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República encantada, de José María Ridao

República encantada, de José María Ridao

José María Ridao (Madrid, 1961), escritor y diplomático, explora en República encantada (Tusquets editores) diversos aspectos controvertidos de la historiografía española: la negación del pasado musulmán, las consecuencias de la expulsión de judíos y moriscos de nuestro país, la imposición de una ortodoxia religiosa de tintes retrógrados, las dificultades que la tolerancia ha tenido para prosperar en España, el escaso arraigo de un auténtico liberalismo y la sempiterna persecución del disidente en aras de una uniformidad impuesta casi siempre por la fuerza. Todo ello sirve para establecer un esclarecedor diagnóstico de la compleja realidad social y política del país en el momento presente.

Zenda publica un fragmento de uno de los capítulos.

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España árabe. España musulmana

A pesar de los cinco siglos transcurridos desde el final del reino nazarí de Granada bajo el empuje militar de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, el pasado andalusí sigue constituyendo, aún hoy, uno de los puntos más controvertidos en la historiografía española. Estigmatizada como anomalía en el contexto cristiano de Europa o celebrada como ejemplo de convivencia entre comunidades religiosas diferentes, las manifestaciones de aprecio o de rechazo hacia al-Ándalus no se refieren tanto a los hechos como al sentido de los hechos, establecido por la doble monarquía castellano-aragonesa y convalidado por una historiografía que fija la narración del pasado de la nación española en el siglo XIX.

A la altura de 711, «España» no es sin embargo un concepto político, una comunidad regida por un determinado poder y delimitada por unas concretas fronteras, sino la península más occidental de Europa. Sobre esta península existen en el siglo VIII diversas comunidades políticas, diversos reinos que son españoles solo desde un punto de vista geográfico. La legitimidad en la que se apoya el poder en cada uno de esos reinos es religiosa en la medida en que procede de Dios, manifestándose primero según el orden germánico que sucedió al romano, y, a partir de 711, según el orden musulmán, que desde el siglo anterior se había extendido hacia oriente llegando hasta China, y también hacia occidente alcanzando el sur de la Galia latina. Los restos del antiguo orden germánico se mantuvieron en conflicto con el nuevo orden musulmán en zonas de frontera del continente europeo, cosechando avances y retrocesos hasta finales del siglo XV, cuando, por lo que respecta a la península, Isabel y Fernando ponen fin al poder nazarí en Granada. Ahora bien, los ocho siglos transcurridos entre la llegada a la península, real o supuesta, de Táriq ibn Ziyad y Musa ibn Nusair y la salida al exilio de Boabdil, ¿conformaron una «España árabe» que incluiría el credo musulmán como rasgo exclusivo de un pueblo venido de oriente e impuesto a los nativos, o, por el contrario, una «España musulmana» en la que, en última instancia, no era necesaria la presencia de árabes para que existieran fieles de Mahoma y rigiera un orden político musulmán? La confusión entre la etnia y el credo que subyace en el primer caso no es inocua: gracias a ella, Isabel y Fernando consiguen legitimar en cuanto reconquista defensiva una guerra que, como la emprendida contra el reino de Granada, fue ofensiva. Desde el momento en que consiguen su propósito, la opción por la etnia o por el credo pierde vigencia, pero no porque la controversia ideológica que subyace al empleo de uno u otro concepto hubiera sido resuelta, sino porque, al quedar asociado el nuevo poder peninsular al cristianismo, los musulmanes se transforman en extranjeros. Solo partiendo de la común condición de extranjeros respecto de una España y unos españoles identificados esencialmente con el cristianismo es posible ejecutar la última vuelta de tuerca en la confusión entre la etnia y el credo, por la que «árabe» y «musulmán» llegan a ser sinónimos perfectos. Como señaló Julio Caro Baroja en Los moriscos del reino de Granada, una de las obras pioneras entre los escritores españoles en abordar este fenómeno intentando depurarlo de los prejuicios acumulados durante siglos, «la forma en que entran las ideas religiosas en el asunto es compleja, circunstancial y al mismo tiempo reveladora de una tendencia a asociar los dichos conceptos religiosos con otros biológicos y físicos, de modo bastante inquietante».

La historiografía ha cuestionado desde hace años el empleo de un término como «reconquista» para explicar el fin del islam en la península, argumentando que no se puede considerar extranjeros a quienes han vivido durante ocho siglos sobre un mismo territorio. En realidad, este argumento avala las premisas sobre las que Isabel y Fernando emprendieron la guerra ofensiva contra el reino de Granada y oculta, de paso, su punto más débil, relacionado con las insalvables dificultades para considerar el cristianismo como una creencia nativa y el islam como extranjera. Si el islam se considera como una fe llegada de fuera es por una razón que también obligaría a hacer otro tanto con el cristianismo: ninguna de las dos religiones tuvo su origen en la península. Por consiguiente, si se estima que una es originaria y otra importada es, sencillamente, porque en algún momento esta distinción sirve a los intereses del poder y porque los beneficios que espera extraer de ella compensan las incongruencias en las que incurre y las desorbitadas consecuencias que desencadena. Los beneficios eran, sin duda, manifiestos, y de ahí la preocupación de Isabel y Fernando por rodearse de una legión de cronistas que pusieran sus hazañas en el contexto que convenía a sus intereses: además de presentar como defensiva una guerra de agresión, la insistencia en que esa guerra culminaba una lucha de siglos de la cristiandad contra el islam buscaba dotarla de una dimensión milenaria, permitiéndoles abordar un paso político adicional: reclamar del papado una consideración especial, un privilegio, frente a otros monarcas de la cristiandad que se conformaban con gobernar en el interior de sus reinos en lugar de batallar más allá de sus fronteras en favor de la fe. La bula Si convenit, por la que el papa Alejandro VI atribuyó a Isabel y Fernando el título de Reyes Católicos en 1496, fue el resultado de esa reclamación. Y aunque la historiografía no haya extraído las consecuencias, la fecha de esa bula demuestra que no fueron los Reyes Católicos quienes conquistaron Granada, sino Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón. La condición de Reyes Católicos, reconocida por el Papa, no fue la causa teológica que les empujó a combatir el islam, sino el privilegio político que buscaron al hacerlo.

Pero, junto a los beneficios, las incongruencias. Si el mito del apóstol Santiago prosperó desde el establecimiento del islam en la península, y si renovó su vigencia a partir del reinado de Isabel y Fernando, según explica Márquez Villanueva, fue porque sirvió para resolver una arbitrariedad. ¿Por qué podía España reclamar el cristianismo como parte de su esencia y rechazar el islam, si tanto un credo como otro eran importados? El mito de Santiago tuvo por función convertir la arbitrariedad en necesidad, manteniendo la coherencia de una narración del pasado incongruente: el apóstol propagando la fe en la península y, finalmente, enterrado en Galicia, ofrecía el nexo incontestable entre la península y el cristianismo que los reyes cristianos necesitaban para convertir el islam en extranjero. Pero convertir el cristianismo en la religión propia de España, recurriendo para ello a un mito que relacionaba un credo y un territorio, era un programa que no solo proyectaba sus efectos sobre la lucha contra el poder musulmán. Como si fuese la otra cara inevitable de la moneda, acabaría haciéndolo, además, sobre la concepción del poder y su ejercicio, equiparando la disidencia religiosa y la disidencia política: al amparo del mito, profesar en la península una religión distinta del cristianismo constituiría un desafío político tan intolerable como alegar un mejor derecho dinástico o incitar a la rebelión. Es decir, al comprometerse con la ley religiosa, el poder se condenaba a transformar su naturaleza, convirtiéndose en el brazo secular de los designios divinos. Pero, en estricta correspondencia, tampoco la ley religiosa saldría incólume de esta promiscua asociación, haciendo inaplicables desde el poder cristiano soluciones pragmáticas que, como el mudejarismo, habían permitido ir acomodando las necesidades políticas y las realidades humanas en las inestables zonas de frontera.

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Autor: José María Ridao. Título: República encantadaEditorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros, Amazon y Casa del Libro.

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