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Quiero y no quiero estar borracho otra vez

Quiero y no quiero estar borracho otra vez

Este texto se podía haber titulado también de este otro modo: libros que provocan ganas de beber y libros que te las quitan. Hablemos pues de esas páginas de las que sales deseando enfriar un Rías Baixas o invertir en algún Grand Cru de Borgoña. Y asimismo de esas otras que a través de crudísimos testimonios te alertan de los problemas que esconde un consumo excesivo de alcohol, que no siempre son ansias infinitas de farra. En los últimos dos o tres años uno se ha encontrado más de una vez alternando buenos libros que suscitan una cosa y la contraria, el deseo impaciente de probar una determinada botella y la pregunta de si no conviene rebajar el trasiego en beneficio del hígado.

Es habitual que una memoria del alcoholismo dé cuenta del placer que produce la copa medio llena antes de mostrarte las consecuencias de no conducirse con moderación. De ahí que resulte tan singular un libro protagonizado por alguien que se enamore del vino, que el vino sea la puerta de entrada al infierno de la adicción y las drogas, y que salga de ese infierno… enamorado aún del vino, haciendo vino como empresario y aprendiendo a catar vino sin tragar una gota. Hablamos de Confesiones de un sommelier, de David Seijas, que estuvo doce años como encargado de vinos y licores en elBullli, el legendario restaurante que cambió la historia de la gastronomía. “¿A cuánta gente conocéis que se gane la pasta por un lado de la nariz y se la gaste por el otro?”. La pregunta era una broma recurrente de Seijas con los colegas, hasta que un día descubre que ni siquiera necesita a los amigos para cumplir su único objetivo fuera del trabajo: buscar el último garito abierto, en el que puedan ponerte otra copa más.

Abstemios, de entrada no

Seijas encontró en el alcohol el camino más corto para el descanso de uno mismo. Pensaba que bebiendo lograría relajar su inquieto cerebro, sin reparar en que el monstruo le exigiría una dosis cada vez mayor (“de pronto, me vi desayunando vino con casera”). Dicho de otro: cuando nos cansamos de ese Apolo que todos llevamos dentro, símbolo del orden y el equilibrio, damos entonces entrada, a través de la intoxicación, a Dionisio como dios de la locura y el éxtasis para que se ponga al volante y nos permita un ratito de relax pleno y verdadero. Salirnos así un rato de la realidad. Es arriesgado, sí, pero también necesario. Así lo cree y lo cuenta Edward Slingerland en su libro Borrachos, un ensayo que tira de todas las disciplinas para demostrar que somos lo que somos gracias al alcohol, que la intoxicación tiene su papel en nuestro proceso evolutivo, que por eso sigue entre nosotros algo que sabemos objetivamente que nos perjudica.

"A diferencia de la masturbación o el atracón de comida basura, que se limitan únicamente a proporcionar placer, el alcohol, nos dice Slingerland, te conduce al karaoke y a las discusiones vehementes"

A diferencia de la masturbación o el atracón de comida basura, que se limitan únicamente a proporcionar placer, el alcohol, nos dice Slingerland, te conduce al karaoke y a las discusiones vehementes sí, pero ha servido desde la noche de los tiempos para “potenciar la creatividad, aliviar el estrés, generar confianza y conseguir el milagro de que los primates, fieramente tribales, cooperen con desconocidos”. Y luego resume: “No podríamos haber tenido civilización sin intoxicación (…). La intoxicación es también un bálsamo muy necesario para el único animal del planeta aquejado de autoconciencia”. Para encontrar respuesta a la cuestión de por qué de vez en cuando necesitamos empinar el codo, de por qué optamos por envenenar voluntariamente nuestro cerebro, este autor cree que posiblemente lo mejor sea acudir a la filosofía.

Hemingway, durante su última visita a Pamplona.

Entre los pensadores que nos pillan más a mano, Fernando Savater ha escrito, bastante y a favor, de la embriaguez, y ve con buenos ojos la célebre máxima de Baudelaire: “¡Embriagaos! ¡De vino, de amor o de poesía, pero embriagaos!”. Cree el autor vasco que considerar la embriaguez como algo pecaminosamente malo en sí mismo es cosa propia de comunidades frígidas y civilizaciones sin gracia. En su último libro, Carne gobernada, publicado el año pasado, contaba que ha sido borracho desde pequeño, celebraba, en ese sentido, haber crecido en una época menos inquisitorial que la actual y aclaraba que su idea del abuso aceptable incluía el “lánguido abandono de las actividades productivas para disfrutar del nirvana etílico; no todos los días, claro, porque emborracharse todos los días resulta aburrido y de mal gusto”.

"La de Osborne es una obra resultado de unos meses viajando por lugares del mundo islámico, como Pakistán, dispuesto a ver si es fácil o no poder emborracharse allí donde el alcohol está prohibido"

Este Savater, cercano a los ochenta años y que aclara que nunca recomendaría a nadie darse a la bebida, porque hay gente a la que le sienta fatal y acaba destruyéndose, hace un balance positivo de su condición de bebedor: “Nunca me oiréis maldecir a gritos el alcohol sino pedir otra copa”. En esta categoría de pensadores-bebedores, hay un dream team británico que debería encabezar el gran Kingsley Amis si no fuera porque lo mejor de su libro Sobrebeber es el título. En cambio, son formidables Beber o no beber: Una odisea etílica, de Lawrence Osborne, y Bebo luego existo, de Roger Scruton. Scruton lo tiene claro: nos emborrachamos para sobrevivir y poder evolucionar como especie. “Aunque las sustancias tóxicas puedan ser una amenaza para la sociedad”, escribe, “su ausencia es igualmente amenazadora. Sin su ayuda nos veríamos unos a otros como somos, y ninguna sociedad humana se puede construir sobre una base tan frágil”.

La de Osborne es una obra resultado de unos meses viajando por lugares del mundo islámico, como Pakistán o Beirut, dispuesto a ver si es fácil o no poder emborracharse allí donde el alcohol está prohibido. “Es innegable que beber en Islamabad tiene su punto de emoción. Existe una posibilidad muy real de que te decapite una bomba de clavos mientras sorbes discretamente un merlot búlgaro oculto en una bolsa de plástico”.

Grandes plumas alcoholizadas

Tiene Scruton algunas ideas fundamentales sobre cómo beber. Una de ellas (“uno puede beber lo que quiera, pero debe dejar la botella antes de que la alegría deje paso al pesimismo”) ha sido olímpicamente ignorada por algunas de las grandes plumas del siglo pasado. Citar solo las más relevantes se haría muy largo, pero recomendemos El viaje a Echo Spring, que un día emprendió Olivia Laing, para analizar la presunta conexión existente entre la creatividad literaria de primer orden y el alcoholismo más cruel o incapacitante, el que padecieron autores como John Cheever o Raymond Carver. Estos dos genios del relato breve y otros gigantes de las letras fueron también materia de estudio en La huella de los días, de Leslie Jamison, en el que la autora se abre en canal para, ya puestos, contarnos su propio alcoholismo sin paños calientes: “A partir de un momento dado, perder el conocimiento ya no era el precio que pagaba por beber, sino el objetivo”.

"Igual que hay películas que despiertan el hambre porque los actores zampan lo suyo, las hay que dan sed y no precisamente de agua"

De Jamison escribe Sofía Balbuena en su Borracha menor, y de ella le interesa especialmente la diferencia que subraya entre el mito del alcohólico y el de la alcohólica: “Mientras que a los escritores”, dice Balbuena, “el consumo problemático de alcohol los singulariza como genios atormentados, figuras casi mitológicas que se aferraban a sus botellas de whisky como a la fuente de toda sabiduría, a las escritoras se les achaca haber fallado en su responsabilidad principal como mujeres: las tareas de cuidado y preservación de una familia”.

Como no podía ser de otra manera, hay multitud de escritores entre los Excelentísimos borrachos de Carlos Janín, un hermoso diccionario etílico ilustrado en el que también brillan con luz propia algunos cineastas, como Luis Buñuel, actores, como Richard Burton o Ava Gardner, e incluso algunas cintas (Leaving Las Vegas, El festín de Babette).

Ava Gardner en Madrid

Ganas de beber

Igual que hay películas que despiertan el hambre porque los actores zampan lo suyo, las hay que dan sed y no precisamente de agua. ¿A quién no le apetece un Dry Martini al acabar un capítulo de Mad Men? Sobre la fotogenia del cóctel, ningún libro mejor que Beber de cine, de José Luis Garci, con sus diez combinados que transformaron el mundo, del Bloody Mary al Whiskey Sour pasando por el Gin Fizz, el Manhattan o el ya citado Dry Martini, “una bala de plata que —en vez de matarte, como al hombre lobo— reaviva tu corazón, un rayo de mercurio que ajusta la temperatura de tu cuerpo, la Biblia del alcohol, o, al menos, su Catecismo, un hallazgo, en fin, al que debieron haber distinguido con el Nobel de Química”. ¡Como para no pedirlo cuando haya ocasión!

"¿A quién no le apetece una chardonnay de la Borgoña cuando su autor lo coloca a la altura de los grandes logros de lo humano, como la catedral de Chartres o la mostaza de Dijon?"

El mismo efecto en el lector consigue Ignacio Peyró en Comimos y bebimos. Pasa, por ejemplo, cuando hace una defensa de los vinos blancos. ¿A quién no le apetece una chardonnay de la Borgoña cuando su autor lo coloca “a la altura de los grandes logros de lo humano, como la catedral de Chartres o la mostaza de Dijon”? ¿O cómo no buscar algún oporto excelso pero asequible después de leerle describir el Vintage Nacional de Quinta do Noval de los ochenta como un ejemplar “precioso y raro como las lágrimas de Cleopatra o el primer vaso de agua hallado en Marte?”. A amar el vino sobre todas las cosas enseña Santiago Rivas en un libro —Deja todo o deja el vino— que encima es divertido hasta decir basta. Imposible primero no aprender y luego no apuntarse los vinos que le cambiaron la vida o no soltar unas cuantas carcajadas a cuenta de la galería de personajes (periodistas, vendedores, bodegueros…) que habitan este universo y que describe sin piedad en algunos casos.

Miedo a beber

“Era joven, imbécil y borracho, y me convertí en una parodia de mí mismo. Pero, joder, cómo me lo pasaba aquellos días en los que solía echar un trago y me despertaba preguntándome: ¿Cómo coño he llegado yo a Marsella?”. Estas líneas cierran el librito Como Las Grecas, que Bob Pop publicó el año pasado para intentar responder a la pregunta de qué nos lleva a emborracharnos de forma compulsiva como él mismo hizo durante un tiempo. El entrecomillado es del actor Peter O’Toole y tiene ese descaro que también está en algunas perlas que George Best, la leyenda del Manchester United, nos dejó en El mejor, una autobiografía donde la botella es tan protagonista o más que el balón.

"Estando Boyero internado en un centro de desintoxicación de Valencia en 1986, recuerda que había borrachos y yonquis, y no se llevaban bien"

De Matthew Perry, que murió al año siguiente de publicar la suya en 2022 (Amigos, amantes y aquello tan terrible), podemos decir algo parecido: los efectos del alcohol ocupan más páginas —con toda crudeza, pero sin perder nunca el humor— que su participación como actor de Friends. A Perry le pasaba aquello que verbalizó una vez Amy Winehouse: “No me siento capaz de disfrutar de los grandes momentos si no me emborracho”. Winehouse, por cierto, murió ahogada en alcohol, pero habría estado en el equipo de Carlos Boyero en caso de haber vivido situaciones como la que cuenta el crítico de cine en su libro de memorias No sé si me explico. Estando Boyero internado en un centro de desintoxicación de Valencia en 1986, recuerda que había “borrachos y yonquis, y no se llevaban bien. No dejaba de ser gracioso: los borrachos decían “¡esos drogadictos de mierda!” y los yonquis gritaban “¡cómo son estos borrachos!”, y yo, como iba de las dos cosas, pues a veces les decía “¡que haya un poco de concordia!”.”

Una pena tardar tantos párrafos en ponderar dos testimonios extraordinarios por su lucidez y calidad de escritura: el de Daniel Schreiber en La última copa y el de Fernando Marías en Arde este libro. Las maquinaciones del alcohólico, sus ansiedades y vergüenzas están contadas con mano maestra y nulo pudor por este escritor alemán, biógrafo de Susan Sontag. “Recuerdo examinar con pánico mi teléfono móvil para ver a quién había llamado o enviado un mensaje de texto, a fin de saber con quién debía disculparme, si es que debía hacerlo, o si debía llamar a alguien para averiguar lo que había ocurrido. Recuerdo mañanas en las que bebía un vaso de agua para saber cómo me iba a ir el día: si conseguía retener el agua en el estómago, todo iría bien; si no, tendría un día difícil”.

"Lo leemos y nos acordamos de esa película tremenda sobre una pareja de alcohólicos que es Días de vino y rosas, de Blake Edwards"

Seguramente Marías, fallecido hace tres años, habría estado de acuerdo con una de las soluciones que propone Schreiber: hay que lograr que al alcoholismo le pase algún día como ahora ya sucede con el cáncer o la tuberculosis: que se perciba como una enfermedad de la que uno no tiene que avergonzarse. Arde este libro es una carta de amor a quien fue su pareja en los ochenta y los noventa que empieza así: “Te incineraron con una novela mía entre las manos. Por eso escribo este libro”. Fernando Marías fue un joven mitómano que conoció a Verónica en una época de veneración por el alcoholismo que hermanaba a escritores como Scott Fitzgerald, Fiodor Dostoievski o Edgar Allan Poe. No solo se equivocó al imitar en lo peor a sus ídolos, también en animar a su pareja, devota hasta ese momento del café con leche, a que le acompañara en esa tarea. Leemos: “Te mató el alcohol y fui yo el que te enseñó a beber, pero en el camino yo pude dejar de beber y tú no fuiste capaz: a estas dos líneas se reduce todo”. Lo leemos y nos acordamos de esa película tremenda sobre una pareja de alcohólicos que es Días de vino y rosas, de Blake Edwards.

Beber con moderación ya no vale para alguien que ha sido alcohólico. Sí para los demás. Esa es la regla de oro que propuso en el siglo XVI Vincent Obsopoeo en El arte de beber: el vino hace daño a los que no están educados, a los que desconocen la importancia de no abusar. Con educación es, por tanto, placentero y beneficioso. Y añade que tampoco pasa nada por cogerse una curda muy de vez en cuando. Incluso —esto ya no lo dice Obsopoeo, sino que lo cantaban Los Brincos— puede servir para olvidar por un rato un disgusto amoroso: “Quiero estar borracho otra vez, / otra vez, otra vez. / A ver si así dejo de beber / de una vez, / porque si estoy borracho / me olvidaré de ti”. En fin, querer una cosa y la contraria, como a veces pasa con tantos libros sobre el vino y otros alcoholes.

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Jorge Meneses
Jorge Meneses
3 meses hace

Humildemente señor Luis Pardo, me encantó su artículo, de cabo a rabo, no tiene desperdicio.