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La pasajera del ‘San Carlos’

La pasajera del ‘San Carlos’

Se lo pregunté a Francisco Ayala apenas lo conocí. Acababa yo de ingresar en la Real Academia Española y estábamos en la sala de pastas antes de un pleno, él con un whisky en la mano, flaco y elegante a sus ochenta y ocho tacos de calendario. «Don Francisco —le pregunté—. ¿Historia de macacos es una historia inventada o una historia real?». Se me quedó mirando con una sonrisa que era al mismo tiempo irónica y bondadosa, entornados los ojos. «Es un relato más inventado que real; ya sabe usted lo que son estas cosas de la literatura». Y no dijo nada más. Yo sabía, en efecto, lo que eran esas cosas; y ahora, veinte años después, lo sé un poco más. Hace un par de días, ordenando la biblioteca, releí algunas páginas de la novelita de don Francisco, publicada en Argentina en 1952, y confirmé de nuevo lo que, como dijo su autor, son «las cosas de la literatura». Lo que a menudo la hace fascinante y a veces enigmática, como una combinación de muñecas rusas.

En lo que a este asunto se refiere, todo empezó para mí siendo un niño, o casi. Mi tío Antonio Pérez-Reverte, capitán de la marina mercante, fue uno de los primeros héroes que marcaron mi infancia. Adoraba que me contase historias del mar, sus barcos y sus viajes; y teniendo yo trece o catorce años me refirió la de cierto estafador que había protagonizado un escándalo entre sexual y económico en la colonia española de Guinea Ecuatorial: historia de la que mi tío decía haber sido testigo, y que compañeros de profesión de su misma edad —Ginés Sáez, Salvador Sánchez, y otro cuyo nombre no recuerdo— confirmaron más tarde, atribuyéndose también haberla vivido personalmente. Testimonios, todos ellos, con los que muchos años después, a finales de los 80, construí un relato titulado La pasajera del San Carlos, en el que un joven marino se enamora de una enigmática mujer.

A poco de publicada mi historia, comiendo en Belarmino con el crítico literario Rafael Conte —al que debo muchísimo, pues fue quien más me animó cuando empecé a escribir novelas—, éste dijo: «He leído tu Pasajera. ¿Sabes que Paco Ayala tiene una antigua historia sobre el mismo asunto del estafador en Guinea?… Se titula Historia de macacos». Por supuesto, me faltó tiempo para ir a una librería de viejo y comprar un ejemplar, que conservo: la edición de 1955 de Revista de Occidente. Me senté a leerlo y surgió la primera sorpresa: las fechas no coincidían. Ni mi tío Antonio ni sus compañeros podían haber vivido algo que ocurrió antes de que ellos navegasen en los barcos que iban a la colonia africana, así que la explicación me pareció obvia: el relato de Francisco Ayala pasó de las páginas literarias al imaginario de los no lectores, y la historia inventada había cobrado entre ellos carácter real. Algo ficticio se contaba honradamente como ocurrido: nunca dudé sobre la sinceridad de mis narradores, que lo sostenían como verdadero. Eso significaba que alguien había leído un libro, y tras leerlo contó la historia a otros que no lo habían leído; y éstos, dando el relato por auténtico o deseando darlo, se lo contaron a terceros, convencidos incluso de haberlo visto en persona; del mismo modo que en Culiacán, México, en la calle de las cambiadoras de dólares, una de ellas me dijo una vez con toda sinceridad: «¿Teresita Mendoza, la Reina del Sur? Yo la conocí. En esta misma esquina se ponía»… Magia en fin, maravillosa, de la literatura cuando ésta se imbrica con la vida.

