“La Movida fue grande porque no fue farisea”, me dijo Fernando Márquez —El Zurdo, hombre clave en grupos como Kaka de Luxe, Paraíso, La Mode— hace ahora treinta años, cuando tuve oportunidad de entrevistarle para uno de los innumerables reportajes que escribí entre 1990 y 2012 sobre el Madrid de los años 80. Madrid es mi amada ciudad desde que en el 59 nací en ella, y aquella década prodigiosa fue mi época. De ahí que en las revistas donde colaboraba me encargasen tantas piezas al respecto. Pero pienso que su famosa Movida —de la que fui un mero observador— fue tan farisea como todo lo que permite la elaboración de nóminas para el envanecimiento de los incluidos en ellas.
Los conciertos de La edad de oro eran en verdad singulares. No sólo por los artistas y las formaciones que los protagonizaban —Kaka de Luxe, Vagina Dentata, Almodóvar y McNamara…— cuando lo normal en la antena pública, puestos a hablar de música moderna —vaya evocando el título del primer álbum de Radio Futura—, eran los espacios como La juventud baila o Aplauso. Su mayor singularidad consistía en la forma de hacerse con el público.
Algunos miembros del equipo técnico de Paloma Chamorro tenían invitaciones para asistir a la grabación del programa y las repartían entre los jóvenes de aquel Madrid lúdico y luminoso que, ignorantes de su gesta —que ahora los sempiternos enemigos del Foro les niegan—, estaban haciendo que se hablara de su ciudad hasta en los cenáculos artísticos de Nueva York. Fue así, con ese procedimiento para el reparto de invitaciones a la grabación de La edad de oro, como ascendió a las alturas de la Movida lo que bien podríamos llamar su comparsa, esos veinteañeros con “unas ganas enormes de echar a andar”, que los definió la propia Paloma Chamorro en una célebre conversación mantenida con José Luis Gallego en el libro Sólo se vive una vez: Esplendor y ruina de la Movida madrileña (Ardora, 1990).
Mucho habría que escribir sobre la influencia que tuvo la presentación de Deseo Carnal (1984) en uno de los conciertos de La edad de oro. Puede que el lugar que ocupa hoy este célebre álbum de Alaska y Dinarama en la historia del pop español, y en la banda sonora del país, tenga algo que ver con aquella velada. Aún estaban cercanos los tiempos en que una movida era ir en busca de esos placeres, que el buen entendedor comprenderá, a la UVA del barrio de Hortaleza. La señora de cualquier ministro, si consideraba una indecencia el escote de una cantante en televisión, podía llamar a Prado del Rey sin mayor problema y amenazar con parar la emisión. Ante este panorama, a Paloma Chamorro no le faltaron procesos, de los que naturalmente salió airosa porque los tiempos estaban cambiando.
Amiga de Carlos Berlanga y Alaska, antes que de todos los creadores a los que, después, refrendó con sus entrevistas, decía “hacer el bien, pero mirando mucho a quién”. Y no se puede negar: su exaltación del rock era valerosa. Éste aún estaba criminalizado, por sus orígenes estadounidenses, por esa izquierda que imponía el canon cultural. Como aún lo sigue haciendo: ¿cuándo cesará la canonización de los poetas estalinistas?
Más allá de la música, la mirada de Paloma Chamorro se dirigió a lo más representativo de aquella efervescencia cultural de finales de los 70 y principios de los 80. No hay que olvidar que La edad de oro produjo cortometrajes a Alberto García-Alix —No hables más de mí (1984)— y Ceesepe —Amor apache (1985)—. Además, se ocupó a fondo de la obra de Ouka Lele y El Hortelano.
Y tampoco hay que olvidar que, aunque su madrileñismo estaba fuera de toda duda, su mirada también fue más allá de Madrid, la capital siempre odiada por la izquierda cultural y política. El mallorquín universal Miquel Barceló o el gaditano Guillermo Pérez Villalta fueron dos de los artistas y creadores, de otras partes del país, que también pasaron por los micrófonos del programa. La lista internacional sería larga: Lou Reed, John Cale, Culture Club… Pero, curiosamente, lo autóctono habría de pesar más que lo foráneo. Así, cuando se recuerda La edad de oro se piensa antes en Loquillo y Los Trogloditas o Siniestro Total que en Tom Verlaine. Está claro: Paloma Chamorro corroboraba o daba carta de identidad, dependiendo del caso, a la nueva creación española de los años 80, desde la plástica hasta el rock. Y lo hacía de cara a sus auténticos destinatarios, que no a la mera figuración de los que se proclaman honestos.
Estudiante de Filosofía Pura, corría 1970 cuando Paloma Chamorro compaginaba las aulas de la madrileña Universidad Complutense con los escenarios del teatro independiente, en los que se iniciaba como actriz. Eso era lo que había cuando fue reclamada por primera vez por la televisión. Galería, Cultura 2 y Encuentros con las letras fueron algunos espacios en los que participó. Naturalmente, todos ellos en La 2, entonces la Segunda Cadena, pero el primer y único reducto de la cultura en aquella televisión. Dirigió sus primeros espacios en 1978: Trazos —en principio junto a Ramón G. Redondo— e Imágenes. Ambos nacidos para dar cuenta de la creación artística.
“He dedicado veinte años a la tarea de hacer programas que yo pudiera ver sin vergüenza, sin que me doliera el estómago. La mayor parte de mi vida activa la he gastado en eso”, recordaba en 1990. “Después he visto que, aunque esos programas no me daban vergüenza, sus consecuencias sí. No puedo dejar de pensar que el hecho de que las artes plásticas sean una cosa de moda en este país tiene que ver conmigo. Soy un poco culpable de que haya 299 galerías en Madrid en lugar de 14, como había antes”.
Culpable o no de aquel boom de la creación artística de hace más de treinta años —la petulancia, aunque puede lindar con el fariseísmo, siempre es mejor que la falsa humildad de los que dicen ser honestos—, lo cierto es que, para ella, la experiencia de La edad de oro fue agotadora. A la postre se trataba de un programa en directo, semanal, que duraba de hora y media a tres horas. En ellas, además de los encuentros con los notables, se incluía un concierto con una banda o un artista internacional, y cumplida información de lo más sobresaliente de la actividad artística en el extranjero. Todo ello con producción propia y la lidia, casi constante, con los procesos por ofensas a la religión.
“No podía hacer nada más, sino bandeármelas en el juzgado, en la Audiencia…”. Sin embargo, lo que ha quedado de aquel tiempo era ver a Sigfrido Martín Begué en los mismos conciertos a los que asistían —o protagonizaban— los miembros de Gabinete Caligari y otras bandas de aquella ciudad de fábula: el viejo Madrid, el de mi época, del que Paloma Chamorro dio buena cuenta. Pudo ser otras cosas, pero nunca farisea.


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