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Sabores y saberes

Sabores y saberes

He citado a menudo las palabras con las que una vez defendió Cunqueiro la importancia de los conocimientos inútiles —suponiendo que asumamos esa tesis aborrecible según la cual sólo resultan útiles las cosas que son rentables— aplicados en ese caso al ámbito culinario. Decía el bardo de Mondoñedo que convenía poner en la mesa un gramo de literatura y una o dos pizcas de fantasía, que cuando se sentaba ante una centolla capturada en las aguas atlánticas y recordaba que su nombre latino, Maia, remite a una de las estrellas más brillantes de las Pléyades, disfrutaba mucho más de la comida. Lo recordé el día en que Narciso y Pelayo me sirvieron en el Rambal unas alubias del tío Lucas mientras me explicaban que se trataba de una receta del siglo XVIII, probablemente la única de la gastronomía madrileña que emplea las judías como plato principal, y que recibía ese nombre por haberse servido en aquellos tiempos en el figón de Lucas González de Caso, cocinero gaditano que migró a la capital y abrió cerca de la Puerta del Sol —unos dicen que en Sevilla, otros que en Cedaceros— un establecimiento que gozó de buena fama por unos guisos cuya enjundia, curiosamente, presumía de unas raíces más manchegas que andaluzas. Evidentemente, el guiso sabe mucho mejor si a uno le sirven junto a él esta clase magistral, del mismo modo que el pote vaqueiro ve enfatizadas sus virtudes cuando se cae en la cuenta de que la variedad de sus ingredientes se debe a que proceden de las diferentes tierras por las que iban pasando los vaqueiros de alzada en sus vidas trashumantes. Hay quien dice que la cocina hizo al hombre y que es el uso culinario del fuego —su empleo a la hora de procesar los alimentos y no para alumbrar, dar calor, protegerse o atacar— lo que determina la evolución de nuestra especie y no la conformación de un lenguaje o la adquisición de ciertas habilidades manuales o tecnológicas. No soy yo nadie para afirmar tal cosa o desmentirla, por más que pueda oponer algún que otro alimento, pero no cabe duda de que la genealogía de las recetas confiere a los platos unos matices que a menudo resultan mucho más nutritivos que el manjar en sí mismo.

"No hay que salir de Oviedo para encontrarse con los orígenes del hoy ineludible cachopo, en su origen un plato de bajo coste"

Tampoco tienen por qué ser historias ciertas. Vale con algún que otro ribete legendario, o con cualquier conclusión extraída del acervo popular, para que a los placeres de la buena mesa se sume la plenitud de las satisfacciones narrativas. Uno se entrega con más delectación al cocido maragato, por ejemplo, si tiene en cuenta que su orden peculiar se debe a una cuestión de necesidad: había que ingerir antes las viandas proteínicas por si emergía la urgencia de echarse a los caminos cuanto antes, igual que lo que llaman en Oviedo el menú del Desarme y que es un desparrame pantagruélico —garbanzos con bacalao y espinacas de primero, callos de segundo— presume de esa consistencia y ese nombre porque fue lo que los autóctonos dieron de comer a los franceses, allá por los tiempos de la Guerra de la Independencia, para que éstos se amodorraran y desistieran de su ímpetu invasor. No hay que salir de Oviedo para encontrarse con los orígenes del hoy ineludible cachopo, en su origen un plato de bajo coste que allá por 1947 incorporó el bar Pelayo a su carta para solaz y enriquecimiento calórico de los viajeros que subían o bajaban del autobús en una parada cercana. El hornazo que tanto gusta en Salamanca se come con más fruición si uno sabe que era lo que llevaban los lugareños a las riberas del Tormes cuando, el lunes siguiente al de la Pascua, se apostaban junto al río para recibir a las prostitutas, que regresaban a la ciudad tras el exilio impuesto por las fechas cuaresmales, lo mismo que el arroz a la zamorana adquiere su punto exacto cuando se repara en sus orígenes antiguos, que se sitúan dos siglos atrás en la comarca de Aliste y tienen que ver con la idoneidad de dar salida a todo cuanto cupiera en la despensa una vez consumada la matanza.

"Ocurre en Madrid con las gallinejas, esas tripas de cordero o de cabrito que salían de las sobras del Mercado de Legazpi"

A veces el origen humilde de esos platos los convierte poco menos que en proscritos —en Mérida, hace ya unos cuantos años, mis anfitriones me prohibieron pedir unas migas con el argumento de que no eran dignas de alguien que iba allí a recibir un premio literario— y otras les acaba confiriendo un exotismo que acaba por transformarlas en delicadezas. Ocurre en Madrid con las gallinejas, esas tripas de cordero o de cabrito que salían de las sobras del Mercado de Legazpi y que si hoy aparecen en las cartas de los restaurantes es porque el chef correspondiente las ha adaptado a las modas del momento y sabe presentarlas en alegre fusión con algún subterfugio de eso que se llama alta cocina. Todavía se encuentran, sin embargo, en las fiestas de los barrios que se resisten a perder su aura castiza, y qué gusto da entonces percibir su olor sabiendo que ese mismo aroma era el que impregnaba las esquinas de la Arganzuela en un pasaje memorable de Fortunata y Jacinta.

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