Pero la historia de Guinea no terminaba ahí, o no del todo. En noviembre de 2009, cuando murió Francisco Ayala, compré otra edición de Historia de macacos, esta vez la prologada y anotada por Carolyn Richmond, esposa del escritor. Y leyendo la introducción averigüé lo que don Francisco había medio escamoteado en nuestra conversación. La historia del asunto guineano venía de un caso real; algo que según el propio escritor «le oí referir a mi tío Pepe García Duarte, funcionario colonial que fue en Guinea». Con lo cual se cerraba de modo espléndido un ciclo singular: dos tíos habían contado a sus sobrinos dos historias entre verdaderas y falsas, inspirada una en otra o basadas ambas en una misma anécdota original, que esos sobrinos acabaron convirtiendo, con cuarenta años de distancia entre ellos, cada uno a su manera y con diferente desarrollo, en relatos literarios que acabaron por fundir realidad y ficción. Lo que por otra parte no impide considerar una última vuelta de tuerca: que el viejo zorro guasón que era Francisco Ayala se hubiera inventado lo del tío funcionario, y todo respondiera a su espléndida imaginación. Al vaso de whisky que ese día, en la Academia, se llevó a los labios mirándome con irónica sonrisa.

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Publicado el 19 de enero de 2024 en XL Semanal.

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Ricarrob
Ricarrob
3 meses hace

Quizás. Quizás el relato del encuentro en la RAE también es ficción, quizás el propio Ayala es una invención de don Arturo. Quizás el propio don Arturo es una invención de los lectores. Quizás nosotros mismos somos invenciones de nosotros mismos… Quizás lo único real sean los relatos… Quizás.

Porque, con la alambicada prosa de Ayala, uno se lo imagina también como un ser tremendamente alambicado en el que no me cuadra la sencilla respuesta dada a don Arturo. Quizás el detalle que nos ata a la realidad y que quizás ataba a la irrealidad en ese momento a Ayala, es el vaso de whisky que parecía disfrutar mientras respondía evasivamente a don Arturo. Porque, si el vaso estaba medio vacío o medio lleno, es un importante detalle a tener en cuenta, no por los posibles efectos etílicos sino por esa misma realidad: si estaba medio vacía o medio llena… como nuestros recuerdos.

Pero hay más. Como todos los buenos escritores, analistas de la vida, la pasada y la presente, como don Arturo, como Ayala, este es también premonitorio en su historia. Quizás Ayala estaba describiendo las futuras corrupciones políticas de una débil democracia, como la del Tito Berni. Pasado, presente, futuro, todo se confunde en la buena literatura.

Por lo tanto, ficción o no ficción, todo es en el fondo realidad, aunque la realidad sea inventada, los autores nos los inventemos e incluso los lectores seamos invenciones de los propios autores. O quizás todo sea irrealidad y vivamos dentro de la historia general del Gran Escritor. ¡¡Hasta algunos creen haber inventado la Irrealidad Artificial, también llamada IA!!

Relatos como el de este artículo de don Arturo, dan que pensar. Y, a algunos lectores, nos encantan.

Bueno, leamos todo esto, incluyendo el excelente y entretenido relato de don Arturo, con un vaso de whisky que nos haga más llevadera la irrealidad propia y la ajena.

Saludos.

Raoul
Raoul
3 meses hace
Responder a  Ricarrob

Artículos como el de Pérez-Reverte y comentarios como éste son un regalo para los lectores. Me gustó mucho La pasajera del San Carlos, desubierta hace años en un volumen de Alfaguara que, si mal no recuerdo, incluía también El húsar y La sombra del águila. Esa fue mi introducción a la obra de su autor, obra que me sorprendió por su visión del mundo y de la vida y por lo que tenía de puesta al día de la literatura histórica y de aventuras de los Dumas, Stevenson, Conrad y demás que tanta felicidad y tantos momentos de reflexión nos han aportado a sus lectores.

Ricarrob
Ricarrob
3 meses hace
Responder a  Raoul

Muchas gracias, sr. Raoul. «El húsar es mi preferida», una obra maestra, relato de ficciòn que seguramente fue realidad o lo merece. Es un canto a la desesperación, al sufrimiento y a la inutilidad de ciertos objetivos vitales basados en la falsa gloria y en la obtención de laureles. El heroismo no se busca, encuentra a quien él quiere por un puro azar. La realidad es sufrimiento, errores, horrores y… muerte. Y normalmente la gloria imperecedera es para los que no combaten, para los asesinos de masas como el Bonaparte o como Putin.

Repito, obra maestra este húsar de don Arturo.

Saludos.

Un ciclista antisistema
Un ciclista antisistema
3 meses hace
Responder a  Ricarrob

«Un sueño dentro de un sueño»…

Ernesto Falconi
Ernesto Falconi
3 meses hace

¡Buenísimo! La imaginación, la realidad, el talento de dos grandes y el licor de los monjes como protagonistas de este gran relato. Muchas gracias don Arturo.

Julia
Julia
3 meses hace

Sr Pérez Reverte.
Me ha gustado el artículo, entretenido, con suspense sobre la pasajera (habrá que leer el relato, claro), intriga y mucha casualidad.

Hay personas que opinan que las casualidades no existen.
No sabría qué decir, pero a veces me han sorprendido situaciones que, aplicando la lógica, no debieran haberse producido.
Tal vez en algún momento, se produjo una conexión con alguien que hizo de eslabón entre Ayala y sus tíos o, pudo haberse repetido la historia cuarenta años más tarde?

En el final de la película Forest Gump, el protagonista hablaba sobre los humanos qué somos y qué hacemos aquí.
Filosofar sobre este tema es apasionante porque nadie sabe nada. Se pueden escuchar desde las ideas más peregrinas, hasta algunos pensamientos profundos que satisfacen la curiosidad por unos momentos, después cada uno sigue dudando en solitario.

Buen relato, Capitán!

Ricarrob
Ricarrob
3 meses hace
Responder a  Julia

Sra. Julia, todo este artículo de don Arturo está impregnado hasta el tuétano de la teorìa junguiana respecto a las casualidades y la sincronicidad. Nada es azar, nada es casualidad, todo está conectado indisolublemente en una gran red cósmica en la que todos los seres estamos inmersos.

Interesante leer a Jung, precursor de esta visión psicológica. Precursor o màs bien, heredero, generación tras generaciòn, desde los abismos más profundos del tiempo, de las tradiciones orientales y chamánicas de nuestros ancestros.

Leer a Jung, leer a Reverte, dos caras de la misma moneda, dos caras del dios Kronos, eterno jugador de nuestras vidas.

Rogorn2
Editor
3 meses hace

Bufones, juglares o clérigos
Francisco Ayala – El País – 12/08/1995

En esta encenagada hora de España, muchos son los que están echando mano de un adjetivo específicamente literario para calificar situaciones, actitudes o personas: les aplican el valle-inclanesco adjetivo de «esperpénticas». Transportada así al terreno literario, la inmundicia se hace en alguna medida palatable, pronunciable. La asepsia de la invención poética resulta capaz de dignificar aun los más viles objetos. Olvidémonos, pues, por un momento de esta tan podrida realidad en que el país chapalea, y -si se nos permite una veraniega distracción- hablemos por el momento de literatura. ¡Con la venia, pues!

Puesto a comentar una nueva edición de mi novelita ‘Historia de macacos’, el crítico amigo Rafael Conte hacía notar que su argumento coincide exactamente con el de un cuento, ‘La pasajera del San Carlos’, incluido en el libro ‘Obra breve’, de Pérez-Reverte, que el propio Conte ha prologado. Y Juan Cruz, el editor amigo, me anima a comentar en un artículo tal coincidencia. Así voy a hacerlo.

