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Retrato de mi doble, de Georgi Márkov

Retrato de mi doble, de Georgi Márkov

Aunque ilegales, las partidas de póquer siguen siendo uno de los entretenimientos preferidos en las madrugadas de la Bulgaria de 1960. El narrador de esta magnífica novela de Georgi Markov, Retrato de mi doble (Siruela), un descreído y cínico periodista, ha diseñado junto a su compañero un intrincado sistema para desplumar a sus rivales durante la timba, una estrategia no muy diferente a la de escribir para la prensa deslumbrantes perfiles de los épicos trabajadores socialistas.

Obra clave de Georgi Márkov, intelectual comprometido con la Europa del siglo XX, encarna la resistencia cívica frente al régimen totalitario que gobernó Bulgaria.

Zenda publica un fragmento.

Empieza la partida. Ocupamos nuestros puestos según el valor de las cartas que hemos sacado. Ahora estoy tranquilo porque el primer truco funcionó bien y El-de-la-Derecha y yo conseguimos justo los sitios que necesitábamos. A decir verdad, le dimos un empujoncito al destino de tanto ensayar este momento. Yo cortaré su baraja; condición primera para asestar nuestro golpe. Por supuesto, nuestro plan contemplaba también otras variantes, pero acertamos con la más favorable. Los otros dos observaban atentamente el reparto de cartas que determinaría los puestos, pero, tal como dijo El-de-la-Derecha, «Estaban con la mosca tras la oreja».

El ambiente es el habitual. Ese cuartucho de la quinta planta cuenta con su propia entrada independiente, y allí se puede jugar a las cartas o también se pueden traer mujeres. Hay una cama, cuatro butacas, una mesita baja, una radio y un mueble-bar donde el anfitrión —El-de-la-Derecha— almacena media docena de bebidas de importación. No son para nosotros, sino para las chicas que suben hasta la quinta planta y llaman al timbre de una manera determinada. A ello hay que añadir tres lámparas y algunos ceniceros. Mientras jugamos, las lámparas permanecen siempre encendidas. Al principio me sorprendía la luz tan intensa. Con el tiempo, le encontraría sentido: la luz incide de tal forma sobre la superficie de las cartas repartidas que permite, al observarlas con detenimiento, detectar ciertos arañazos imperceptibles a simple vista. Por aquel entonces yo no sabía que algunas cartas siempre estaban marcadas. ¿Y ahora? ¡Bueno…! Ahora podría largar toda una conferencia sobre sistemas para marcar cartas. La forma en que son marcadas revela el carácter y la destreza del jugador desconocido. O, como suele decir El-de-laDerecha: «¡Dejémosle presentar su currículum!».

Tenemos una norma inquebrantable: nunca jugar con más de un jugador desconocido ni ante espectadores. En general, tenemos un montón de reglas que dificultan de manera muy considerable cualquier intento de sacarnos la pasta. Son ventajas de las largas noches que hemos pasado en este cuartucho.

Son las once. Jugaremos hasta las cuatro con opción a una ronda de consolación para el perdedor. Es decir, hasta las cuatro y media. Mañana es domingo, así que no hay que madrugar. Presiento que va a ser el domingo más dulce de mi vida. Me gusta exagerar. Para mí los conceptos solo existen si están en grado superlativo o por encima de él. Ello se debe a mi absurdo anhelo de conseguir algo que nadie jamás haya logrado y así sentirme especial.

Las partidas importantes tienen lugar siempre en vísperas de festivo, por la noche. Según dice mi socio, un ánimo festivo estimula la frivolidad de la gente predisponiéndola a soltar más pasta que en otras ocasiones. Nos encanta esa generosidad de los sábados; forma parte de nuestros planes junto con el cálculo del instante preciso en que sobreviene el cansancio.

Daremos nuestro golpe a las tres y media. Hasta ese momento todo serán meros preparativos. Los papeles están asignados, llevamos estudiándolos quince días, habremos hecho cien ensayos; lo hemos pulido todo hasta el último detalle para machacar a ese cabrón de una vez por todas. El Hiena. Suele sentarse justo frente a mí. Es uno de los jugadores de póquer más destacados de mi época. En la literatura pueden hallarse descripciones de toda clase de jugadores: ingeniosos, fuertes, nobles, trágicos.

El Hiena es una especie aparte. Él es simplemente repugnante. Tiene algo de pegajoso, con esos diminutos ojos grises que solo adoptan dos expresiones: de insolencia o de suspicacia. Siempre al acecho. Lo más asqueroso son sus dedos. No puede haber otros dedos iguales en toda Bulgaria: enclenques, totalmente afeminados, con yemas agudas y unas uñitas ridículas. Se mueven como tentáculos carentes de hueso. Tiene la manía de moverlos todo el tiempo, como un titiritero o un violinista que tratara de mejorar su técnica. Siempre me ha fascinado su asombrosa agilidad. En un abrir y cerrar de ojos, ya te la ha jugado. Qué diferentes son los dedos de El-de-la-Derecha. Él tiene manos de músico, con recias muñecas viriles y largos y refinados dedos. Da gusto verle repartir las cartas; claro que, si uno no presta la debida atención, ese gusto se tornará sin duda en disgusto. Mientras que el Hiena se guía por un mecanismo simple y racional, El-de-la-Derecha —mi socio por esta noche— lo hace todo con arte. Sus dedos no se mueven con agilidad, sino con destreza. No roba; más bien hechiza…

Antes del primer reparto —por pura costumbre—, se pregunta si ha habido cambios en el reglamento. Aquí todo debe quedar bien claro; las reglas deben ser transparentes como el agua para evitarnos incidentes desagradables. Algunos capullos nos toman por unos novatos que renegarían de sus principios por cien míseras levas. Cuando está en juego nuestra palabra, nos comportamos como auténticos caballeros, o como suele decir El-de-la-Derecha: «La fachada debe estar siempre limpia y ser afable». Por cierto, él luce siempre una perenne sonrisa. No conozco nada más afable que su cara.

La ficha, como siempre, cuesta una leva. Algunas cuadrillas se asombran de que juguemos tan fuerte, porque apostamos un mínimo de diez levas en cada mano. Si todos entran, en el bote se juntan no menos de cincuenta levas. Y, mientras que los de las demás cuadrillas dicen que juegan simplemente por placer o para matar el rato, o que participar es más importante que ganar, nosotros —ante tales afirmaciones— nos limitamos a mirarlos con desprecio. Yo soy el rey del desprecio; y mientras El-de-la-Derecha no para de repetir nuestro lema favorito: «Nosotros jugamos para sentirnos realizados». ¡Dios santo, qué bien lo ha expresado! Aunque no estés del todo seguro de que esa sea la razón precisa por la que juegas, la frase te cautiva.

Empezamos. Me toca repartir. Es un momento crucial. El-de-la-Derecha y yo intercambiamos miradas, el Hiena las intercepta, bien atento al reparto. El muy cateto sabe que puedo hacer algunos bonitos trucos con los pulgares, pero en esta ocasión no es calderilla lo que me estoy jugando, ¡así caiga yo muerto si intento alguna jugarreta!

¡Suerte!

Eso me transmite la mirada afectuosa de El-de-laDerecha, con las gafas empañadas de afecto. ¿Estará dudando de mí? ¿Se temerá que mis nervios no aguanten o que cometa alguna estupidez que arruine su ingenioso plan? Le devuelvo la sonrisa. Probablemente, mi mueca recuerde a un perro enseñando los dientes.

Lo cierto es que estoy nervioso. Es la primera vez que participo en una estafa organizada. Quiero decir en el póquer; por otra parte, sí que he hecho algún chanchullo, pero, aun así, resulta difícil determinar si era una estafa o no. Sentí una emoción parecida cuando publicaron aquel artículo mío sobre Draga, una operaria de máquina troqueladora. Aquel reportaje supuso el comienzo de mi carrera y tal vez también marcó el inicio de mi audacia de estafador. Hasta aquel momento había vivido de manera un tanto primitiva, encontrándome infinidad de veces en estados de ánimo ingenuos y simples, algo muy bochornoso. Mi jefe me abrió los ojos. Me parece estarle aún oyendo decir: «Ten esto bien claro: lo que hayas visto no importa en absoluto; lo verdaderamente importante es lo que necesitas ver».

Esos han sido mis dos maestros en la vida: el Jefe y El-de-la-Derecha, dado que soy periodista y jugador de póquer, un fenómeno del todo atípico en estos tiempos. Según dicen, tengo talento para lo uno y para lo otro. Desconozco exactamente cómo se distribuyen en mí dichos talentos, pues con frecuencia he confundido el uno con el otro y aún más a menudo los he combinado. De modo que por entonces escribía artículos sobre las vidas de la gente eligiendo siempre temas desagradables. Protestaba siempre contra las injusticias, luchaba por la verdad —principalmente contra los que mandan— y me encantaba sacar las uñas. Resultaba de lo más emocionante cuando de repente (en un lugar público) mi conciencia cívica se disparaba como el chorro de una manguera de bomberos, mi voz retumbaba por dentro y por fuera y mi siguiente frase podría haber sido: «¡A las barricadas!». Aquellos artículos casi nunca llegaban ni a publicarse y muy a menudo los retiraban del número en el último momento… En resumen, aquello era una pura desgracia. Mi jefe me abrió los ojos, tras lo cual escribí mi notable artículo «La hazaña de Draga». Ella trabajaba en la troqueladora de una fábrica metalúrgica. Era una operaria increíble, capaz de realizar veinticuatro mil perforaciones en ocho horas, siendo cuatro mil lo habitual, es decir, todo un récord mundial. Me planté frente a ella, observando horrorizado cómo aquella mujer movía sus manos a un ritmo imparable, viendo cómo su actividad superaba el número de circo más elaborado en el que ni siquiera todos los malabaristas del mundo juntos le llegarían a la suela de los zapatos. Contemplaba su cara casi pétrea preguntándome qué quedaría de humano en ella puesto que trabajaba como un motor eléctrico.

Los otros operarios me contaron que Draga engendraba niños muertos, que se le fue la cabeza, que estuvo ingresada en distintos hospitales y que, desde entonces, tenía esa mirada vidriosa y aquellos movimientos totalmente mecanizados. También me contaron que ella ni se enteraba de cuándo terminaba la jornada laboral y que tenían que desconectar el motor de la troqueladora para que entendiera que debía marcharse a casa. La vi cuando salió de la fábrica; parecía completamente ida. Fue entonces cuando escribí mi primer artículo.

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Autor: Georgi Márkov. Título: Retrato de mi doble. Editorial: Siruela. Venta: Todostulibros y Amazon

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