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Nuria Labari: «La mochila de la maternidad lleva unas cuantas piedras y unos cuantos cadáveres»

Nuria Labari: «La mochila de la maternidad lleva unas cuantas piedras y unos cuantos cadáveres»

La certidumbre es una cosa inusual. Acostumbramos, de hecho, a transitar sus márgenes como si el acto de pisarla de lleno tuviese algo de herejía, de profanación de un territorio sagrado. Estar seguro de algo produce cierto miedo inalienable, cierto vértigo que nuestro cuerpo repele, manteniéndonos siempre a una distancia prudencial de las certezas. Quizá sea por eso que la lectura de las primeras páginas de La mejor madre del mundo, la segunda novela de Nuria Labari, funciona como un relámpago atravesando la calma nocturna. El latido desbocado de este libro traslada al lector a una posición de certidumbre imposible de remediar. Cuando uno empieza a leer La mejor madre del mundo, sabe que está leyendo algo importante. Políticamente importante. Estéticamente importante. Y eso confiere cierto estado de vertiginosa responsabilidad lectora. Uno ya no sólo está leyendo: está comprometido con las palabras de Nuria Labari.

Palabras, palabras, palabras. En el fondo, todo debate relevante sitúa sus parámetros en torno a ellas, en tanto funcionan como elemento de representación axiomático dentro de una sociedad articulada en torno a la comunicación verbal. Importa qué decidimos nombrar y qué silenciamos. Ahí viven siempre nuestros desequilibrios sociales: en el interior del ocultamiento, de la plastificación de aquellas cosas que no conviene afrontar de cara a la supervivencia del status quo. Nuria Labari, en La mejor madre del mundo, vuela por los aires las sábanas de silencio que taponan un fragmento de la realidad. Ataviada con un eléctrico lenguaje metaficcional, decide enfrentarse a una de esas cuestiones veladas que nos atraviesan mientras miramos hacia otro lado: la maternidad.

Ella es como su libro: divertida, ágil, minuciosa en lo lingüístico. Y lo encapsula todo en Una de los nuestros, el relato que firma para Hombres (y algunas mujeres). Tanto su novela como su cuento se despliegan como espacios para el diálogo entre géneros. Sirva esta entrevista —dada la inevitable cuestión de que servidor ha sido criado como hombre— como prolongación a todo ello.

***

—Nuria, verás: quería empezar hablando contigo sobre Una de los nuestros. Puestos a empezar por el principio, podemos irnos a ese título que funciona como una declaración de intenciones muy potente, dándole la vuelta a un clásico cinematográfico de estética prominentemente masculina.

"Las mujeres en puestos de poder tienen que ser casi la obligación de ser auténticos tíos: estar a su altura, tener sus horarios, pensar como ellos, divertirse de las maneras que ellos proponen..."

—Sí… lo cierto es que el título salió a posteriori, lo encontramos en el interior del propio texto. Fue, de alguna manera, el narrador del relato quien lo encontró, al referirse a su compañera de trabajo en los siguientes términos: «Marta no es una chica cualquiera, ella es… una de los nuestros». Ahí está la clave de todo lo que busco contar. Del esfuerzo que las mujeres hemos tenido que realizar tradicionalmente para ser lo más masculinas que podamos y, de esa manera, integrarnos en ciertos entornos.

—Se puede decir que tu principal estrategia narrativa aquí es cambiar el foco: si la demanda feminista es que las sensibilidades masculinas se aproximen cada vez más a las femeninas, tú propones el retrato paródico de una mujer que se despoja a sí misma por completo de su parte femenina.

—Es que… no es paródico. Me temo que no es ni siquiera hiperrealista. La igualdad se ha concebido desde un punto de vista que determina que somos nosotras las que debemos igualarnos a los hombres, en el ámbito laboral más que en ningún otro. Es cierto que el tono tiene algo de parodia pero sentí que era necesario porque, de no tenerlo, habría sido un relato demasiado duro, demasiado agresivo. Pero eso no le resta un ápice de realismo. Las mujeres en puestos de poder tienen que ser casi la obligación de ser auténticos tíos: estar a su altura, tener sus horarios, pensar como ellos, divertirse de las maneras que ellos proponen… Está construido así desde arriba, desde las empresas más potentes del IBEX 35: lo que se busca es que la igualdad se construya hacia la masculinidad. Cada vez se os interpela más hacia el camino contrario, básicamente porque ese tipo de igualdad supone casi un genocidio de lo femenino —no sólo de la parte femenina de las mujeres, sino también de la de los hombres—, y eso resulta dramático y muy aburrido. Lo aplana todo.

Nuria Labari junto a Zahara en Tipos Infames, durante la presentación de La mejor madre del mundo.

—Abstraes lo masculino y lo femenino de la conexión tradicional de dichos términos con los conceptos de hombre y mujer. Los planteas como constructos sociales que vienen dados y a los que cada uno se adscribe de una manera u otra.

—Es que realmente creo que siempre ha sido así. Lo femenino no tiene que ver necesariamente con una vagina. La novela está dedicada al corazón femenino de todos los hombres, y esta debería ser una reivindicación de todos. ¡Yo tampoco quiero que me corten esa parte masculina! Lo que pasa es que de la situación natural, que sería que en cada individuo se mezclasen la totalidad de los arquetipos y mitos heredados para generar una personalidad concreta, lo que se ha hecho es arrancarnos una parte. No sólo a las mujeres: a todos. De esta manera, todos buscamos comportarnos como una especie de arquetipo renacentista del varón. Todo esto, por una parte, está saltando por los aires; por otra es verdad que sigue siendo la masculinidad propuesta por el poder predominante la que continúa teniendo la sartén por el mango, o al menos una parte muy importante. Aquí pienso que hay que acercar posturas. El camino requiere una gran generosidad por parte de mujeres y hombres, dado que nos han colocado aquí con estas condiciones y no con otras. Algunos hombres están sintiéndose abrumados: parecen alemanes de hoy a los que los judíos están viniendo a pedir explicaciones por lo que les pasó a sus abuelos. Sin embargo, toda esta problemática requiere comprensión, requiere que los hombres os sintáis interpelados ya no sólo por una cuestión de justicia social —que también—, sino porque después viene todo lo demás: la construcción de la intimidad y muchos otros campos. Porque eso es lo que toca, ya que estamos en una sociedad hecha de hombres y mujeres.

"¿Cómo vamos a ser una de vosotros si nunca vamos a bromear con ir de putas? Dentro de esa especie de camaradería entre hombres las mujeres siempre vamos a ser intrusas"

—En el relato introduces, dentro del espacio de diálogo entre los géneros, un elemento muy importante: las redes sociales como democratizadoras del espacio público. No sé cómo crees que interactúa todo eso con lo que puede ser una reformulación de la perspectiva de género: si piensas que puede agudizar esas diferencias o ayudar a acercar posturas.

—Si nos ceñimos al relato, ahí sucede lo contrario a una democratización del espacio. Lo que yo digo es: entrad en los smartphones de vuestros amigos chicos y pedidles los chistes que se pasan, las cosas con las que se ríen. Hay un humor muy bruto, muy tonto y ultramachista que comparten los hombres y con el que se parten de risa. En ese tipo de grupos no se mete a las directivas de las empresas, sino que se crea un grupo paralelo políticamente correcto. Ese es el verdadero techo de cristal. ¿Cómo vamos a ser una de vosotros si nunca vamos a bromear con ir de putas? Dentro de esa especie de camaradería entre hombres las mujeres siempre vamos a ser intrusas.

—Es como si dentro de las propias redes sociales se crease una especie de microcosmos. En Twitter, por ejemplo, las palabras están mucho más medidas al ser un espacio declaradamente público.

"Así es como se os interrumpía a vosotros la vida laboral: el puente de la Constitución era más largo que vuestro permiso de paternidad"

—Pero todo el mundo sabe que las verdaderas redes sociales están en los mensajes privados, en lo que no se ve. Existen como dos perfiles en redes. Los adolescentes lo saben muy bien: está el perfil que ven sus padres y el que no, y hay un abismo entre ambos. Con los hombres pasa un poco lo mismo: está el perfil que ven las chicas y el que no. Francamente, pienso que el salto entre discurso público y privado es mucho menor para las mujeres. Yo no estoy mandándome fotos de pollas todo el rato con mis amigas, ni chistes degradando al otro género. Sólo hay que ver quién sigue a quién en Instagram, por ejemplo. En el fondo, todo eso es un reflejo de la realidad. Las redes sociales aquí ni quitan ni ponen, pero sí manifiestan ese hecho de que, de cara a la galería, todo está siempre muy correcto.

—Como si la toma de conciencia feminista por parte de los hombres se llevase a cabo de una manera muy superficial, más relacionada con la palabra —decir esto está muy bien y tiene que suceder— que con los hechos, de tal manera que siempre se reservan un espacio para ser hombres tranquilamente.

—Es que la cosa no puede ir por ese camino. Te pongo un ejemplo muy claro: el permiso de paternidad. Cuando yo tuve a mi primera hija, hace 8 años, era de tres días. Así es como se os interrumpía a vosotros la vida laboral: el puente de la Constitución era más largo que vuestro permiso de paternidad. Ahora estamos trabajando para que se extienda hasta las 20 semanas y sea irrenunciable y obligatorio. Ahí será cuando paréis vosotros también. Esto no trata de decir «eh, estoy contigo», sino de que realmente estés igual que yo. Sólo en ese momento podremos hablar de una igualdad real porque se partirá del mismo lugar y dará igual ser hombre o mujer. Ahora los hombres dicen: «Yo comprendo que una mujer se vaya a casa 4 o 5 meses tras ser madre»; no, mira, yo no necesito que me comprendas. Yo necesito que vengas conmigo, porque ahora mismo estoy un poco más jodida que tú. Y no me digas que esta situación es la igualdad, porque será una igualdad hecha a tu medida.

Presentación de La mejor madre del mundo en Tipos Infames.

—No es cuestión de que el hombre comprenda, sino de que se coloque en la disposición de sufrir lo mismo que sufre una mujer, tanto el ámbito de la paternidad/maternidad como en muchos otros.

—La verdad es que este es un terreno pantanoso. Es peligroso y requiere un ejercicio de muy alta responsabilidad por parte de hombres y mujeres. Por un lado, es lógico que nosotras estemos cabreadas y cansadas. Nos matan, nos violan, nos insultan… Llevamos peleando para ser como vosotros desde tiempos inmemoriales y, ahora que empezamos a conseguirlo, parece que sólo queremos adelantaros, ganaros y hasta ser más que vosotros. Y claro, eso no puede ser. Nosotras también tenemos que ser conscientes de que, en ese intento de ser como los hombres y superarlos, nos hemos puesto a jugar a lo mismo que ellos. Y ahí no es donde hay que jugar. Entonces, por un lado, nosotras tenemos que tratar de empatizar con esos hombres buenos que muestran disposición al cambio. La igualdad no puede reducirse a una élite de hombres sensibles que estén manifiestamente abiertos a sentirse interpelados por el feminismo. Va a requerir hacer esto universal, generalista. La situación lo requiere: tenemos un aspirante a presidente del gobierno diciendo que hay que prohibir abortar para que los niños no abortados paguen las pensiones; hay tipos diciendo que no entienden las penas por violencia machista porque nos desigualan ante la ley. Falta un montón de rigor y, al final, la diferencia entre hombres y mujeres, que todavía es real, hace que —en términos estrictos— no podamos decir que vivimos en un sistema democrático. Me explico: toda esta jugadita tan mona de revestirlo todo de feminismo debería basarse, para ser efectiva, en la justicia social y en una igualdad de partida. Y eso sigue sin existir. No nacemos iguales. Las mujeres seguimos naciendo para tratar de ser iguales que los chicos. Así que nos queda mucho camino, un camino en el que se tienen que implicar las instituciones para combatir ejemplos como los citados. Y nosotras también tenemos que entender que ha llegado el momento de pediros a los hombres que vengáis; de hacer lo contrario a lo que hace la mujer caricaturizada del relato, que dice: «¿Hay que ser tío? Pues yo me voy de putas. Es más: me follo a una». Esto nos pasa, y el relato pretende tomar conciencia de que no debemos renunciar a nada, de que el hecho de que las mujeres no renunciemos a nada es también un regalo para los hombres. Si nosotras renunciamos a nuestra parcela de realidad, no vamos a tener nada que enseñar. Y el supuesto mundo masculino es muy duro hasta para los hombres.

"Me he dado cuenta de que lo que se considera literatura de género es que una mujer coloque a otra mujer como sujeto literario, como protagonista"

—Volviendo a la reflexión de antes alrededor del uso del lenguaje y entrando ya de lleno en La mejor madre del mundo, al principio del libro haces referencia a una anécdota con una editora, que te dice que un libro sobre la maternidad no interesaría a nadie salvo que encontrases un enfoque totalmente original. No sé si consideras que lo has encontrado; que la editora simplemente no tenía razón… o las dos cosas.

—Lo primero: ¡la editora le dice eso a mi personaje, no a mí! Es verdad que este es un libro muy pegado a mi experiencia, pero no deja de ser una novela expresionista que salta libremente de mi biografía a la ficción. Sí que sospechaba, por otra parte, que un relato sobre la maternidad me iba a dejar fuera de juego ya de salida. Nunca antes había escrito literatura desde una perspectiva de género. Aunque, por otra parte, me he dado cuenta de que lo que se considera literatura de género es que una mujer coloque a otra mujer como sujeto literario, como protagonista. Si la misma escritora —o sea, yo, en mi anterior libro Cosas que brillan cuando están rotas— escribe desde el punto de vista de un varón blanco de 45 años, resulta que no es una escritora de género. Y puedes seguir no siéndolo siempre y cuando no elijas a una chica de protagonista. Esto tiene gracia porque, de esa manera, si eres mujer vas a acabar siendo una autora de género sí o sí, porque sólo te queda la mitad de la población y los animales. Yo ya temía, a la hora de colocar esta novela, que el círculo se iba a cerrar. Así que, efectivamente, empiezo la narración asumiendo ese riesgo y el hecho de escribir literatura desde ahí, desde un sujeto literario femenino que habla desde la maternidad. Todo eso entrañaba un riesgo altísimo ya que, hoy en día, esa decisión puede suponer el fin de una carrera literaria transversal. Te puede colocar en ese cajón para siempre. Qué suerte tienen los chicos, oye, que no tienen que preocuparse por eso.

—Quizá ese sea el objetivo último de toda esta literatura que hoy se ve obligada a ponerse el calificativo de género: que pueda llegar un momento en el que ya no sea necesario.

—¡No! ¡No es necesario desde ya! No es verdad que esta sea una novela con perspectiva de género. El personaje masculino tiene un peso enorme, y no sólo va a ser de género porque la protagonista sea una mujer.

—Me planteaba la cuestión de la perspectiva de género no como algo peyorativo, sino como una herramienta necesaria de cara a nombrar una lucha que sigue estando en estado embrionario… que busca restaurar un equilibrio y sí tiene que apostar por tomar partido. A tu novela sí se lo atribuyo en ese sentido porque creo que se aproxima a esta cuestión y es beligerante al respecto.

—¡Ah! Sí, claro. Totalmente. Es verdad: cada vez que escucho perspectiva de género, de algún modo ya me pongo a la defensiva. Ya no sé si lo argumentáis como algo bueno o malo. Visto desde ese punto de vista está claro que sí que lo es. Hay ideas que la protagonista tiene que tumbar para liberarse y, aunque esa liberación se lleva a cabo desde la intimidad —y ella no se la plantea como una lucha social—, su lectura sí puede resultar efectiva en ese sentido.

—Por aquello de que lo social no deja de ser una proyección de lo íntimo.

"A veces, al libro le viene mejor ajustarse a la realidad; otras veces no. Es un libro de ficción. En cierta medida, todo en él es mentira y todo en él es verdad"

—Exacto. Nos queda un camino importantísimo por delante, así que sí, se puede decir que La mejor madre del mundo sí tiene esa voluntad de interpelar al lector. Es un libro que yo escribo, en cierta medida, porque no sólo me habría encantado leerlo, sino que también habría querido que lo leyese el padre de mis hijas. Yo se lo regalaría a todos los tíos que van a ser padres porque, de hecho, la reacción de mi pareja cuando lo leyó fue la de decir: «Pero… ¿todo esto ha pasado aquí?». Necesitamos que los hombres estéis un rato en nuestras cabezas, igual que nosotras hemos estado tanto, tanto tiempo en las vuestras. Igual que lo hace la protagonista de Una de los nuestros. Ahora buscamos todo lo contrario. Buscamos a Uno de las nuestras. Ese sería el título ideal para el siguiente relato.

—Dentro del libro expones muchas capas de análisis de la maternidad. Propones muchos puntos de vista, desde diferentes géneros y generaciones: se despliega casi como una genealogía de la maternidad. Y también haces otra cosa interesante a través de la voz de la narradora: comienzas más ligada a la reflexión metaficcional, a la descripción de conceptos y entornos, y a medida que el libro avanza esa voz se va liberando, se va colocando en el lugar desde el que a ti te apetece hablar.

—Yo, cuando me planteé escribir sobre maternidad, lo primero que pensé fue que aquí, a diferencia de lo que hice en el Cosas que brillan cuando están rotas —en el que hablaba sobre un tema tan poco flexible como el 11-M—, podía agarrarme a todo lo mío. Sobre eso tenía enormes cantidades de material. Pero después empecé a escribir y me di cuenta de que no, de que cuando hablamos de maternidad lo que tenemos delante no es un folio en blanco, sino un montón de prejuicios. Tenemos una mochila pesadísima. El libro tenía la obligación de desentrañar esa mochila. De averiguar por qué nos pesa tanto, de dónde viene, desde cuándo la llevamos colgada. Al final termino hablando con Lucy, la primera homínida. Así que podemos concluir que esa mochila lleva unas cuantas piedras y unos cuantos cadáveres.

—En el momento de la charla con Lucy se pone de manifiesto el expresionismo que mencionabas, salvo que sea verdad que hablaste con ella.

—¡Imagínate! Pues mira, no. No tengo a bien hablar con escritoras muertas ni con mujeres prehistóricas. Es un relato de ficción en esos y en muchos otros temas. Alguna gente que me conoce lee algunos pasajes y me dice: «¡Eh, Nuria, esto lo has puesto mal! ¿Es que no te acuerdas que sucedió al revés?». A veces, al libro le viene mejor ajustarse a la realidad; otras veces no. Es un libro de ficción. En cierta medida, todo en él es mentira y todo en él es verdad.

—Tu estilo, además de emplear esa técnica narrativa expresionista, también bebe mucho de una observación social muy periodística y, como ya ocurría en Cosas que brillan cuando están rotas, se coloca permanentemente en esa grieta entre realidad y ficción.

—Es que esa grieta… es muy jugosa. Supura oro. Creo que es el sitio natural en el que se mueve la literatura que a mí más me interesa. Siempre que abordas cualquier identidad ficcionada… vuelcas cosas. Al fin y al cabo, mucho de nosotros también es ficción. Es un diálogo bidireccional.

Nuria Labari firmando libros en Tipos Infames.

—Sí, se establece una suerte de espejo deformado entre autora y narradora, aunque La mejor madre del mundo no deja de estar muy lejos de la autoficción tal y como la percibimos hoy en día. Muy lejos del relato confesional.

—¡Uf! Es que yo creo que eso no tiene nada que ver con mi libro. Por eso he terminado en un sello —Literatura Random House— que no se caracteriza precisamente por hacer ese tipo de literatura. Todo su contexto está muy alejado de eso, y cualquiera que lo lea percibirá rápidamente que tiene muy poco de confesión. Su propio título es profundamente irónico. Mi hija, de hecho, me decía: «Mamá, no por ponerlo en el título de tu libro vas a ser la mejor madre del mundo, ¡vas a hacer el ridículo!».

—Tú utilizas la experiencia como otro dispositivo más a tu servicio; no como algo que beba hacia sí mismo, sino que proyecta hacia la narración.

"Tenemos que dejar de tener miedo a decir que la mala literatura no nos gusta. ¡No lo etiquetes como autoficción para despreciarlo! Di simplemente que es malo y ya está"

—A ver, no es que me quiera poner pesada con esto, pero… desde Vila-Matas a Marcos Giralt pasando por Martin Amis, una lista enorme de autores juegan con esto permanentemente. No me imagino a Amis teniendo que aclarar en una entrevista que La flecha del tiempo no es un libro confesional. Por supuesto que la experiencia es un elemento fundamental dentro de la literatura. ¡Este libro lo he escrito yo! Aunque hagas ciencia-ficción, al final te agarras a lo que tienes. Eso también es la autoría. Si vamos a tener que despojarnos de todo… ¡a mí que me registren!

—Hay otra línea de pensamiento, dentro de la literatura contemporánea, que se enfrenta de manera muy beligerante a la autoficción como relato confesional, que defiende esa cosa barojiana de la ficción por la ficción, el relato como elemento autosuficiente.

—Yo, sinceramente, creo que hay buena y mala literatura y que todas las demás categorías son una tontería. Creo que esas personas que comentas lo único que tratan de decir es que se están publicando cosas malas debido a una moda. Si esas cosas fuesen de calidad, no lo dirían y esa etiqueta no existiría. Los escritores tenemos que reivindicar la única clasificación que importa: la que existe entre buena y mala literatura. Tenemos que dejar de tener miedo a decir que la mala literatura no nos gusta. ¡No lo etiquetes como autoficción para despreciarlo! Di simplemente que es malo y ya está. Hablemos de literatura y de la calidad de lo que hay dentro, no de los colores de los libros. En todo esto ocurre algo muy similar a lo que comentábamos antes respecto a la división entre hombres y mujeres: todo está lleno de enfrentamientos ideológicos. De querer decir tú no eres de los míos, pero sin ofender. Lo que late al fondo de todo eso es el pensamiento de tú escribes peor que yo. Y ya está.

—Sí, pero hay cierta reticencia o distancia de respeto difícil de romper para llegar a decir eso.

—Ya, claro, pero eso lo confunde todo mucho. A mí no se me ocurriría, para decir que un libro no me gusta o no está a la altura, argumentar que es autoficción, o que es novela negra, o que es crónica social. Anda que no habrá libros maravillosos dentro de cada una de esas categorizaciones. Por ejemplo: hace poco, Libros del Asteroide publicó Stop-Time, el libro de memorias de Frank Conroy. Cuando lo leí, maravillada, empecé a pensar si ahora vendrían a decirme que eso no es literatura. Pero no, claro que nadie dijo eso. Porque sí, será autoficción, pero es un librazo. Por otra parte, ¿qué es eso de usar el término autoficción como si se hablase de algo nuevo? ¡Parece como si estuviésemos descubriendo algo! La queja aquí es: «Nos están quitando un trozo de mercado unos cualquiera que no saben escribir y que sólo buscan contar un relato lo más extremo posible». No se quejan de la autoficción, sino del amarillismo literario.

—Es difícil establecer culpas dentro de la proliferación de este fenómeno. No sé si será una dinámica de mercado…

—¡Nadie tiene la culpa! Además, vivimos un momento tan duro en la industria del libro que es preciso hacer trinchera. Hacerte amigo de todos, ¡incluso de los amarillistas! Para mí sólo hay dos bandos: los que estamos del lado del libro… y todos los demás. Somos tan pocos, cada vez menos, que nos conviene estar bien avenidos entre nosotros. Si es amarillismo, ¡pues vale! ¡Bienvenido sea! Este tipo de batallas no se dan entre los médicos, entre los mineros ni entre los miembros de ninguna profesión. Los escritores parece que si fuésemos un partido político seríamos de izquierdas. ¡No nos descuarticemos entre nosotros!

***

La lectura de Nuria Labari traslada la mirada de la superficie —ese lugar en el que suceden la mayor parte de los elementos acuosos de nuestra realidad— al fondo de las cosas. Aquí, el espejo entre autora y narradora sí es manifiesto: su voluntad reflexiva, sus ganas de desenmascarar las mentiras camufladas de verdad que visten nuestros días y su compromiso estético con la literatura nos hablan de una autora que es relevante en lo inmediato —por la inminencia de su discurso político—, pero también a largo plazo. El paladeo sustancial de La mejor madre del mundo hace aparecer a una escritora vibrante, cuya mirada transgrede la mera reivindicación plana para trasladarlo todo al plano afectivo, al lugar silencioso en el que las cosas desembocan siempre.

Esta entrevista funciona, paralelamente, como constructora de certezas y destructora de algunas otras. Conviene pensar, pues, en si son las certezas per se las que nos dan miedo… o si realmente tememos las cosas concretas de las que siempre hemos estado seguros. Uno se da cuenta cuando, tras el vértigo inicial, la seguridad de que La mejor madre del mundo es una lectura importante acaba por producir una sensación de cálida calma. ¡Que se extienda la calma, pues, por las tierras del mundo!

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