en Collioure. ¿Encarna de forma universal esa figura derrotada que trata de conservar la dignidad en la derrota, en la incertidumbre?

—Yo creo que sí. He leído El Quijote tres veces y siempre me conmueve el final del libro, esa derrota en la playa de Barcelona y esa integridad a la hora de asumir que uno ha fracasado y que lo que toca a partir de ahora es quedarse al margen. Es posible que se arreglasen unos cuantos problemas de este país nuestro si consiguiéramos que El Quijote fuera más leído que citado.

—Aseguras que “hay lugares que se incorporan a nuestro imaginario mucho antes de que los conozcamos”. Dices que Collioure te recordó a las entrañas de Castilla y su quietud anestésica ¿Por qué seguimos sintiendo la necesidad de ir a Collioure?

—La primera vez que estuve en el cementerio de Collioure tuve una sensación extraña. Era triste, pero a la vez reconfortante. Quizá tenga que ver con esa actitud quijotesca de asumir el fracaso, pero también con el hecho de saber que quedan lugares donde hacer un guiño a esas convicciones legítimas y defendibles que a la hora de la verdad fracasaron, pero de las que todavía no hemos desertado.

—“En Collioure yace una idea de España, tiene algo de «viaje iniciático, de reivindicación y de acto de justicia». Que Machado repose allí da sentido a «las raíces de un tiempo que fue cruel con las víctimas y complaciente con los verdugos… que desterró a los despojados mientras auxiliaba y daba cobijo a los bandidos». ¿Somos herederos en parte de ese “orden”, aún pagamos en parte las consecuencias de esa Transición, la falta de esa epopeya colectiva que fue la Revolución de los Claveles?

—España aún no ha resuelto su pasado, pero no creo que la culpa esté en la Transición. La Transición no fue perfecta, pero seguramente tampoco se pudo hacer de otra manera. Ahora oyes hablar a determinada gente y parece que aquello consistió en que la izquierda y la derecha se sentaron a una mesa en la que la derecha dijo “¿qué queréis?” y la izquierda respondió “nada, lo que mejor os venga”. No fue así. Se suele olvidar que la inmensa mayoría de la derecha renegaba de la democracia porque se encontraba muy a gusto en el franquismo, que su vocación principal era la de encontrar una forma de prolongar el régimen, y que sólo con unos cuantos encajes de bolillos se consiguieron ir dando pasos muy pequeños y muy medidos, a menudo asumiendo riesgos importantes. ¿Fue satisfactorio? Evidentemente no, o no para todos. ¿Fue un cambio modélico? Posiblemente sí en aquel momento, dadas las circunstancias. El problema estuvo en esa sacralización posterior que evitó cuestionar la Transición o recortar los flecos que dejó pendientes. Que en aquel momento se obviara la condena del franquismo, o el tema de las fosas comunes, era comprensible porque cualquier chispa podía provocar un incendio de consecuencias imprevisibles. Que eso no se hiciera después, que no se fuera entablando un debate que desde el sentido común y la comprensión fuese resolviendo esa asignatura pendiente, tiene menos disculpa. Zapatero hizo una Ley de Memoria Histórica en la que había buena voluntad, pero poca concreción. La generación de nuestros padres creyó que con la llegada de la democracia quedaba todo hecho y, como le leí una vez a Javier Cercas, se desentendió de los asuntos públicos para ocuparse de sus asuntos privados. No es un reproche, porque en cierto modo es comprensible, pero sí una constatación. Nuestra propia generación se desentendió de la política hasta hace bien poco. Hablo en general, ¿eh? Siempre hubo excepciones, y gente que se comprometió todo lo que pudo, y que alzó la voz cuando había que alzarla y señaló aspectos que había que señalar, pero mi percepción es que la tónica dominante era ésa. Yo recuerdo que, durante las concentraciones del 15-M, vi a gente de mi edad, y mayor, que estaba descubriendo en esos días que existía una cosa que se llamaba Ley d’Hondt. Me pareció algo sintomático de hasta qué punto nos habíamos desentendido de lo que atañe al espacio público. Sólo cuando las cosas empezaron a torcerse nos dimos cuenta de que la política no se hacía en los parlamentos, sino que todos los aspectos de la vida, incluso los que parecen más banales, forman parte de la política.