Para empezar, se advertirá que no estamos ante un caso insólito; muy al contrario, en literatura los argumentos, como las coyunturas mismas de la vida humana, son muy pocos, y siempre iguales, repetidos de una vez para otra. En la presente ocasión se trata de una anécdota curiosa; a saber: la supuesta esposa de un funcionario colonial resultó ser en verdad una prostituta profesional, con quien él se había asociado para explotar la concupiscencia de colegas y demás colonos, dejándolos finalmente burlados. Este simple hilo argumental es, por supuesto, susceptible de diversos tratamientos literarios; y en efecto, muy distintos son el que recibió en mi relato de 1953 y el que ahora le ha dado Pérez-Reverte.

La cosa en sí no tiene nada de particular, pero se presta bien a discurrir sobre la índole de la creación poética plasmada en una obra narrativa de imaginación. O, puesto en otros términos, a marcar la diferencia entre una ficción literaria y la realidad práctica a que ella está referida. Semejante discurso lo he desarrollado yo hace tiempo con análisis detallados de cierto episodio del Quijote, el del lavado de barba del protagonista en casa de los duques. A lo escrito entonces quizá pueda añadir ahora alguna matización más, aprovechando la feliz identidad del sustrato argumental de mi añeja noveleta con el del cuento reciente de un colega joven. Pues la casualidad ha venido a poner de relieve el origen común del material anecdótico utilizado por ambos.

Ya en la edición española del libro de Keith Ellis sobre ‘El arte narrativo de Francisco Ayala’ había puesto la traductora una nota -era el año 1964- donde informa al lector: «Un episodio análogo se cuenta en España como anécdota, en relación con Romero Robledo (…): un cierto ambicioso obtiene un cargo del ministro por los favores de la supuesta esposa del solicitante, y éste, cierto tiempo después, revela al ministro que era soltero». Valga esta nota en apoyo de lo antes dicho: las situaciones se repiten siempre de nuevo, tanto en la vida práctica cómo en la literatura. Y la que sirve de base a estos relatos, el de Pérez-Reverte y el mío, pertenece a la vieja categoría del chascarrillo, cuyo esquema consiste en un engaño más o menos ingenioso dando ocasión a regocijo. La mitología griega y el Antiguo Testamento, Esopo, ‘El conde Lucanor’, el ‘Decamerón’, el ‘Quijote’, etcétera, abundan hasta el día de hoy en la elaboración literaria de burlas semejantes.

Volviendo a nuestro caso: mi narración -como sabe quien la haya leído- está situada en una imprecisa zona tropical del continente africano, donde víctima del engaño no lo será el político español que aquella traductora mencionaba, sino sucesivamente todos y cada uno de los miembros de mi imaginario establecimiento colonial. Escrita y publicada durante mi residencia en Puerto Rico, muchos lectores se maliciaron, a pesar de todo, que la historia debía referirse a esta isla del Caribe. En vista de lo cual, y con el deseo de neutralizar ese tonto -pero por lo demás tan frecuente- empeño de reconocer modelos reales en las obras ficticias, decidí aclarar las fuentes de inspiración de mi novelita mediante una nota antepuesta al texto que había de reproducirla en una antología. Y lo hice con las palabras siguientes: «En el tiempo de mi infancia (…) fue a Guinea como administrador del Hospital de Fernando Poo, y cada vez que regresaba con licencia nos traía la maravilla de maderas preciosas y relatos fascinantes. Sobre la base de uno de ellos elaboraría yo, al cabo de tantos años, mi Historia». De este modo puntualizaba que la anécdota, eje argumental de la narración situada por mí en tierra africana indeterminada, proviene en concreto de la colonia española de Guinea. Pues bien, Pérez-Reverte reconduce ahora, por su parte, el chascarrillo original de manera explícita a ese mismo punto: «Corrían los tiempos», dice, «en que Fernando Poo era todavía eso: una colonia próspera y ejemplar habitada por blancos altaneros y negritos buenos»; y enseguida cuenta con agilidad su cuento desde la perspectiva del capitán del barco que mensualmente hacía la carrera, ida y vuelta, desde Cádiz a Santa Isabel.

Dicho esto, no hará falta señalar, pues resulta obvio, que el autor de ‘La pasajera del San Carlos’ desconocía mi obrita. Y ello se comprende: la publicación de libros es hoy tan abundante y continua que nadie pude estar al tanto de cuanto se encuentra en el mercado, por no hablar de las estanterías de bibliotecas. Por lo pronto, los estilos de la prosa, las técnicas narrativas, los respectivos desarrollos de la acción son totalmente distintos en ambos relatos, el suyo y el mío. En suma, lo único que una y otra composiciones literarias tienen en común es la anécdota, probablemente real, sobre la que fueron montadas. Y, siendo así, proporcionan, como antes dije, excelente oportunidad para reflexionar una vez más en términos generales acerca de la relación entre los materiales de la experiencia viva y la invención literaria en ellos basada.

Digamos ante todo que sólo el tipo mostrenco de lector -o de espectador, en su caso- a quien de la obra de arte no le interesa sino «aquello que pasa», o mejor aunque no quiere saber sino «lo que pasó», podría hacerse cuestión acerca de la «originalidad» de un relato literario a juzgar por la «novedad» del argumento que desarrolla. Es ese lector que, impaciente, se salta «la paja», se detiene en los diálogos, y quizá se apresura a buscar en las últimas páginas del libro el desenlace de la acción; y claro está que su curiosidad podría quizá saciarse mejor con un resumen, o tal vez pidiendo a alguien que le cuente cómo termina la novela (o la película); pero ¿cabría en cambio afirmar que el argumento de una novela es mero soporte, o pretexto, para levantar a su alrededor un edificio de valor estético?, ¿que una cosa es la verdad, y otra, de calidad muy diferente, quizá más alta, la poesía? Sostener esto equivale a ignorar la calidad literaria que es propia y peculiar de la vida humana misma; y que la anécdota original de un poema constituye, siquiera sea en germen, una creación literaria.

En efecto, el complejo de hechos constitutivo de una anécdota sólo adquiere la condición de tal, es decir, sólo adquiere sentido, mediante una forma verbal capaz de comunicarlo; y es cosa bien sabida que los mismos chistes, los sempiternos chascarrillos, se repiten siempre de nuevo, con mayor o menor efecto, en las más variadas versiones, a lo largo de los siglos. También es de vulgar conocimiento que su eficacia depende del arte -un arte modesto, pero arte al fin-, de la gracia con que el chistoso de turno acierte a desempeñarse.

A partir de la común experiencia dé la vida, cuyo sentido -misterioso en su fondo- se quiere descubrir y busca expresión desde los niveles elementales del folclore y la paremiología hasta los más profundos tratados de metafísica (o hasta la novela, que para Unamuno era el instrumento máximo del conocimiento), todos los esfuerzos literarios vienen a parar, a final de cuentas, en un mester de clerecía, cuando no de juglaría.

Historia de macacos
Rafael Conte – ABC – 18/08/1995

‘Historia de macacos’, que fue en su tiempo el primero de sus libros que Francisco Ayala pudo publicar en España después de su exilio, en 1955, en una edición casi clandestina y minoritaria de Revista de Occidente, es un conjunto de seis relatos cortos -uno de ellos es una novela breve, género en el que Ayala es un maestro absoluto- cuya relectura me ha descubierto un dato curioso: contiene, en uno de sus dos «leit-motivs» argumentales, la misma historia que 40 años después ha manejado Arturo Pérez-Reverte en su cuento breve ‘La pasajera del San Carlos’, incluido en ‘Obra breve’ (Alfaguara, 1995), que he tenido el placer de prologar. No se trata de un plagio, ni de una influencia directa, sino de un hecho real, acaecido durante la administración colonial española de Guinea, en la isla de Fernando Poo, del que Ayala tuvo noticia por un familiar funcionario colonial, y Pérez-Reverte por otro marino, y de ahí la notable diferencia entre ambos relatos, uno más terrestre y otro más especialmente marinero. El de Ayala, casi medio siglo antes, es más amplio, más globalizador, y su crítica del colonialismo mucho más serena y terrible, pues la completa con la esperpéntica historia de la apuesta gastronómica de los simios, y deja un final tan ambiguo que casi parece abierto.

