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Proyecto Itinera (LXXVI): Y si todo fue un sueño

Proyecto Itinera (LXXVI): Y si todo fue un sueño

Los primeros rayos de sol se filtraban a través de la persiana que protegía la ventana del dormitorio de Inés. El cálido contacto de la luz sobre sus mejillas la hizo despertar de su letargo. Tumbada sobre la cama, desperezó sus brazos, ligeramente agarrotados tras la inactividad nocturna, y se incorporó sobre el colchón. Aunque sentía algo de sueño, no le apetecía seguir acostada, así que se levantó y se dirigió hacia la terraza. Corrió las cortinas con un gesto hábil, casi mecánico, fruto de la rutina diaria. Abrió las puertas y se acercó a la barandilla exterior. La aurora se desplegaba sobre el mar con sus rosáceos destellos. El Mediterráneo despertaba rumoroso como de costumbre en las mañanas de verano, con un azul intenso salpicado por la espuma blanca de las olas. Inés llenó sus pulmones de aire puro tras aquella maravillosa bienvenida matinal y entró de nuevo a su cuarto, iluminado ahora por la espléndida luz que le brindaba su orientación hacia levante.

"Con el transcurrir de los años había adquirido una gran destreza para mantener su jardín. Las buganvillas blancas y malvas se alternaban con ceanotos azulados, siemprevivas amarillas e hibiscos de rojo intenso"

Antes de pasar al cuarto de baño se miró al espejo. Un mueble de cuerpo entero ante el que le gustaba probarse sus vestidos antes de salir a la calle. Aunque ella se veía más o menos como siempre, algunos signos denotaban el paso inexorable del tiempo. Pero no quería deprimirse. “Hoy viene Fabio”, se dijo. Bajó a la cocina, pequeña, pero funcional, lo suficiente como para desayunar y comer en las largas estancias que pasaban en el Cabo de Palos, en aquella casa que habían conseguido comprar gracias a sus ahorros, tal y como ambos habían anhelado durante tanto tiempo, en pleno pueblo, a pocos metros del mar. A Inés le encantaba desayunar su taza de café, con la leche templada, y una tostada de mantequilla y mermelada de fruta, generalmente de melocotón. Fabio nunca se lo había llevado a la cama, recordaba mientras se esbozaba una ligera sonrisa en su boca, pero bueno, habrá que perdonarle, tenía otras virtudes. Mientras comía ensimismada en sus pensamientos, un sonido de pasos en el salón y la monótona voz de la presentadora del informativo de la televisión delataban que sus hijos ya se habían despertado también.

Inés salió al pequeño patio de la casa mientras Sandro y Andrea desayunaban. Con el transcurrir de los años había adquirido una gran destreza para mantener su jardín. Las buganvillas blancas y malvas se alternaban con ceanotos azulados, siemprevivas amarillas e hibiscos de rojo intenso. Las flores se combinaban con plantas aromáticas como la lavanda, el romero, el tomillo o la albahaca. No hacía mucho tiempo que se había atrevido con los frutales y ya tenía plantados un limonero y un granado. Aunque su predilecto era el olivo que habían instalado ella y Fabio en el centro del jardín, como corazón de aquella maravillosa casa mediterránea. Cada mañana se esmeraba en regar y podar para mantener vivo y sano aquel modesto vergel, su pequeño refugio doméstico. Le encantaba repasar el estado de las hojas, cortar las que estaban secas y mimar cada una de ellas para sacar el mejor provecho a sus frutos. Una vez hubo terminado su quehacer, atravesó el salón en dirección a su habitación. La mañana iba avanzando y no quería perderse su paseo matutino. “Además me tengo que lavar el pelo”, pensaba, “A Fabio no le va a gustar verme con el pelo sucio”. Después de la ducha, Inés se puso un vestido de verano, de tirantes blancos y falda larga, sencillo, pero elegante. Cogió su bolso y se despidió de los chicos.

"En especial le gustaba leer fragmentos de los que él mismo había escrito, sobre todo de sus dedicatorias, pues todos, de alguno u otro modo, eran un homenaje para ella, siempre paciente y comprensiva con su obsesión por investigar y escribir"

Su casa, encalada de blanco con los ventanales pintados de azul claro, como aquellas maravillosas viviendas colgadas de los acantilados de Santorini a modo de nidos de buitres, daba al puerto del Cabo de Palos. Estaba situada en pleno paseo marítimo, donde los restaurantes se agolpaban para recibir a los innumerables visitantes de los días de estío. A Inés le encantaba perderse entre sus adoquinadas callejuelas y ver los escaparates de las tiendas de ropa, aunque no se comprara nada. A ella y a Fabio les encantaba la atmósfera que se respiraba en los pueblos de mar en verano. Tras un breve deambular callejero, Inés entró en una tienda, decorada con motivos orientales. Un inmenso rostro de Buda colgaba de la pared situada frente a la puerta. El intenso olor a incienso dominaba el ambiente de aquel diminuto comercio, que economizaba cada uno de sus rincones para exhibir su variada mercancía. A Inés le recordaba a aquellas abigarradas tiendas de los zocos árabes, que tanto habían recorrido en sus viajes al otro lado del Mediterráneo. Mientras miraba algunos vestidos, se acordó de nuevo de Fabio y miró su móvil. “Qué raro que todavía no me haya dicho nada”, pensó. Pero como su marido era un hombre despistado como ninguno, mucho más con los años, no le dio importancia. De aquella tienda fue a otra y así pasó un buen rato hasta que decidió volver a su casa.

Después de comer se tumbó un rato en la cama. Aquel era uno de sus mayores placeres. A veces no llegaba a dormirse del todo, pero poner una película en la tele, aunque fuera muy mala, le ayudaba a relajarse lo suficiente como para olvidarse de todo. De todo salvo de Fabio, “este hombre no dice nada ¿dónde estará?”, volvía a preguntarse. Sin darse cuenta, se quedó amodorrada y el sueño se apoderó de ella. Casi una hora después se despertó. Los chicos estaban viendo la tele en el salón. Inés aprovechó para entrar en el cuarto de los libros de Fabio, que muchos llamaban biblioteca, pero a él le parecía pretencioso. Con el tiempo había desarrollado cierto interés por echar un vistazo a los títulos que su marido había ido acumulando a lo largo de los años. En especial le gustaba leer fragmentos de los que él mismo había escrito, sobre todo de sus dedicatorias, pues todos, de alguno u otro modo, eran un homenaje para ella, siempre paciente y comprensiva con su obsesión por investigar y escribir. De esta manera conseguía estar cerca de él. Después de unos minutos encerrada entre los innumerables volúmenes de aquella estancia, bajó las escaleras.

—Niños, me voy a dar un paseo —dijo mientras salía por la puerta.

—Ten cuidado mamá, no te alejes mucho de casa.

—Tranquilos, que no soy una niña pequeña.

Inés volvió a mirar el móvil. Sin noticias de Fabio. No le daba mucha importancia, pues no conseguía recordar la última vez que lo había mirado. A veces perdía la noción del tiempo. Cosas de la edad, pensaba. Salió en dirección hacia el dique de entrada del puerto, donde se encontraba su cala predilecta. Una pequeña bahía dividida en dos por un espolón rocoso que se internaba unos metros como rompeolas natural. Siempre que visitaban el Cabo de Palos cuando veraneaban en el Mar Menor le encantaba aparcar allí para sentir el mar en toda su profundidad, antes de ir a comprar a la lonja del pueblo o de cenar en cualquiera de sus restaurantes. Ahora tenía el privilegio de poder disfrutar de aquel espacio en diferentes momentos del año, durante el bullicio veraniego y en las tempestuosas tardes invernales, cuando el incesante golpeo de las olas contra la roca exhibía la inmensa fuerza del Mediterráneo. Desde allí tomó el camino que llevaba hasta el faro, a lo largo de un sendero que discurría sobre los perfiles de la abrupta costa del cabo, horadada por el mar durante milenios.

"El rumor del agua la relajaba profundamente. Se sentó en la orilla y se refrescó la nuca y los tobillos. La brisa envolvía su rostro y disipaba por segundos el calor veraniego"

El faro se situaba sobre un promontorio, del que ya dieron noticia Plinio el Viejo y Avieno. Allí, donde en otro tiempo hubo un templo consagrado a Baal Hammon, se construyó en el siglo XVI la Torre de San Antonio, para defender las costas murcianas de los ataques berberiscos. En 1862 se demolió la construcción renacentista para erigir un faro, cuyos diseñadores fueron Juan Moreno Rocafull y Evaristo Churruca. En 1865 comenzó a funcionar. Tras disfrutar de sus espléndidas vistas, Inés regresó hacia su casa siguiendo la misma ruta. Antes de llegar, decidió detenerse de nuevo de su lugar favorito. En el fondo de su corazón comenzaba a notar cierto vacío. Sus miradas al móvil en busca de noticias de Fabio eran cada vez más frecuentes, pero el resultado siempre era el mismo: silencio.

Al llegar de nuevo a su cala, se descalzó y se adentró en el espolón, como si avanzara a lo largo de la cubierta de una embarcación sacudida por el mar. Inés caminaba a paso ligero, con cierta destreza, al estilo de la joven zagala que sube por el monte para apacentar su rebaño. En pocos segundos llegó al final, donde las olas morían a sus pies. El rumor del agua la relajaba profundamente. Se sentó en la orilla y se refrescó la nuca y los tobillos. La brisa envolvía su rostro y disipaba por segundos el calor veraniego. Era allí, en contacto con el viento y con el agua, con el sonido del mar, cuando Inés se sentía completamente libre. Cuántas tardes habían pasado Fabio y ella agarrados hasta el final del día con aquella maravillosa panorámica del inmenso azul del Mediterráneo. Aquella era una sensación reconfortante como ninguna. Tan relajada estaba que perdía la noción del tiempo. La luz dorada del atardecer la sacó de su letargo. Cuando quiso volverse hacia la civilización, sus hijos habían salido a su paso. La encontraron en el parking que estaba a espaldas de aquel paraje.

—Mamá, nos habías asustado ¿estás bien? —preguntó Sandro.

—Claro hijo, estaba de paseo, como siempre.

—Vamos para casa, mamá —dijo Andrea.

—¿Sabéis algo de papá? Estoy muy preocupada.

Sandro y Andrea se miraron. Su cara denotaba cierta tristeza, pero también resignación.

—Mamá, papá se marchó ya ¿no te acuerdas? Ya no va a volver con nosotros —respondió Sandro mientras abrazaba a su madre.

Inés no había conseguido digerir la ausencia de su marido. Aquellas palabras la habían devuelto temporalmente a la realidad: “papá se marchó ya”. Su corazón se había negado a asimilar aquella pérdida, porque lo sentía en cada rincón, en el azul del cielo, en la fuerza del mar y en el ímpetu del viento, en sus libros, en sus fotos, en sus recuerdos. Era tal la presencia que tenía en su vida que no podía desaparecer de golpe, a veces le parecía oler su colonia, aquel intenso perfume que solía utilizar cuando comenzaron a salir en Barcelona, tantos años atrás. Quizás por ello su mente había decidido desconectar cada cierto tiempo, olvidarse de la realidad para protegerla con aquellas experiencias tan intensas, para refugiarla en un pasado feliz, en el que se sentía más cómoda que en el presente. Sandro era ya un hombre maduro, Andrea una preciosa mujer. Pero ella seguía viéndolos como niños. A veces los confundía con sus nietos, cuyas carreras y alboroto la introducían en una confusión mucho mayor.

"Aquellos fenómenos cíclicos, que se sucedían ajenos a las dichas y desdichas de los mortales humanos, habían inoculado en ella una intensa sensación de trascendencia, contemplándolos se llenaba de paz interior"

Después de la cena, Inés se retiró a su cuarto. No tenía sueño, así que se sentó en la terraza, en una sillita de madera blanca. Hace años las habían comprado para disfrutar de las noches de verano. Le parecía imposible que Fabio, el compañero de su vida, ya no estuviera a su lado. Miraba a la luna, llena y resplandeciente, se reflejaba en el agua del mar, cuya oscura monotonía solo era quebrantaba por los destellos de los faros que señalizaban la presencia de los diques que marcaban la entrada del puerto. Aquella imagen le trajo multitud de gratos recuerdos a la cabeza. Era la misma luna que brillaba con intensidad sobre la cubierta del crucero en el que pasaron su viaje de recién casados por el Egeo; la misma que iluminaba sus paseos por la orilla de la playa en Los Narejos, cuando los niños eran aún pequeños; la misma que pudieron disfrutar en la Riviera Maya, un viaje que Inés siempre había deseado y que por fin pudo culminar en compañía de Fabio. Observar los amaneceres y atardeceres, los días de lluvia y los ciclos lunares ayudaban a Inés a situarse de alguna manera. Aquellos fenómenos cíclicos, que se sucedían ajenos a las dichas y desdichas de los mortales humanos, habían inoculado en ella una intensa sensación de trascendencia, contemplándolos se llenaba de paz interior.

Mecida por la brisa marítima y nostálgica por aquellos inolvidables recuerdos, los párpados de Inés comenzaron a pesar cada vez más hasta que el sueño se apoderó de ella. Poco después se despertó de nuevo, en mitad de la noche. El dormitorio estaba parcialmente iluminado por la luz de la luna. Miró sus manos en la penumbra de la alcoba. No parecían arrugadas. Se giró a su derecha, Fabio estaba tumbado, dormido, medio tapado por las sábanas. Su cuerpo era joven, su cara estaba llena de paz. Inés se tumbó a su lado, frente a él, extendió la mano para acariciarlo. Quería disfrutar de aquel momento, con el corazón todavía encogido por su terrible pesadilla, sin saber si aquello era una experiencia onírica o real. Entonces recordó lo que él tantas veces le había explicado acerca de los sueños, algo que había leído en la Odisea y en la Eneida. Decía Fabio que los griegos creían que a los sueños se accedía por dos tipos de puertas, una de marfil y otra de cuerno. La primera, brillante, era la que daba paso a la fantasía, al engaño y la mentira. La segunda, pulida, era capaz de mostrar aquello que realmente se va a cumplir en el futuro. ¿Y si todo había sido un sueño? Y de ser así ¿habría sido de marfil o de cuerno? Tumbada, al lado de su marido, se resistió a cerrar los ojos por temor a perderlo, hasta que el cansancio pudo con ella.

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