"Sólo cuando las cosas empezaron a torcerse nos dimos cuenta de que la política no se hacía en los parlamentos, sino que todos los aspectos de la vida, incluso los que parecen más banales, forman parte de la política."

—A tenor de unas líneas de un artículo tuyo publicado en El Comercio sobre Collioure, ¿realmente lamentas no creer en nada, no tener a nadie a quien rezar?

—Todos tenemos miedo a morir, pero supongo que quienes tienen fe tienen menos miedo, o al menos disponen de una herramienta con la que amortiguarlo. La fe reconforta y da esperanza y consuelo. Las religiones no dejan de ser una gran narración urdida en el sentido al que nos referíamos antes: intentan poner orden donde no lo hay, conferir una lógica a lo que no la tiene. Las novelas proponen un pacto de verosimilitud, dejan que sea el lector quien decide hasta qué punto se las cree o no, mientras que las religiones se presentan como algo cierto e indiscutible, y eso puede generar dudas o agrietar determinadas conciencias. Hay una anécdota que le leí a no sé quién y que me hizo siempre mucha gracia. Hablaba de un cura asturiano que describía la pasión de Cristo con tanto fervor y tanta vehemencia que dos mujeres que asistían a la misa en primera fila empezaron a llorar. El cura, cuando se dio cuenta, detuvo el relato y les dijo: Pero señoras, no lloren, que todo esto pasó hace mucho tiempo y a lo mejor ni siquiera fue verdad.

—“Los lugares guardan siempre una remota y lejana memoria de los lugares que fueron, de cómo lo que aconteció acaba por marcar lo que acontece”… Siempre queda una huella de aquello que sucedió, por mucho que las décadas y los hombres intenten borrarlas para hacer más soportable el remordimiento, para convencernos de que los horrores del pasado no tienen cabida en la comodidad del presente. ¿Olvidamos deliberadamente?

—Fueron unas preguntas que me hice cuando visité por primera vez Collioure y Argelès-sur-Mer y vi que lo que para muchos era un simple destino vacacional escondía para otros una historia terrible. Tiene que ver con algo que hablábamos antes: ¿hasta qué punto puede uno desentenderse de la historia íntima de los lugares en los que vive o por los que transita?, ¿se puede obviar la identidad que han ido adquiriendo los espacios que nos rodean?, ¿en qué medida nos podemos arrogar la potestad de reinventarlos?

—Rindes homenaje a la cultura con lo cotidiano a base de encontrar los nexos del azar diario. Un Machado moribundo charlando con Jacques Valls; el suicidio de Walter Benjamin; O’Brian escribiendo y siendo enterrado en el mismo pueblo —y Jacinto Antón narrándolo años después—, las crónicas de Ian Gibson, las visitas a esa localidad de pintores y filósofos…

—La cultura no es más, ni menos, que el testimonio que va dejando la humanidad de su paso por el mundo. No ve lo mismo quien camina bien pertrechado de referentes que quien lo hace sin más evidencias que las que le salen al paso. Es curioso que saques el tema refiriéndote a ese libro, aunque esté bien traído, porque creo que esa cuestión se plantea de una manera más evidente en El rinoceronte y el poeta. Me refiero a la gran importancia que tiene la cultura en la configuración de nuestro mundo, en contraposición con el escaso o nulo valor que le otorgamos en nuestro día a día.

"La cultura no es más, ni menos, que el testimonio que va dejando la humanidad de su paso por el mundo. No ve lo mismo quien camina bien pertrechado de referentes que quien lo hace sin más evidencias que las que le salen al paso."

—No sé si tu libro Camposanto en Collioure nace como homenaje a Ángel González. Con la foto ante la tumba de Machado nace oficialmente la generación del 50.

—No nació con esa intención, pero sí nació con el recuerdo del día en que Ángel González y yo nos conocimos. Iba a hacerle una entrevista, y me quedé en blanco. Para salir del paso le recordé aquel poema suyo, Camposanto en Collioure, que me vino en aquel momento a la cabeza. Cuando llegué a Collioure años después llevaba muchos años sin acordarme de esa anécdota, pero en cuanto entré en el cementerio volvió a aparecer en mi memoria y, con ella, lo que finalmente fue la primera frase del libro. Yo no pretendía escribir nada a partir de aquel viaje. A mi regreso preparé un artículo que se publicó en Jot Down y pensé que con eso daba ya por cerrado el tema. Pero aquella evocación y aquella frase seguían tirando de mí, y cuando al fin la escribí encontré una madeja que fui desenredando poco a poco.

—La familia Machado en pleno —la madre moribunda, el poeta comprometido con unos ideales derrotados, el hermano cronista, Manuel que vuelve a Burgos con un papel arrugado en el bolsillo, estos días azules y este sol de la infancia”— se ha convertido en símbolo de esa guerra que partió territorio, amistades y familias. Junto a ellos, Lorca, Miguel Hernández y Unamuno, los más grandes de la época fueron convertidos en advertencias para el resto: exilio, asesinato, cárcel, ostracismo…

—La gente que piensa, y que no se atiene a dogmas ni está dispuesta a sacrificar sus principios para lograr un pedestal, no suele tener buena prensa. La guerra civil fue el ejemplo más traumático, pero continúa ocurriendo ahora, aunque de modo mucho más leve, por fortuna, y me temo que seguirá pasando.

"La gente que piensa, y que no se atiene a dogmas ni está dispuesta a sacrificar sus principios para lograr un pedestal, no suele tener buena prensa."

—George Orwell llega a una contienda ajena que le seduce, pasa de la euforia al tono más sombrío, y abandona el país temiendo por su vida debido a las purgas constantes ante cualquier atisbo de disidencia. Refleja las contradicciones internas de un bando en descomposición y la amargura de saber que la guerra estaba ya perdida. Esa misma dialéctica divisoria de la guerra civil la plasman como nadie los hermanos Antonio y Manuel Machado. Salvando las distancias, ¿hemos vuelto al “estás conmigo o contra mí”, o acaso nunca lo abandonamos del todo?

—Sí. Es lo que hablábamos antes. No creo que hayamos vuelto, sino que esa pulsión ha estado siempre ahí, sólo que ahora existen más canales a través de los que explicitarla, y además muchos de ellos permiten hacerlo desde el anonimato, lo que evita no ya dar la cara, que es lo de menos, sino rendir cuentas en el caso de que la acusación o el ataque carezcan de fundamento. La bandera de España debería tener en el centro no el escudo del Reino, sino la Riña a garrotazos, de Goya. Quizá así nos sentiríamos todos mucho más identificados con ella.

"La bandera de España debería tener en el centro no el escudo del Reino, sino la Riña a garrotazos de Goya. Quizá así nos sentiríamos todos mucho más identificados con ella."

—En 2019 es el aniversario de la muerte de Machado. ¿Nos quedan esperanzas de aguardar algo a la altura del poeta después de lo de Cervantes?

—Yo no tengo ninguna, pero en Collioure hay una institución estupenda, la Fondation Antonio Machado, que lleva décadas trabajando para velar por su memoria y su legado. Son en su mayoría descendientes de republicanos españoles que trabajan como profesores en institutos y universidades de Perpignan o Montpellier. Ellos sí sabrán estar a la altura.

—Eres periodista y escritor, con un poco de ensayista y de fabulador. ¿Qué te aporta cada faceta?

—No lo sé, quizás no sean cosas tan distintas, o quizá no tengo claro qué me aporta cada una porque he ido asumiendo todas esas facetas de una manera bastante peculiar. También en el periodismo se fabula, ¿eh? [risas] Cuando escribía mis primeras novelas yo procuraba alejarme lo más posible de lo que era mi trabajo periodístico. No me veo muy capacitado para hablar de aquellos libros, me van quedando ya muy lejos y no he vuelto a releerlos —ni creo que lo haga—, pero respondían en buena medida a modelos más o menos canónicos, a estructuras de ficción pura y dura. Cuando irrumpían la realidad o la historia, que lo hacían de un modo muy evidente en Los últimos días de Michi Panero, lo hacían supeditándose siempre a las necesidades de la ficción que yo había urdido a su alrededor. Era inseguridad, o miedo, o una mezcla de ambas cosas. Sí sé que cuando comencé a liberarme de esa especie de prejuicio por el que el ensayo y la novela debían ocupar forzosamente compartimentos estancos, que fue en La existencia de Dios, empecé a tener la sensación de que, al fin, aquello que escribía se iba pareciendo más a lo que yo quería escribir.