Ricarrob
Ricarrob
3 meses hace
Responder a  Rogorn2

Diga lo que diga el propio autor sobre su obra, diga lo que quiera decir, no diciendo nada o diciendo mucho, una vez escrita, una vez salida de su pluma, ya no le pertenece. Y su intencionalidad y las supuestas fuentes de su obra nada tienen que ver con su reaccion ante los comentarios de los lectores una vez transcurrido el tiempo y cambiados sus parámetros vitales.

La obra ya sólo le pertenece a los lectores y a sus interpretaciones, para bien o para mal. Pero no estàn de más estas acotaciones del editor. El gran supervisor ha hablado…

Por cierto, qué diría hoy sobre «la podrida realidad sobre la que el país chapalea» y qué dirîa sobre su esperpéntica realidad valleinclanesca…

Francisco Brun
3 meses hace

Toda producción literaria, pictórica, cinematográfica, escultórica, o teatral; es una creación de nuestra mente. Si dicha creación es buena, regular o mala dependerá de múltiples factores como las modas, o los gustos de los consumidores; pero lo que se pone en duda es saber, si lo creado es verdad o fantasía.
En mi opinión, la obra más abstracta o la historia más inverosímil, desde el momento que se materializa en un soporte: papel, piedra, o representación sobre un escenario; se convierte en un hecho real. Nuestra mente humana posee la peculiaridad de inventar, y nuestro cerebro, creo yo, ha alcanzado el espectacular logro de reinventarse incluso a sí mismo.
Nuestra mente, es algo tan prodigioso, que puede crear un mundo nuevo de cabo a rabo, a partir de la imaginación.
Pero lo asombroso, no es que esta creación de un nuevo mundo sea una creación teórica, lo asombroso es, que podemos convertir en real esa idea al principio de ficción.
Pondré un ejemplo, viajar en el tiempo. Muchas veces nos pasa que tomamos como algo cotidiano, ciertas cosas que implican utilizar invenciones de la ciencia que se necesitaron siglos para lograrlas, el GPS es una de esas herramientas que parecen cosas tan simples como comer una hamburguesa, pero olvidamos que nuestra posición sobre la tierra se triangula con un satélite que está orbitando en algún lugar del cielo. Y esto de viajar en el tiempo, en mi opinión ya se ha logrado; cuando podemos ver una película de época, en donde los espacios, las calles, las vestimentas de los personajes, los carruajes, o automóviles, nos transportan a esa época de nuestra historia, con una veracidad para mi perfecta.
Reitero, lo sorprendente en todo esto es nuestro cerebro, el cual es el único órgano de nuestro cuerpo que se estudia a sí mismo.
Sin quererlo tengo que decir, lo que muchos consideran el descubrimiento más importante de todos los siglos, la inteligencia artificial; lo menciono con otro ejemplo: imaginemos que el señor Pérez Reverte, convoca a mil escritores del mundo, para redactar una novela, que se podría llamar “El fin del mundo”; una vez pactado la cantidad de páginas y palabras, cuando las mil obras estén terminadas, una máquina, llamémosla IA, coloca a estas mil ideas en una licuadora virtual; el resultado será el producto de la imaginación de mil cerebros trabajando en un hecho concreto, con un objetivo “X”. Ahora imaginemos, que mil hombres de buenas intenciones (esto es lo difícil, conseguirlos), se convocan para cambiar el mundo…yo creo sinceramente; que es posible lograrlo.

Cordial saludo.

Última edición 3 meses hace por franciscobrun
José Prats Sariol
José Prats Sariol
3 meses hace

Brillante manera de burlarse de aquellos que aún excluyen ficción, imaginación, fantasía, sueño, de la realidad, de lo real… APR muestra una vez más que la amenidad no está reñida con la sabiduría.

Francisco Brun
3 meses hace

Como aquí se puede escribir gratuitamente, quiero presentar esta historia; si fue real o no, quedará a consideración del lector.

Siempre he escuchado historias relacionadas con fantasmas, pero jamás he protagonizado en carne propia una experiencia de ese tipo, que por lo general tenemos la tendencia a relacionarlas con entes tenebrosos, que habitan en monasterios abandonados o viejas mansiones desvencijadas, en donde ocurrieron hechos desgraciados. Estas historias suelen pasar de boca en boca amplificadas y también distorsionadas. Pero esta que les contaré, proviene de alguien en el que siempre confié, mi padre.
Esto contaba él en las sobremesas nocturnas y cabe señalar que justamente la noche se presta por lo general para estos acontecimientos del más allá, como comúnmente le decimos, porque la noche amplifica este tipo de historias y brinda el entorno indispensable para que ocurran cosas extrañas. Esta historia en particular, la que trataré de contar con lujo de detalles como la contaba mi padre al que le decían Quique, ocurrió una noche en el pueblo de Villa Ballester, tal vez en la década del 1920, o 1930.
Villa Ballester por aquellos tiempos tenía todas sus calles de tierra y por la noche no existía un buen alumbrado público; por lo cual, la luz de la luna prestaba, cuando había, un servicio muy conveniente. Un detalle muy importante en el que hacía hincapié mi padre, era la no existencia de agua corriente; la misma se extraía de la napa mediante la utilización de una bomba. Era frecuente colocar la misma próxima a la quinta, para facilitar su riego. Este singular aparato tenía un cilindro al que se le provocaba un vacío moviendo una palanca en forma manual.
La noche en la que ocurrió esta historia, mi padre tendría unos catorce años y se encontraba cenando, cuando su madre, es decir mi abuela, le pidió que fuera a buscar agua, tarea que un chico podía realizar sin problemas.
Antes de avanzar, permítanme decirles algunas cosas que forman parte de la historia. En esos barrios se acostumbraba a no dejar puertas cerradas, tanto de los cercos de los frentes, como de las casas, y la división característica entre propiedades era el alambre tejido; para contener a las gallinas y a los perros. Los vecinos de estos barrios se conocían todos, y muy bien, incluso por su nombre, su profesión, cuántos miembros constituían cada familia, o incluso la fecha de los cumpleaños. Por las noches se podía observar los movimientos de los vecinos próximos; porque los postigos solo se cerraban los días tormentosos.
Esa noche, contaba mi padre, la luna iluminaba el camino entre la casa y la bomba, y se tenía que atravesar toda la quinta. También hacía referencia que cuando se sale de un lugar iluminado, quedamos encandilados y tardamos unos segundos en habituarnos a la oscuridad. En esa noche de luna, me contaba, solo se observa tonalidades que van del negro al gris oscuro, pero se puede distinguir perfectamente un obstáculo que se encuentra frente a nosotros.
-Ir de noche a buscar agua, contaba mi padre -me provocaba cierto temor, porque por aquellos tiempos era frecuente que indigentes entraran a robar verduras, e incluso huevos del gallinero; si algo así hubiera ocurrido imagínate el susto. Pero esa noche nada extraño sucedió y un cierto sentimiento de seguridad me brindaba poder ver desde su ventana a nuestra vecina doña Aurora, que me saludaba con su mano. Teníamos un perro al que le decíamos Colo, era tipo fox terrier que en la cena se echaba debajo de la mesa, y si yo salía me acompañaba hasta donde fuera y luego entraba conmigo. Esa noche, lo recuerdo como si fuera hoy, Colo no me acompañó como siempre lo hacía, y se quedó echado observando desde la puerta; imaginé que no tenía ganas de seguirme.
Después de bombear agua y llenar el balde, regresé a la cena familiar.
Al día siguiente, cuando me dirigía al colegio, me crucé por casualidad con doña Aurora, que regresaba de hacer los mandados. Era una muy buena señora, y servicial, amiga y vecina de toda la vida, mi madre la conocía de joven, y ella conocía a toda nuestra familia, era viuda y frecuente invitada de nuestros cumpleaños familiares. Esa mañana después de saludarme, detuvo el changuito y me hizo una sola pregunta que hasta el día de hoy, mira que hace años, me corre un frío por la espalda.
-Hola Quique, decime una cosa – me preguntó Doña Aurora con una sonrisa- deteniendo su changuito.
-¿Qué cosa Aurora, le pregunté?
-¿Quién era esa señora de pañuelo negro, que anoche te acompaño a cargar agua?, me hizo recordar tanto a tu difunta abuela.
Siempre que mi padre me contaba esta historia, y al recordarla nítidamente, se le llenaban los ojos de lágrimas, y concluía diciéndome:
-Estoy seguro que el espíritu de mi abuela, a la que no conocí, me estaba cuidando esa noche.

Ricarrob
Ricarrob
3 meses hace
Responder a  Francisco Brun

Inconsciente colectivo, sincronicidades, otras dimensiones, las ideas del doctor Brian Weiss, ¡tàntas cosas que desconocemos pero intuimos! Vida eterna, transmigración de las almas, espíritus que nos vigilan de vez en cuando… nunca lo sabremos a ciencia cierta y, quizás, ni falta que hace. El aura romántica de los espíritus protectores, de las hadas, nos acompaña desde que somos humanos. Quizás sea cierto, lo que no quiere decir que sea real, quizás no, quizás lo necesitamos… como los relatos ficticios pero reales. Quizás los necesitamos ahora más que nunca…

Impresionante relato, sr, Brun. Saludos.

Marcelo Oscar Vieytes
Marcelo Oscar Vieytes
3 meses hace

Resultan impresionantes las capacidades que logramos unos evolucionados «macacos» a partir de unos cuántos átomos que se ordenaron alguna vez, y siguen reorganizándose de tiempo en tiempo.

Basurillas
Basurillas
3 meses hace

Toda una vida que pasa a gran velocidad ante nosotros, con cientos de viajeros, de gente con sus complicadas existencias y sus ocupaciones. Y no tienen más valor que los personajes de nuestro libro, de nuestra emocionante lectura, robada a los momentos de espera, a los tránsitos aburridos entre estaciones e intercambiadores, al tiempo sin contenido, al vacio existencial junto a peregrinos de la prisa y el fichado laboral, a los instantes insustanciales compartidos con fantasmas en escaleras mecánicas y extenuantes pasillos. Esa es la magia de la lectura que ningún invento humano puede igualar: la preferencia de la imaginación y la fantasía a la, muchas veces, alienante realidad. ¡Viva pues la vida…entre líneas!
¿Quién sabe si no somos, y siempre lo hemos sido, la inteligencia artificial que quiso emular con éxito a su Creador? Ya en alguna canción escuché que «al principio el hombre estaba solo y por eso creó a su Señor a su imagen y semejanza…».
Vistas así las cosas, la mera coincidencia de un relato, un hecho, o una repetida realidad, planteada por don Arturo, carece casi de importancia. Siempre será una cuestión de fe. Como la vida misma; que nunca sabremos si va a continuar en el minuto siguiente.

Ferran
Ferran
3 meses hace

Como dicen los italianos, se non è vero, è ben trovato… La fuerza de las historias está en su capacidad de hacernos creer que son reales, incluso las de fantasía o ciencia ficción. ¿no es real Bilbo Bolsón?

Basurillas
Basurillas
3 meses hace