Los de Audie Murphy —el soldado más condecorado del Ejército de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial— no fueron los tiempos de Héctor, Aquiles y Ulises. Alrededor de tres mil años separan la Guerra de Troya de aquel enfrentamiento, global y cruento como ningún otro, en el que Murphy se batió valientemente, destinado en el 15º regimiento de la 3ª división de la infantería de su país. Lo hizo en el desembarco de Sicilia, en la batalla de Anzio, en la liberación de Roma, en el sudeste de Francia, en el norte de África e incluso en Alemania, cuando al Reich de los mil años le bastaron 13, y el arrojo de los valientes como el que hoy traemos, para venirse abajo.
Ya subteniente, regresó a su país para convertirse en héroe del western de bajo presupuesto e incluso estrella del country. Los tiempos empezaban a ser malos para la épica —como habrían de serlo para la lírica en la España de los años 80— y la Parca se lo llevó de un modo harto prosaico, sin hacer justicia a su leyenda. Fue un día como el de hoy, el 28 de mayo de 1971. Aquella vez volaba bajo el antiguo héroe. Era un viaje de negocios, uno de esos en los que pierden la vida tantos notables estadounidenses. Recordemos aquel vuelo que el tres de febrero del 59, en las inmediaciones de Clear Lake (Iowa), se llevó al gran Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Bopper. A decir de Don McLean, aquel fue el día en que murió la música. Cuando la avioneta de Murphy se estrelló contra una montaña en las inmediaciones de Roanoke (Virginia), lo que murió fue la épica en su conjunto. Se dijo que la neblina y la lluvia impidieron la visibilidad al piloto.
Y sería así, qué duda cabe. Pero, en otro orden de cosas, en ese orden mítico de los héroes y los villanos, la muerte de Murphy no fue tan prosaica como parece. Fue ese fulgor último del ocaso: el tiempo de los valientes se había acabado. De hecho, el nuevo héroe era el antihéroe, el desertor que quemaba la cartilla de reclutamiento que habría de llevarle a combatir al sudeste asiático. Qué lugar podía ocupar en aquel país el héroe de Holtzwihr en la Francia del 45, donde Murphy, al comprender que en su unidad había dos clases de soldados —los 109 que se habían muerto, de los 128 que la integraban cuando llegaron allí, y los 19 que se iban a morir— comenzó a capitanear a sus camaradas, mandándolos a una posición de un bosque en la retaguardia, preparada, exprofeso, para, llegado el caso, hacerse fuertes allí. Audie se quedó solo, al pie del cañón, haciendo frente a dos centenares de alemanes. Contaba la leyenda que, incluso estando herido y falto de munición, los hizo prisioneros. Pero aquel tiempo, los años 70, no eran proclives a las hazañas bélicas. Antes al contrario: el concepto de la valentía había cambiado.
En esos tres milenios largos que separan la Guerra de Troya de la Segunda Guerra Mundial, los conflictos armados tuvieron tiempo de dejar de estar organizados por reyes celosos de sus reinas, raptadas sin oponer resistencia por príncipes extranjeros, para pasar a estarlo por políticos cegados por sus afanes totalitarios. Siempre son los políticos quienes provocan y declaran las guerras; los militares solo las hacen. Era el presidente Nixon quien en 1971 mandaba a los jóvenes estadounidenses a morir a la guerra de Vietnam. El mismo Nixon declaró, tras la muerte de Murphy, que el último héroe americano “no solo se ganó la admiración de millones de compatriotas por sus valientes hazañas, también llegó a ser el epítome del coraje en la acción de los combatientes de Estados Unidos”.
Tiempo atrás, 25 años antes, cuando el héroe volvió del frente, el antimilitarismo no se había apoderado todavía de la juventud estadounidense, que fue a combatir a Corea entonando alegres cantos de batalla. Pero aun así, el antiguo soldado padeció todos los traumas que suceden al contacto constante con la carnicería, que al cabo es la batalla despojada del celofán de la épica. Colgado de la medicación que le fue suministrada —Placidyl—, perdió a su mujer, la bella actriz Wanda Hendrix. Con el mismo coraje que herido y falto de munición se enfrentó a 200 alemanes, se encerró en el cuarto de un hotel y aguantó el tirón del mono hasta que se recuperó.
Siendo el cine, máxime el de entonces, el último refugio de la épica, Audie Murphy realizó una carrera notable como actor. Uno de sus mejores títulos fue Medalla roja al valor (John Huston, 1951). Basada en un relato de Stephen Crane, su asunto gira en torno a un soldado de la Guerra de Secesión que ha de sobreponerse a la matanza y encontrar coraje suficiente para luchar y sobrevivir. Nadie como Murphy para los personajes torturados por toda la sangre que habían visto correr. Aún le recordamos en Cimarron Kid (Budd Boetticher, 1952), El americano tranquilo (Joseph L. Mankiewicz, 1958) o Una bala sin nombre (Jack Arnold, 1959).
La crítica, mediatizada por el marxismo, por los poetas que habían dejado de cantar a los héroes para dedicarle odas a Stalin, siempre denostó a Audie Murphy. Para los amantes del western siempre fue un placer verle cabalgar en solitario, siempre arrastrando su pesadumbre, en tantos títulos de la queridísima serie B. Como también lo fue ver cómo la prensa echaba al infame Richard Nixon, que mandaba a los jóvenes estadounidenses a morir a Vietnam. Eran otros tiempos. Como la degeneración de la política, en su conjunto, es directamente proporcional al derrumbamiento de la épica. Aquí y ahora, la misma prensa que echó a Richard M. Nixon sería acusada de fake news. Así se escribe la historia, la redactada por los que dicen estar en el lado “bueno”.
muy buen artículo, solo que el corazón purpura no es al valor (sin perjuicio del que tenía Murphy) sino al herido en combate