Inicio > Libros > Adelantos editoriales > Primeras páginas de A favor del viento, de Jim Lynch

Primeras páginas de A favor del viento, de Jim Lynch

Primeras páginas de A favor del viento, de Jim Lynch

La historia de una familia dedicada por entero a una obsesión: los barcos de vela. Joshua Johannssen ha pasado toda su vida entre veleros. Su abuelo los diseñaba, su padre los construía y competía en ellos; su madre, obsesionada con Einstein, sabe por qué y cómo funcionan. Josh y sus dos hermanos llevan la vela en la sangre, y su patio de juegos fue el estrecho de Puget, en el estado de Washington. Pero tanto su hermana como su hermano huyeron hace muchos años: Ruby a África, entre otros lugares, para hacer buenas obras en tierra, y Bernard a quién sabe dónde en el mar, como fugitivo y pirata. Con la sensación de haber llegado a los treinta y uno de repente, Josh, que repara barcos de todo tipo en un puerto deportivo al sur de Seattle, se siente dolido y confuso por lo que quiera que fuese mal en su volátil familia. Sus padres no se hablan, su desconcertado abuelo bebe cada vez más y él mismo ni siquiera está cerca de encontrar novia. Pero, cuando los Johannssen se reúnen inesperadamente para la regata más importante en estas aguas, todos juntos en un velero clásico que construían hace décadas, encontrarán sus destinos y llegarán a conclusiones reveladoras.

A continuación, puedes leer las primeras páginas de A favor del viento, de Jim Lynch.

 

Einstein navegaba

Einstein no era un gran marino, probablemente ni siquiera llegaba a mediocre. No participaba en regatas ni hacía travesías, pero entendía la placentera mezcla de acción y calma y la emoción de navegar al atardecer hacia un éxtasis de centelleos. A muchos nos ha seducido todo esto. En el agua nos sentimos competentes y exaltados, y la gloria nos dura hasta que saltamos a tierra y nos tropezamos con un bordillo y no encontramos las llaves y recordamos que tenemos el patio hecho un erial y el tejado con cuatro centímetros de musgo y que hay que cambiarle las pilas a los detectores de humo y que una rata se murió en la pared y que seguro que nuestras madres querrían que viviésemos más cerca. Por lo menos, alguien quiere algo más de nosotros. Pero el «nosotros» del que nosotros queremos más está a bordo de un barco impecable, con el casco reluciente y las velas cazadas y el viento de través.

¿Estoy comparándonos con Einstein? Sí. Los veleros atraen a los chalados y a los genios por igual, a los románticos cuyos barcos representan una imagen proscrita de sí mismos. Nos seducen estas cosas, pero lo que nos cuesta entender es que no son los barcos, sino esos inexplicables momentos en el agua en los que el tiempo se ralentiza. Todo el sector se sostiene sobre un sentimiento, una emoción. No suele tratarse del objeto, ¿o sí?

Sea como fuere, los aficionados a la vela son unos pringados. Pagan más en amarre y reparaciones de lo que valen sus barcos, y no parecen captar lo rápidamente que la lluvia y el agua salada conspiran para corroer y pudrir, con los gastos subiendo al ritmo vertiginoso al que disminuye el valor. Por no hablar de los regatistas que tiran millares por la borda para hacer sus balandras media pizca más rápidas y poder terminar los octavos en lugar de los undécimos en regatas tan desconocidas que no dejan ni la más mínima huella en la sección de Deportes. Un fanático de la zona gastó once mil dólares en un inodoro de fibra de carbono para ahorrarse menos de ocho kilos. En las paredes de Capital City Boatworks cuelgan placas de patrones agradeciéndonos las carísimas imprimaciones que están convencidos de que les ayudaron a ganar. Todo está en sus cabezas. Así que, sí, es cierto que los regatistas tienen un ala propia en cualquier manicomio de navegantes, pero son todos unos desubicados. Incluido yo. También pecadores. La ira surgió en los barcos, contaba mi abuelo, e insistía en que el propio Noé era un celebérrimo blasfemo. Pero la soberbia, la envidia, la lujuria, el orgullo, la avaricia y la gula también medran en ellos, igual que la ingenuidad, la beligerancia y otros defectos de segunda. Tomemos como ejemplo al nuevo dueño de la lancha motora de veintiún pies destripada contra aquella valla. Embistió el muelle de combustible con tanta fuerza la semana pasada que hizo un agujero en la proa porque no podía encontrar «el freno». O saquemos una tumbona para observar las rampas públicas cualquier sábado de sol y ¡que comiencen las tomas falsas! Como se suele decir, todo lo que necesitas para navegar es dinero, y ni siquiera eso. Si esperas lo suficiente, alguien te pagará para que te lleves su barco.