—¿Cómo ves el presente y el futuro del periodismo? Precariedad, pésima valoración por parte de la opinión pública, medios cerrando… Parece que el sector no sabe cómo hacer frente a la revolución digital.

—Hace poco me hicieron una pequeña entrevista en La ventana a propósito de este tema y dije una cosa que no se menciona mucho cuando surge este debate. Nunca entendí por qué las empresas de comunicación optaron por ofrecer gratis en Internet unos contenidos que a ellas les costaba un dinero producir. Si tú regalas tu trabajo, en el fondo lo estás devaluando. Poca gente está dispuesta a hacer un desembolso económico por aquello que no lo requiere, y eso incluye tanto a lectores como a anunciantes, a los que además Internet ha abierto un nuevo canal mediante el cual publicitarse sin apenas intermediarios, y todo eso repercute en una bajada de salarios, una precarización creciente y, en consecuencia, un deterioro del producto en términos generales. Se suele criticar con mucha frecuencia a los periodistas, sin atender a sus condiciones laborales, a lo endeble de sus contratos, cuando los tienen, y a que muchas veces los medios se limitan a actuar como meros soportes publicitarios. A todo eso se une la dificultad que conlleva eso que algunos llaman «monetizar» y que tiene que ver con convertir las visitas en Internet en dinero contante y sonante. Todo ello ha llevado a que lo que prime ahora mismo sea buscar desenfrenadamente clicks que aceleren los contadores de visitas de las páginas, y no hay más que echar un ojo a esos índices de lo más leído o lo más visto que publican algunos medios digitales para sacar una conclusión desoladora. Se ha desembocado en el periodismo de trinchera, en el mejor de los casos, o en un mero inventario de banalidades, en el peor. En la facultad de periodismo nos enseñaban, al menos cuando yo estudié, que los medios de comunicación estaban para informar y formar. No sé si es un principio que se siga teniendo muy en cuenta.

"No hay más que echar un ojo a esos índices de lo más leído o lo más visto que publican algunos medios digitales para sacar una conclusión desoladora. Se ha desembocado en el periodismo de trinchera, en el mejor de los casos, o en un mero inventario de banalidades, en el peor."

—La tinta del calamar encierra un canto a Cimadevilla, esa «reserva india», el barrio de los pescadores y las cigarreras, de la canallesca, los camellos, los borrachos, las putas y los marineros. Un universo que “lleva décadas perdiéndose y reencontrándose”, que invoca al pasado aunque ya sea otro.

—Te decía antes que en todo este asunto de los lugares y su posible identidad estaba implícita la pregunta de hasta qué punto podemos arrogarnos la capacidad de reinventar unos espacios que ya existían mucho antes de que llegáramos. El barrio de Cimadevilla, en Gijón, es un buen ejemplo de eso: durante unos cuantos siglos fue un barrio en el que vivían personas cuya vida estaba en el mar. Al cambiar las estructuras económicas, al modificarse de manera muy severa el perfil sociológico de la ciudad, el barrio se quedó varado en una tierra de nadie por la que empezó a transitar con el inicio de la Transición y que aún sigue atravesando.

—El asesinato de Rambal dejó un sentimiento de orfandad en aquella Cimadevilla. Narras cómo eso cambia el espíritu de la ciudad. Hasta tal punto que nadie quiere verlo saldado con una resolución que no esté a la altura de una leyenda que termina engullendo al propio Alberto Alonso Blanco.

—En el caso de Rambal confluyeron tres factores: en primer lugar, él era un personaje muy querido y su muerte causó una verdadera conmoción; además, su asesinato se quedó sin resolver, lo que dejó abierta la herida; por último, el crimen coincidió precisamente con ese punto de inflexión del que acabamos de hablar, el momento en el que Cimadevilla tuvo que dejar atrás una identidad que creyó propia e inmutable para empezar a convertirse en otra cosa que aún no ha acabado de llegar del todo.

—“Dicen que Rambal sabía mucho, pero Rambal callaba”. El tema de la homosexualidad fue complicadísimo en los años del franquismo, y sin embargo aquí hablamos de un hombre querido por todos menos por quien le mató, precursor de los asistentes sociales, el hijo feo de Concha “la Guapa”, que imitaba a Marifé de Triana (antecesor del fenómeno drag queen) y presumía públicamente y con orgullo de “maricón”.

—A Rambal se le ha tratado muchas veces desde una óptica más bien folclórica, pero es un personaje muy reivindicable por sus dos facetas. Durante el día era un hombre que cargaba a sus espaldas con las necesidades de todo un barrio. Todos en Cimadevilla sabían que podían recurrir a él si necesitaban que les echasen una mano en las tareas del día a día. Lo han definido alguna vez como un precursor de los asistentes sociales, y creo que es una definición muy atinada. Pero durante la noche, y como tú bien apuntas, era un tipo que no tenía problema en soltarse la melena y reivindicar su condición de homosexual, aunque fuera sólo dentro del barrio, que como dices era toda una reserva india, porque no veía que hubiera nada de malo en ello. De ahí que su muerte causara conmoción y que cuatro décadas después aún sea un tema recurrente en la ciudad, aunque el mito se haya comido en buena medida a la persona.

—Cambiando de tercio, en La existencia de Dios tratas esa década nuestra, muy jodida, de los 90. Flota esa sensación de estar perdidos, de desconcierto y falta de referentes, el sentimiento de orfandad y sobre todo de soledad, y ese cierto egoísmo tan propio de la adolescencia. De la madurez y de la muerte.

—Yo crecí en Mieres, en la cuenca minera asturiana, donde viví a lo largo de dos décadas, los ochenta y los noventa. Estuve allí en el momento en el que todo comenzó a venirse abajo. No era tanto la debacle económica, que tardó en percibirse porque las prejubilaciones permitieron que quienes se quedaron sin trabajo en las minas siguieran desarrollando en un principio sus vidas como habían hecho antes, como la sensación de que nos estaban hurtando el porvenir. Fueron momentos difíciles, porque en esa etapa de la vida en la que uno empieza a forjar de manera consciente su propia personalidad, veíamos cómo a nuestro alrededor se estaba desmantelando todo. No lo sabíamos, o no nos atrevíamos a expresarlo con esas palabras, pero estábamos asistiendo a la desaparición de un mundo.

—Recuerda esa cita de Gil de Biedma que está plasmada en Madrid, en la estación de metro de Ciudad Universitaria: «Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde…».

—Puede que ése sea uno de los versos más certeros de toda la literatura universal.

—Como madrileña, no me resisto a preguntarte por tu artículo en el que hablas de la Madrid contradictoria, bipolar, tan de nadie que todos somos un poco de allí. Madrid no cabe en una novela. 

—A mí me gusta mucho Madrid, principalmente porque es una ciudad en la que nadie pide el DNI y donde la doble nacionalidad se acepta sin problemas: se puede ser asturiano y de Madrid, leonés y de Madrid, gallego y de Madrid… ¡Hasta catalán y de Madrid! [risas] Madrid no cabe en una novela, no. Tampoco creo que ninguna ciudad quepa del todo, porque las ciudades son realidades demasiado complejas como para apresarlas en unas cuantas páginas, por muchas que sean. Aun así, con ser ése un rasgo común a todas las grandes capitales, puede que Madrid sea una de las que mejor lo ejemplifiquen.

—En otro de tus artículos hablas de cinco mujeres y un destino, de autoras casi invisibles hasta un determinado momento (el premio Nadal). ¿Consideras que aún hay que seguir peleando para visibilizar la labor de las autoras?

