Odio europeo

Viajamos en bici por un pedazo de Europa que parece un jardín: Eslovenia y el nordeste de Italia, con sus montañas, bosques y lagos, sus ciudades tan agradables, su aspecto de país recién hecho. Pero nos basta con curiosear un poco para descubrir que está plagado de escenarios de horrores recientes: la fábrica arrocera de San Sabba, en Trieste, donde los nazis asesinaron a cinco mil personas y las quemaron en un horno; la sima de Basovizza, donde los yugoslavos lanzaron a cientos de prisioneros tras fusilarlos; el pueblecito reconstruido de Dražgoše, demolido por los nazis tras matar a los 41 hombres y deportar a las 81 mujeres y niños a campos de concentración; las granjas carbonizadas de Radovna, donde los nazis quemaron a 24 personas; el puerto alpino de Vršič con sus cincuenta curvas de herradura, construidas por prisioneros rusos de la Primera Guerra Mundial, que murieron por docenas en avalanchas de nieve; las trincheras de Caporetto, donde murieron cien mil italianos y austrohúngaros en dos semanas; los 63 muertos de la rápida independencia eslovena, prólogo de las masacres balcánicas.

En viajes recientes por Europa, sin ningún propósito especial y simplemente abierto a lo que fuera apareciendo por el camino, he visitado Auschwitz, Belchite, Gurs, Oradour-sur-Glane, también los refugios antiaéreos de Bucarest, Cracovia y Santander. Cualquier paseo mínimamente atento por nuestro continente sirve para apreciar el valor de una Unión Europea que impida estas meriendas de blancos y para constatar la ceguera racista de quienes al odio extremo lo llaman “odio africano”.

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Columna publicada en El Diario Vasco
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