Aunque, por supuesto, están los que se niegan a abandonar. Ese Pearson 36 rajado que asoma del primer dique de carena se estrelló contra una roca durante un temporal anómalo en marzo y perdió la quilla y la pala del timón. Pero el dueño insistió —antes de someterse a tres endoprótesis vasculares— en que hiciésemos lo que fuese necesario, cualquier cosa, para que Sophia estuviese lista para las regatas del verano.

—Señor Stanton —le aconsejamos amablemente—, repararla podría costarle mucho más de lo que vaya a ganar vendiéndola.

—¿Quién ha dicho que la vaya a vender? —preguntó, atragantándose con las palabras—. Quiero. Navegar. Con. Sophia. De. Nuevo.

¿Tienen los barcos alma? Al parecer, sí. Al menos, su esencia se va mezclando con la de sus dueños. E, igual que la gente comienza a parecerse a sus perros, acaba por asemejarse a sus barcos. Podría pasearme por las marinas y los astilleros del mundo y decir quién es el propietario de cada velero, luego enderezarles los mástiles, recablearles los motores, pintarles la obra viva y liberarlos de nuevo, hasta que alguna otra cosa gotease, se atascase o se rompiese. Como la mayoría de los mecánicos de barcos, intento no encariñarme con los clientes, pero, aunque comienzan como desconocidos, dejan pronto de serlo. Muchos se convierten en amigos; algunos son familia.

Aquella mañana fue mi padre quien me despertó para anunciarme que iba a traerme un barco para «arreglar». No dijo lo que eso suponía, ni preguntó si tenía tiempo o espacio en el taller. Solo que iba a traerlo desde Seattle y que a lo mejor no llegaba hasta las cinco, así que ya podía asegurarme de que el cabrón de la grúa lo esperase. Eso fue todo. Mi padre utilizaba el teléfono como un megáfono: para hacer anuncios e impartir órdenes.

Preparándome para su llegada, hice mi ronda final entre arrobados aficionados a los barcos que se comían con los ojos los cascos desnudos apoyados sobre bloques y soportes, el astillero rebosante, como de costumbre, de un todo que abarcaba de cacharros abandonados a yates relucientes, con valores entre la nada y un millón. ¿Veis esa bañera descolorida, con las líneas de vida quebradas y una barba de algas en la línea de flotación? Los Catalina 27 abundan por aquí tanto como las gaviotas, pero ante los soñadores ojos de Rex y Marcy, ese mostrenco desaliñado es un velero exótico, listo para surcar los océanos.

Apenas en la veintena, se habían mudado aquí desde San Luis para trabajar en una granja ecológica de pollos al sur de la ciudad, y descubrieron su elixir espiritual cuando el hippie de su jefe los sacó a navegar una única vez. Al siguiente fin de semana comenzaron a explorar marinas en busca de barcos huérfanos, como esta decrepitud de veintisiete pies con la que se hicieron en una subasta por 875 dólares.

—¿Vais a arreglarlo para navegar por las islas este verano? —les pregunté oteando el puerto en busca de palos entrando. Con sonrisas tan grandes que casi les impedían hablar, se miraban el uno al otro para ver quién iba a confesar qué.