—Ese artículo hablaba de la importancia que jugó el premio Nadal a la hora de dar a conocer a unas cuantas escritoras que estaban iniciando su obra en la posguerra. No sé si eso, que es un gran mérito, se le ha reconocido como debiera a la editorial Destino. Respecto a la situación actual, sí que hay que seguir peleando. El reconocimiento público de la mujer no está a la altura del papel que juega realmente, sobre todo en un ámbito, el literario, en el que ocupan una posición muy principal. Estaría bien visibilizar ese rol, por un lado, y por otro acabar con ese prejuicio de que las escritoras sólo escriben para mujeres, una cosa que suena muy casposa y muy anticuada pero que siguen pensando, sorprendentemente, muchas personas. No obstante, soy bastante optimista y creo que la sociedad es hoy bastante más feminista que hace diez o quince años, o al menos se encuentra mucho más sensibilizada en ese aspecto. El hecho de que se hable tanto de la igualdad entre hombres y mujeres ya es un síntoma de que las cosas están bien encarriladas, aunque aún cueste llegar al objetivo.

"El reconocimiento público de la mujer no está a la altura del papel que juega realmente, sobre todo en un ámbito, el literario, en el que ocupan una posición muy principal."

—Además de seguir acumulando premios literarios, juegas un papel importante en la Semana Negra de Gijón. ¿Cómo se ha vivido este último año, qué significa para la ciudad?

—Juego un papel, pero discrepo en lo de “importante” [risas]. La Semana Negra es un festival que tiene treinta años de historia a sus espaldas, lo cual es casi milagroso: no hay muchos eventos culturales, no digamos ya literarios, que resistan durante tanto tiempo. Instauró además un modelo del que luego han bebido muchos otros festivales que se propagaron por España a su imagen y semejanza, y llevó a cabo una labor que es la más importante que debe acometer cualquier política cultural que sea digna de tal nombre: la de poner en contacto directo a sus creadores con su público. La tinta del calamar empezó a gestarse en una Semana Negra, la de 2007, y fue muy emocionante recibir allí, diez años después, el premio Rodolfo Walsh con ese libro. No voy a decir que me hice escritor gracias a la Semana Negra, pero sí que en la Semana Negra vi, y escuché, y debatí por primera vez con escritores, y que frecuentándola di con libros a los que de otra forma no habría llegado o que habría acabado conociendo mucho más tarde. No fui un caso único, porque eso le ha pasado a mucha gente. Hay personas que supieron de la existencia de Petros Márkaris, de Leonardo Padura o de José Emilio Pacheco gracias a la Semana Negra. Y gente que pudo escuchar a Antonio Muñoz Molina, a Ana María Matute, a Elvira Lindo, a Jorge Semprún, a Manuel Vázquez Montalbán o a Francisco González Ledesma porque pasaron por la Semana Negra. Es ese valor intangible, que no se puede medir en términos económicos, pero sí en cuanto a alcance social, lo que justifica y valida su existencia.

"Hay personas que supieron de Petros Márkaris, de Leonardo Padura o de José Emilio Pacheco gracias a la Semana Negra. Y gente que pudo escuchar a Antonio Muñoz Molina, a Ana María Matute, a Elvira Lindo, a Jorge Semprún, a Manuel Vázquez Montalbán o a Francisco González Ledesma porque pasaron por la Semana Negra."

—“Un libro, como un viaje, se comienza con inquietud y se termina con melancolía, decía J. Vasconcelos. ¿Cómo comienzas a escribir, cómo surgen las ideas?

–Nunca sé cómo surgen las ideas, sólo sé que aparecen. Los desencadenantes pueden ser muchos, y desde luego siempre son inesperados. Tampoco estoy seguro, cuando aparece una idea, de que vaya a terminar convirtiéndose en un libro. En realidad, ni siquiera tengo la certeza de que sé escribir un libro. Cada vez que me embarco en uno lo hago ignorando si alcanzaré el final, y cuando escribo la última página termino preguntándome, inevitablemente, si alguna vez habrá otro.

«O poeta é um fingidor

Finge tão completamente

que chega a fingir que é dor

a dor que deveras sente».

Fernando Pessoa

5/5 (2 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios