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Mentiras verdaderas

Mentiras verdaderas

Para sobrevivir al naufragio

Lo más importante de Artinauta, el montaje con el que Marcel Gros celebra los cuarenta años que lleva ejerciendo el noble oficio de payaso sobre los escenarios, llega cuando ya se han encendido los focos y el público se esmera en el aplauso antes de abandonar la butaca y emprender el camino de regreso a las calles que aguardan fuera, acogedoras y refrescadas por la lluvia primaveral de este mayo indeciso. Durante algo más de una hora, los niños que han presenciado la función, casi todos en compañía de sus padres, se han prestado con gusto al trampantojo que convierte un viaje imaginario a un planeta inexistente en un impulso para la reflexión en torno a la pertinencia y los orígenes de las expresiones artísticas. Gros se convierte en un hombre primitivo que vuelve a su cueva e inventa la pintura para explicar a sus compañeros cómo le ha ido el paseo, recrea la historia de un pintor chino al que el emperador encomienda la decoración de su palacio, toca instrumentos invisibles y presenta y despide a un caballo cuya presencia se sugiere a partir del eco de su trote. Pequeños hitos que obedecen a la voluntad de explicar por qué la humanidad sintió desde sus orígenes el impulso de contar historias, reales o inventadas, y plasmarlas de algún modo para que lo bueno o malo que pudieran enseñar no acabara extraviándose en el polvo de los siglos. El público se embelesa con tanta facilidad que apenas presta atención al momento en que el artista se retira. En vez de fijarme en la languidez desparramada de los decorados o volver la vista atrás para ver si los acomodadores aparecen para indicarnos en qué orden debemos empezar a levantarnos para abandonar la sala, yo lo sigo con la mirada y veo cómo se refugia al fondo del escenario y se desprende del micrófono que ha llevado prendido del cuello. Luego descompone el gesto y cruza su mirada una sombra de cansancio o hastío cuando se quita la nariz roja que hasta ahora ha adornado su rostro con el matiz que requería el personaje para sustituirla por una mascarilla que se enfunda con evidente desgana antes de volver al frontal a agradecer las últimas ovaciones. En ese instante se deshace el encanto, porque es la realidad la que toma al asalto el teatro para recordarnos en qué coordenadas nos ha querido situar la historia, y también para añadir a las sabias enseñanzas que Gros sabiamente va deslizando en su espectáculo una más: la de cuán necesarias son las historias que se cuentan, se pintan, se esculpen o se componen —esas hermosas mentiras verdaderas— para sobrevivir con dignidad a los naufragios.

Todos los pozos

"Han pasado poco más de dos años desde que toda España se sintiera conmocionada por el accidente de aquel niño, Julen, que se cayó dentro de un pozo"

El tiempo se ha acelerado tanto que todo cuanto trasciende el rango de lo inmediato parece haber sucedido hace muchísimo. Han pasado poco más de dos años desde que toda España se sintiera conmocionada por el accidente de aquel niño, Julen, que se cayó dentro de un pozo que alguien había excavado ilegalmente en la localidad malagueña de Totalán, pero en mi memoria esa historia parece tan remota como si hubiera ocurrido un lustro o una década atrás. Vivimos tan esclavizados por el presente que nos negamos a permitir que éste sedimente y deje poso, y en consecuencia dejamos que pasen inadvertidos detalles fundamentales para explicar en qué nos vamos convirtiendo sin que acertemos a hallar unas respuestas cuya posibilidad nosotros mismos esquivamos. He pensado en ello mientras leía El pozo (Destino), la última novela de Berna González Harbour, que se inspira en aquel suceso para desplazar el eje desde la acción principal —una niña que se precipita por una oquedad artificial en la periferia madrileña— hasta los mecanismos que rigen su propia narración en tiempo real a través de unos medios de comunicación empeñados en hacer pasar por periodismo lo que no son más que vulgares chafardeos. Quienes una vez decidimos dedicarnos a ese oficio, y llevamos años observando cómo no pocas televisiones y determinados periódicos consolidan e institucionalizan prácticas que en las aulas universitarias se ponían como ejemplo de todo aquello que no debería hacerse nunca, sólo podemos sentir estupefacción al constatar cómo hemos consentido ese desembarco paulatino de las malas artes que con demasiada frecuencia ensucian la nobleza que debería suponérsele a nuestra profesión. Berna González Harbour, que podría haber dado forma a un ensayo que analizara los porqués de esta decadencia que fuerza a buena parte del gremio a meterse de cabeza en todos los pozos, ha preferido someter su veredicto al filtro de la ficción en una decisión que no es en absoluto caprichosa: al igual que ocurría con los espejos valleinclanescos del Callejón del Gato, a menudo es preciso deformar la realidad para tomar conciencia de sus fealdades, y preguntarnos cuánto tenemos nosotros que ver con ellas.

El eterno veraneante

"Caigo por casualidad en «Supplique pour être enterré à la plage de Sète», la bellísima canción que Georges Brassens escribió para expresar una última voluntad"

Caigo por casualidad en «Supplique pour être enterré à la plage de Sète», la bellísima canción que Georges Brassens escribió para expresar una última voluntad que al final se cumplió a medias —acabó recibiendo sepultura allí, Sète era su localidad natal, pero no en la playa, sino en el cementerio municipal— y hago votos para ver si consigo visitarla la próxima vez que mis pasos me conduzcan al sur de Francia. Quizá sea exagerado decir que es una de las mejores canciones del representante por excelencia de la chanson française —compuso tantas que decantarse sólo por una o por unas pocas es, en el mejor de los casos, una temeridad—, pero quizá sí sea una de las más sinceras, o menos desprovistas de ese cinismo que llevaba tan a gala y que empleaba como un termómetro con el que medir las incongruencias de su tiempo. Brassens, que siempre tuvo problemas de salud, ya había grabado un «Testamento» en 1956. Pasó una década hasta que compuso, a modo de apostilla, esa súplica para que sus restos hallaran reposo eterno bajo la arena de Sète y que se dio a conocer quince años antes de su fallecimiento. «Justo al borde del mar, a dos pasos del oleaje azul, / cavad si es posible un pequeño agujero mullido, un buen nicho pequeño. / Cerca de mis amigos de infancia, los delfines, / a lo largo de este arenal donde la arena es tan fina, / en la playa de la Cornisa», dice en una de esas estrofas que llevan en volandas a quien las lee o las escucha hasta el precioso estrambote final, que merecería inscribirse en su tumba a modo de epitafio: «Tendréis algo de envidia del eterno veraneante / que pedalea sobre las olas en sueños, / que pasa su muerte de vacaciones.»

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