—En mayo dejamos el trabajo y nos vamos —acabó por decir Rex.

—¿Cuánto tiempo?

—Sin fecha de vuelta. Me reí antes de poder evitarlo.

—¿Habéis navegado ya con él?

—Nah —sonrió—. Lo estamos deseando.

—¿Habéis pasado alguna noche a bordo?

—Solo aquí, en el aparcamiento. —Las gruesas gafas de Marcy le hacían los ojos demasiado grandes para la cabeza. Ahora tampoco le cabían los dientes en la boca—. Es supercómodo —dijo.

Mientras les ofrecía mi asentimiento más alentador, advertí un alto mástil negro doblando la baliza de bocana del puerto y acercándose a nosotros a todo trapo por el canal dragado.

—Iremos primero a Alaska —me comentó, observando a Rex para asegurarse de que no contaba demasiado.

—¡Genial! —dije. «Estáis como puñeteras chotas», fue lo que pensé.

Llevar un astillero es como trabajar en una planta de psiquiatría. Mostramos nuestro apoyo con muecas y movimientos de cabeza tranquilizadores. Hacemos nuestro cameo en ensoñaciones y delirios.

—Luego, nos dirigiremos a China —añadió Marcy, rodeando las huesudas caderas de Rex con un brazo y enganchando el pulgar en su bolsillo delantero.

—¡Qué bonito! —dije.

«La vais a palmar», pensé.

O puede que no. Intenté imaginármelos sonriendo tiernamente entre olas de nueve metros en su decimonoveno día seguido sin ver tierra. Era, de hecho, posible. Quizá llegarían a la trascendencia navegando. Mi problema era que Rex y Marcy de Misuri comenzaban ya a confundirse con Chet y Laura de Nebraska, Jen y Osler de Texas y otra docena de parejas de ojos desorbitados, herederas de la doctrina del Destino Manifiesto de los primeros colonos, a las que había visto llegar al taller. Por si no lo habéis notado, la gente no suele tender al este en Norteamérica. Huyen al oeste, a reinventarse en Las Vegas y Hollywood, o más al norte, en nuestras aguas profundas, donde las glaciaciones se conjuraron para esculpir este paraíso de la navegación.

Puedo distinguir a estos migrantes de la aventura al vuelo porque ciertas cepas de esta suave locura invaden los genes de mi familia de la misma forma que la diabetes o el alcoholismo se arraciman en los de otras. Durante años, la navegación nos mantuvo unidos. Éramos competidores, constructores y navegantes de travesía. Este era el negocio familiar, nuestro deporte, nuestra droga. Y, sin embargo, al final, navegar fue también lo que nos separó.

—¿Tenéis otra cerveza? —pregunté.

Rex y Marcy chocaron al abalanzarse hacia la nevera portátil por la Pabst helada que necesitaba para darme valor, visto que el barco de mástil negro que se deslizaba pasando la dársena, saltándose todas las limitaciones de velocidad del canal de aproximación, iba probablemente al mando de mi padre. Cuando estuvo a unos doscientos metros, pude distinguir el perfil familiar de un viejo Joho 39 y la gran silueta tras la rueda del timón.

Acercándose demasiado rápido, invirtió la marcha del motor en el último momento, antes de cruzar la línea de muelle de un salto mientras gritaba al tatuado Tommy:

—¡Pasa las eslingas por delante y por detrás del techo del camarote!

Repitió estas instrucciones después de que Tommy las obviase.

—Ya lo he oído la primera vez —dijo Tommy desde su asiento en lo alto de la grúa.

—¿Y por qué no has contestado, entonces? —preguntó mi padre—. ¿No es esa la razón por la que tenemos un idioma común? ¿Para comunicarnos? Y ata esas eslingas juntas para que el barco no se resbale al levantarlo. ¿Has oído o tengo que repetirlo?

