Inicio > Libros > Adelantos editoriales > Sebastopol en diciembre, de Lev Tólstoi

Sebastopol en diciembre, de Lev Tólstoi

Sebastopol en diciembre, de Lev Tólstoi

El mensaje pacifista que Lev Tolstói desplegó a lo largo de toda su obra también encuentra su eco en los cuatro relatos reunidos en Ecos de Crimea y del Cáucaso. El autor vivió como alférez de artillería el terrible asedio de Sebastopol y aprovechó aquella experiencia para reflexionar sobre la barbarie a la que es capaz de someterse el ser humano en los conflictos bélicos.

En Zenda reproducimos el arranque de la primera crónica literaria que integra Relatos de Sebastopol (Ecos de Crimea y del Cáucaso, Akal), que cuenta con una Introducción de Ernesto Calabuig.

***

La alborada apenas comienza a tintar el horizonte sobre la colina Sapún. La superficie azul del mar ya se ha despojado de la oscuridad de la noche y aguarda al primer rayo para jugar con su alegre destello. De la bahía llega frío y niebla. No hay nieve, todo está negro, pero la penetrante helada matutina golpea el rostro y cruje bajo los pies. Y solo el rumor lejano e incesante del mar, rara vez interrumpido por el fragor de los disparos en Sebastopol, quiebra el silencio de la mañana. En los barcos un tañido sordo marca la octava media hora.

En la bahía Sévernaya, la actividad diurna empieza poco a poco a dar relevo al sosiego de la noche; allá donde ha tenido lugar un cambio de guardia, haciendo tintinear los fusiles; acá un médico ya va con prisa al hospital; allá un soldado sale de su barraca, se lava con agua helada su cara broncínea y, volviéndose hacia el este purpúreo, se persigna con rapidez y reza a Dios; aquí una madzhara alta y pesada tirada por camellos se arrastra a duras penas, chirriando hacia el cementerio para enterrar los cadáveres ensangrentados de los que va casi atiborrada… Es acercarse a los muelles y un particular olor a hulla, estiércol, humedad y carne de vaca le golpea; miles de cosas de lo más variado (leña, carne, gaviones, harina, hierro, etc.) se amontonan junto a las dársenas; soldados de diferentes regimientos, con sacos y fusiles, o sin sacos ni fusiles, se apiñan aquí, fuman, maldicen y acarrean cargamentos pesados hasta el barco, que permanece humeante junto al embarcadero; chalanas particulares atestadas de gente de toda condición (soldados, marineros, comerciantes, mujeres) atracan y desatracan en el muelle.

―¿Vueseñoría va a Gráfskaya? Tenga la bondad –le ofrecen sus servicios dos o tres marineros retirados, poniéndose de pie en sus chalanas.

Elige usted la que está más cerca, pasa por encima de un cadáver semiputrefacto de un caballo bayo que yace en el fango junto a las barcas, llega hasta el timón y suelta amarras. A su alrededor, el mar ya brilla a la luz del sol de la mañana. Delante, un marinero viejo con abrigo de camello y un joven de pelo claro reman en silencio con ahínco. Contempla las moles rayadas de los barcos, dispersos aquí y allá por toda la bahía; esos pequeños puntos negros, las chalupas, que se mueven por el refulgente azul; las hermosas y luminosas construcciones de la ciudad, que se divisan desde este lado y que los rayos rosados del sol de la mañana ya colorean; la espumeante línea blanca de la barrera flotante y de los barcos hundidos, de los que en algún punto sobresalen tristemente los extremos oscuros de sus mástiles; la lejana flota enemiga, que se perfila en el horizonte cristalino; y los chorros de espuma, de los que saltan las burbujas de agua salada que levantan los remos. Escucha usted el ruido rítmico que producen los remos; el rumor de las voces, que le llegan a través del agua; y el majestuoso fragor del cañoneo que, a su parecer, se intensifica sobre Sebastopol.

Es imposible que ante la idea de estar en Sebastopol no le atraviese el alma un sentimiento de cierta valentía y orgullo, y que la sangre no empiece a correr más rápido por sus venas…

―¡Vueseñoría! ¡Va directo hacia el Kistentín! –le dirá el viejo marinero, volviéndose para comprobar la dirección que usted le ha dado a la barca–. Vire a babor.

―Pues todavía tiene los cañones –advertirá el muchacho de pelo claro, al pasar junto al buque, y observarlo.

―Claro, era nuevo, en él vivía Kornílov –señalará el viejo, echando también un vistazo al barco.

―¡Mira dónde estalló! –dirá el muchacho tras guardar silencio durante unos momentos, mientras ojea una nubecilla blanca de humo que se dispersa, surgida de repente sobre la bahía Sur y acompañada del ruido seco de la explosión de una bomba.

―Es él quien tira ahora desde la nueva batería –añadirá el viejo, escupiéndose con indiferencia las manos–. Venga, rema con todas tus fuerzas, Mishka, y adelantaremos a la barcaza–. Y su chalana avanza más rápido a través de la marejada de la bahía, adelanta en efecto la pesada barcaza en la que se apilan unos costales y donde soldados desmañados reman de manera desacompasada, y aborda el muelle de Gráfskaya entre los numerosos botes de todo tipo allí amarrados.

En el malecón se mueve ruidosamente una muchedumbre de soldados grises, marineros oscuros y mujeres coloridas. Estas venden molletes y hombres con samovares gritan «¡Aloja caliente!». Y allí mismo, en los primeros escalones, se diseminan proyectiles oxidados, bombas, metralla y cañones de hierro colado de distintos calibres. Un poco más adelante se halla una gran superficie donde se amontonan unos travesaños enormes, cureñas y soldados durmiendo. Hay caballos, carretas, cañones enmohecidos y cajas, pabellones de fusiles. Soldados, marineros, oficiales, mujeres, niños y comerciantes pululan por el lugar. Circulan carretas cargadas de heno, sacos y barriles. En alguna parte pasan a caballo un cosaco y un oficial, un general lo hace en coche ligero. A la derecha, la calle está obstaculizada por una barricada en cuyas troneras se han emplazado unos cañones pequeños. Al lado se sienta un marinero, fumando una pipa. A la izquierda aparece una bonita casa con números romanos en su frontón, bajo el cual hay soldados y camillas ensangrentadas. Por doquier ve usted las molestas huellas del campamento militar. Su primera impresión será, necesariamente, de lo más desagradable: la extraña mezcla entre la vida urbana y la del campamento, entre una hermosa ciudad y un sucio vivac que no solo es feo, sino que se antoja un desastre repugnante. Incluso le parecerá que todos andan atemorizados y ajetreados sin saber qué hacer. Pero observe más de cerca el rostro de las gentes que se mueven a su alrededor y verá algo completamente diferente. Mire al menos a ese soldadito del convoy, el que lleva un tiro de tres bayos para darles de beber y va tarareando algo tan tranquilo. Es evidente que no se extraviará entre esta variopinta muchedumbre, que para él no existe, y cumplirá a toda costa con su cometido: dar de beber a los caballos o llevar armas con la misma tranquilidad, aplomo e indiferencia que si hiciera esto mismo en algún lugar de Tula o Saransk. La misma expresión verá usted en la cara de ese oficial con guantes impecablemente blancos que pasa por su lado; en la del marinero que fuma sentado en una barricada; en la de los soldados obreros que aguardan con camillas a la entrada de la antigua Asamblea; y en la de esa muchacha que, temiendo ensuciarse su vestido rosa, cruza la calle saltando por las piedras.

¡Sí! Seguramente quede usted decepcionado si es la primera vez que viene a Sebastopol. En vano buscará, en un solo rostro siquiera, huellas de agitación, perplejidad o incluso entusiasmo. Tampoco disposición a morir ni firmeza; nada de esto. Verá usted gente común tranquilamente ocupada en sus quehaceres cotidianos. De modo que tal vez se reproche a sí mismo un exceso de arrebatamiento y dude acaso de la validez del concepto de heroísmo que se ha formado de los defensores de Sebastopol a partir de relatos y descripciones, así como del aspecto de la ciudad y los sonidos desde el lado Norte. Pero antes de que le asalten las dudas, vaya a los bastiones, vea a los defensores de Sebastopol en sus puestos defensivos o, mejor aún, entre un momento directamente enfrente, en el edificio de la antigua Asamblea de Sebastopol, en cuyo soportal aguardan unos soldados con camillas. Allí podrá ver a los defensores de Sebastopol. Verá espectáculos horribles y tristes, grandiosos y divertidos, pero igualmente admirables, de los que elevan el alma.

Entre en el gran salón de la Asamblea. Apenas abra la puerta, la repentina visión y el olor de cuarenta o cincuenta amputados y heridos graves, algunos en catres, la mayoría en el suelo, le aturdirán. No ceda a la sensación que le retiene en el umbral de la sala; es un mal presentimiento. Siga adelante, no se apure por que le parezca haber llegado para contemplar a los sufridores, no tenga vergüenza de acercarse y conversar con ellos; a los desdichados les agrada ver un rostro humano condescendiente, les agrada contar sus sufrimientos y escuchar palabras de afecto e interés. Pase usted por en medio de los camastros y busque una cara de expresión menos grave y doliente, y resuelva acercarse para conversar.

―¿Dónde te han herido? –le pregunta usted indeciso y apocado a un soldado viejo y demacrado que, sentado en el catre, le sigue con una mirada bondadosa, como invitándole a acercarse. Y digo «apocado» porque los sufrimientos, aparte de una profunda condescendencia, por alguna razón infunden un miedo a ofender y una alta estima por el que los padece.

―En la pierna –contesta el soldado. Y justo en ese momento usted mismo advierte por los pliegues de la manta que no tiene pierna más allá de la rodilla–. Gracias a Dios –añade–, ya me dan el alta.

―¿Y hace mucho que te hirieron?

―Pues hace ya más de seis semanas, vueseñoría.

―Bueno, ¿y te sigue doliendo?

(…)

—————————————

Autor: Lev Tólstoi. Traductor: Sergio Hernández-Ranera Sánchez. Título: Ecos de Crimea y del Cáucaso. Editorial: Akal. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

4.6/5 (5 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios