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Resistir entre las ruinas

La paradoja de Teseo

Cuenta la leyenda que Teseo tenía un barco tan hermoso que era costumbre que los atenienses de la época se acercasen hasta el puerto para admirar sus hechuras. El ritual llegó a arraigar de tal modo que casi se podría decir que no hubo un solo habitante de la ciudad que no pudiese describir de memoria el aspecto de la embarcación. Dado que la vida del héroe griego terminó por convertirse en uno de los pilares fundamentales de la cultura europea, no hace falta detenerse en el viaje que lo llevó hasta la isla de Creta para penetrar en el laberinto y enfrentarse al Minotauro. Se trata de una historia tan conocida que cualquiera puede relatarla, aunque sólo sea a través de sus hitos elementales. Se sabe menos que, en la travesía de regreso desde Creta a Atenas, el famoso barco que capitaneaba Teseo sufrió una serie de percances que hubo que ir solventando sobre la marcha. Fueron tan numerosos y de tanta magnitud los daños, y tan rápidas las reparaciones que los sufridos tripulantes llevaron a cabo sin apenas detenerse, que cuando la nave embocó los diques del puerto de Atenas no conservaba ninguna de sus piezas originales. Los remos, el timón, el propio casco, absolutamente todos sus mástiles, eran otros distintos a aquéllos que conformaban el barco cuando éste había partido mar adentro tiempo atrás; pero, sin embargo, los atenienses que aquella mañana se habían dado cita a orillas del mar para presenciar el regreso de su líder, y los que en los días y meses y años sucesivos se siguieron aproximando a los predios portuarios para deleitarse con la contemplación del navío, jamás apreciaron la menor discontinuidad entre el barco que había zarpado rumbo a Creta, digamos que el verdadero barco de Teseo, y éste que ahora tenían ante sus ojos y que, sin dejar de ser el mismo barco de Teseo, era a la vez otro barco bien distinto. En preguntarse exactamente eso, hasta qué punto sigue siendo una cosa esa misma cosa cuando se modifican todas las partes que la componen, consiste la llamada paradoja de Teseo, y sobre esta paradoja de Teseo se levanta el libreto de Una noche sin luna, el espléndido monólogo, emocionante hasta la lágrima, en el que un magistral Juan Diego Botto, dirigido sabiamente por Sergio Peris-Mencheta, resucita a Federico García Lorca para situarnos ante una reflexión que va más allá de una mera reivindicación histórica o literaria, porque atañe a todos y cada uno de los aspectos de la vida. Ahora que tanto se reduce al absurdo el significado de la palabra libertad, que no hace tanto tiempo era sagrada, convendría echar la vista atrás y ver cómo era no nuestra vida —porque muchos aún no existíamos o apenas teníamos el uso de razón necesario para ser conscientes del modo en que se desenvolvía la realidad en nuestros alrededores—, pero sí la de quienes estaban aquí antes de que llegásemos, y hacernos alguna que otra pregunta a fin de desmontar ciertas falacias que se han venido adueñando del discurso público. Por ejemplo, si el actual Gobierno puede ser efectivamente peor que otros que hubo cuando no había en este país elecciones ni partidos políticos ni posibilidad de expresar opiniones contrarias al poder, o qué clase de libertad invocan quienes en su momento se opusieron al divorcio, a la flexibilización del aborto o al matrimonio entre homosexuales. La memoria, si no se ejercita, puede dar pie a creer que el presente es la desembocadura natural del pasado y no una consecuencia de los aciertos y errores que se cometieron en éste, de los pasos certeros y los equivocados que voluntariamente o por puro azar dieron aquellos que tomaron parte antes que nosotros en la gran andadura colectiva de la humanidad. Igual que los atenienses admiraban el barco de Teseo, después de que éste hubiese vuelto de Creta, sin percatarse de que sus ojos no contemplaban lo mismo que habían admirado antes de su partida, la falta de atención puede anular la evidencia del avance que hemos conocido en las últimas décadas y, por extensión, abonar el campo para esos discursos enrevesados y torticeros que fingen decir una cosa cuando realmente abogan por su contraria. La memoria es lo más importante que tenemos porque nos da la medida exacta de lo que somos. Descuidarla es extraviar el rumbo en un océano donde la tempestad acecha para engullirnos al menor descuido.

Después de Auschwitz

"En algún momento Leonard Cohen supo que en ciertos campos de exterminio los nazis obligaban a los prisioneros que sabían música a tocar junto a los hornos crematorios"

«Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie», sentenció el filósofo Theodor Adorno con una rotundidad quizá excesiva, pero no desprovista de lógica: en un primer vistazo, poco sentido se le puede encontrar a la belleza cuando el ser humano se revela capaz de las abyecciones más oscuras. Debía de pensar Adorno que en tiempos de ignominia lo urgente no es hallar vías de evasión, sino abrir cauces para el debate crudo y honesto en torno a nuestra capacidad de hacer el mal, pero no tuvo en cuenta que las cosas hermosas, precisamente porque nos permiten olvidar que el mundo no es un lugar tan amable como a veces queremos creer, también tienen la capacidad de curar, que aceleran o facilitan la cauterización de las heridas. En algún momento Leonard Cohen supo que en ciertos campos de exterminio los nazis obligaban a los prisioneros que sabían música a tocar junto a los hornos crematorios. Por lo general, se improvisaban cuartetos de cuerda que interpretaban diversas partituras mientras sus compañeros de condena entraban a aquellos pabellones de los que ya no saldrían nunca. En vez de concluir, como Adorno, que no tenía ningún sentido continuar escribiendo tras conocer aquella barbaridad, Cohen se puso a componer la que acaso sea una de sus canciones más bellas y cuyos versos esconden, bajo la apariencia de una declaración de amor apasionada, un homenaje digno y necesario a todas aquellas personas a las que expulsaron de este mundo los delirios de un psicópata. Quizá no sólo sea necesario seguir escribiendo poesía después de Auschwitz. Quizá sea, principalmente, una obligación moral, a fin de recordarnos a nosotros mismos que lo excelso siempre termina por resistir entre las ruinas.

Rinocerontes de la suerte

"Me llama por teléfono Jesús Marchamalo, que acaba de publicar El rinoceronte del rey, porque se entera de que hace unos años yo escribí otra novela sobre ese mismo rinoceronte"

Me llama por teléfono Jesús Marchamalo, que acaba de publicar El rinoceronte del rey (Nórdica), porque se entera de que hace unos años yo escribí otra novela sobre ese mismo rinoceronte del que él se ocupa ahora. Celebramos la coincidencia, recordamos la última vez que nos encontramos en persona —apenas fue hace dos años y parece que sucedió en otra vida: era Navidad, se celebraba una fiesta en Acción Cultural Española en la que aterrizamos cada uno desde nuestro flanco y donde terminamos haciendo corrillo con la soprano Raquel Andueza— y nos conjuramos para volver a vernos en cuanto yo regrese al supuesto Madrid de la libertad y se dé la ocasión propicia para juntarnos a charlar sobre rinocerontes, poetas o lo que surja. Hace mucho que no pienso en esa novela mía, pero tras la conversación con Marchamalo recuerdo que hubo una época —no lejana, la que siguió a su publicación— en la que no pocos familiares, amigos y conocidos comenzaron a acordarse de mí cada vez que leían algo sobre rinocerontes o veían alguna foto o vídeo o gif en los que directa o indirectamente se aludía al tema, como si en vez de la escritura fuese lo mío la zoología, y así durante unos meses tuve el teléfono móvil colapsado con toda clase de archivos que iban desde lo cómico hasta lo meramente pedagógico. La confabulación llegó hasta el punto de que ese mismo invierno la sorpresa de mi roscón de Reyes, que me adjudiqué en buena lid, consistía en la figurita de un rinoceronte que desde entonces mantengo a modo de tótem en una de mis estanterías. Aprendí bastante sobre esos animales —incluida la palabra perisodáctilo, que empleó alguien que citó mi novela en un ensayo— y lo he olvidado casi todo. He de decir que injustamente, porque el pobre rinoceronte del rey Manuel, cuya historia cuenta ahora Marchamalo en su libro —y estoy seguro de que lo hace mucho mejor de lo que acerté a hacerlo yo—, me ha dado a mí unas cuantas alegrías; la principal, cruzar el charco por dos veces. Precisamente, el último detalle alusivo que atesoro cayó en mis manos en el último de esos viajes. Fue a finales de enero del año pasado, en Cartagena de Indias, unas pocas semanas antes de que se cerniera sobre nosotros la peste. Es una plaquita decorada con el famoso grabado de Durero que me regaló Alberto Manguel, quien la había encontrado unos días antes en el Museum of Modern Art de Nueva York, y que vuelvo a mirar ahora que las autoridades han decretado el final del estado de alarma, por ver si el simpático animal vuelve a darme suerte y los días que están por venir empiezan a parecerse algo más a los de entonces.

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