Entonces me buscó con los ojos y bramó mi nombre.

Nadie olvida haber conocido a mi padre. Gritón, alto y rollizo, invade el espacio personal y exige su derecho de paso. No hay nada moderado en él. Líder y gamberro, caballero e imbécil, nunca reconoce una debilidad, admite una enfermedad o dice que quiere a nadie. Aunque la otra cara de la moneda es que, cuando le complaces, te sube la temperatura corporal un grado o dos. Y aquí estaba, en su elemento una vez más. Anónimo en la calle, sigue siendo una leyenda en los muelles. Aún hay marinos que hacen cola para estrecharle la gran mano y, si se queda a tomar algo, pueden llegar a reunir el valor de preguntarle por todo lo que, según se cuenta, hizo hacer a sus hijos o a su tripulación para ayudarle a ganar, o de verificar las historias y los rumores sobre mi hermano o, más probablemente, mi hermana.

A todas luces aún agitado, Tommy izó con rapidez el maltrecho velero y lo dejó oscilando en las eslingas, algo que solo hacía cuando quería recordar a los dueños que podía dejar caer sus juguetes si se les ocurría ser algo menos que corteses.

—¡Eh! —voceó papá, trotando por la rampa hacia mí, mientras Tommy volvía a fingir sordera, poniéndose un pitillo entre los labios—. ¿Qué le pasa a ese pedazo de burro?

—Me alegro de verte —dije.

Me sostuvo la mirada con aquellos brillantes ojos azules que siempre parecían reclamar perdón.

—¿Cómo puedes saberlo ya? —preguntó.

En un silencio incómodo, observamos a Tommy maniobrar la grúa mientras yo reconstruía las implicaciones de esta visita. Aquel viejo barco era uno de los primeros y más rápidos Johos de treinta y nueve pies que había diseñado y construido mi familia. Sin duda lo había comprado por poco más que nada y ahora quería que yo lo revisara por lo barato, para venderlo o competir con él.

—Vamos, flacucho, te invito a cenar —dijo, y me fue fastidiando los cuatrocientos metros de paseo que había hasta el restaurante—. Dime que por fin tienes un coche que corre —comenzó.

—Nah.

—¿Cómo es que un mago de los arreglos como tú aún no tiene coche?

—Cuando necesito uno, lo pido prestado. Tengo una bici.

—Ya no tienes doce años, Josh. Necesitas un coche. ¿Por qué no vienes a trabajar con nosotros? Aún podemos sacarte partido; más que nunca, de hecho. Lo sabes, ¿no? Podrías hacer muchísimo más de lo que estás haciendo aquí, sea lo que sea lo que hagas.

—Creo que ya hemos pasado por esto unas cuantas veces. ¿Cómo está mamá?

Se quitó de un manotazo la gorra de béisbol y meneó la cabeza como un perro sacudiéndose el agua.

—Ojalá lo supiese.

—¿Hace algún progreso?

Se sacó un pañuelo y se sonó.

—Trabaja las veinticuatro horas del día. Si no le pusiese la comida delante, ni comería. Para serte sincero, ni siquiera sé ya en qué está trabajando. —Me miró fijamente—. Entonces, ¿cuándo dices que va a terminar esta fase monacal tuya?

—¿Cuántos monjes conoces que trabajen en astilleros y busquen pareja en internet?

—Pero ¿cómo puedes conocer chavalas con un ordenador? —preguntó.

Me planteé contarle mi último encuentro con una mujer cuya lista de pegas para una cita era: «Ni bebedores ni fumadores ni leos ni acuarios ni hombres sin afeitar de menos de 1,78 ni tipos de más de treinta y siete que calcen zapatos raros o sean aficionados a NASCAR». Después de nuestra primera y única salida, añadió otro reparo: «Que no viva en un barco».

—————————————

Autor: Jim Lynch. Título: A favor del viento. Editorial: AdN. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

0/5 (0 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios