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Silencio, de Clyo Mendoza

Silencio, de Clyo Mendoza

Foto: Daniel Mordzinski.

Clyo Mendoza es una poeta y narradora nacida en Oaxaca, México, en 1993. Es autora de los poemarios Anamnesis (Cuadrivio, 2016) y Silencio (FOEM, 2018), libro por el cual obtuvo el Premio Internacional Sor Juana Inés de la Cruz de poesía (2017). Ha sido becaria del  Fondo Nacional para la Cultura y las Artes de México en el área de poesía (Jóvenes creadores, 2015-2016) y Novela (2020-2021) y residente de la XVII promoción de la Fundación Antonio Gala. Su primera novela, Furia (2022) se publicó bajo el sello editorial Almadía en México y por editorial Sigilo en España y Argentina y ha ganado el Premio Javier Morote otorgado por la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de libreros (2021), y el Premio Primera Novela de Amazon (2022). Presentamos una selección de textos de Silencio, publicado en España en 2023 por la editorial Almadía, una obra híbrida que nada entre la poesía y la narrativa y en la que la oralidad es un elemento central del cual se sirve la autora para generar y espacio y tono casi mítico. Un libro que nos sumerge de lleno en la historia de Águeda, una hija que busca el cuerpo desaparecido de su madre, un relato con un ritmo punzante, sofocante y vivo, a pesar de estar rodeado de tanta muerte, en el que a través del lenguaje se reivindica a todas las víctimas de la violencia y a todos cuyo único deseo es poder llorar a sus muertos.

***

Caballo rojo con sacras de color isabelo

El rojo es el primer color que vemos. ¿Cómo podríamos
prescindir de él? Si nacemos a través de ese río
de placenta y al nacer la sangre nos llena los ojos.
Hombres y caballos somos bestias coronadas por la
sangre en la abertura, coronados por la luz y el aire
desde el momento en que el cuerpo llega. Pero ellos,
los hombres, aman y son amados.

Soy Caballo, nací animal y tengo la sensación de ser
yo mismo como todo. No sé qué es el amor de los
hombres porque siento lo mismo por cada ser y cosa
que ocupan un lugar en este mundo. Obedezco al soldado
no porque le deba, sino porque le temo y porque
para mí él es una parte mía y yo soy suyo.

Puedo oler en los hombres esa sustancia a la que somos
ajenos, la sustancia que los atrae y los separa, la
que los hace decir: él, el otro. Ella, la otra. Esto: lo que
es mío.

Para este, para Caballo, el amor es igual al odio:
preserva la memoria más allá de la apariencia, más
allá de la enfermedad y los confines del mundo. El
amor de los hombres es una sencilla fruta de la tierra,
el banquete incomible, la barca y el esquife. Aman
como los perros ladran, los gatos maúllan, como la
lluvia cae y los caballos relinchan. Y es lo más duro
de la tierra. Veo que el amor es la más natural de las
resistencias y que, como mis ojos saben hacer por sí
solos, los deja asomarse en la sensación del gran vacío.

Caballo, me dicen, y yo puedo oler en ellos el deseo
agresivo de ser uno y no dos, y no millones. Caballo,
me dice el soldado, mientras acaricia mi crin como al
cabello de alguien que le falta. Huelo su agrio sueño
de hacer una alianza.

Pero los hombres sufren y gozan para hacer su historia.
Necesitan decir: lo mío, lo otro, yo. Viven para contarse
a sí mismos. Siempre, siempre algo que contarse mientras
pasan de ser niños a ser adultos, mientras pasan
de ser adultos a ser niños y alrededor las cosas nacen
en las cosas que se mueren. Su dolor es proporcional a
la alegría que estuvo y se fue. Su alegría es proporcional
al dolor de perder lo que todavía no se ha ido.

A los caballos se nos demanda ser ecuánimes, pero
a veces las patas se nos vencen y caemos impávidos
ante la muerte de pequeños fragmentos de nosotros:
niños, árboles, otros caballos. No puedo nombrar lo
que describo, no puedo llamarlo amor o explicarlo,
solo puedo decir: no podemos permanecer inmutables
a los trechos de nosotros que se van muriendo.

***

La arena son cientos de miles de huesos de hombres desterrados o huidos, la arena es el cuerpo que se ha olvidado de la herida 

Edna

Un día vino mi padre a despedirse y dos meses después
solo volvió su quijada.

Me había pedido que lo acompañara a la estación,
pero en la puerta de la casa las otras niñas estaban
jugando a bordar los trajes de unas muñecas. La muda
golpeaba una lata que había tenido duraznos en almíbar
y parecía que el sonido la atravesaba hasta la
boca y salía en un largo y fuerte “ba”, casi animal, que
avergonzaba a su madre. Las otras niñas bordaban, jugaban
conmigo a atravesar con las agujas la callosidad
de nuestras manos y decían “no siento nada” entre
sus risas. Mientras yo despedía a mi padre, una aguja
plateada abría la última capa de mi piel y se sostenía
de ahí, atravesando de un extremo a otro mi mano.
Atravesaba la piel que no parecía ya mía porque no
punzaba, piel muerta o que estaría durmiendo. Mi
madre me dijo: deja de hacer eso que es malo.

A veces la duda me asalta: ¿quizá fui yo quien hizo
que atraparan en la esquina de la casa a mi padre?
¿Debería considerar que atravesar mis manos con las
agujas llamó algo, que yo misma inventé con mis manos
un augurio? ¿Fui yo la que degolló a mi padre por
atravesar mis manos de campesina con agujas? Siento
que se trata de una brujería inconsciente, que a veces
la combinación de algunos movimientos nuestros da
como resultado una catástrofe: meter el pie izquierdo
antes del derecho en el zapato, olvidar un crucifijo en
el fondo de la bolsa y que quede invertido, tirar la sal,
persignarse y no alargar la cruz hasta debajo del ombligo
cuando se está ante los santos.

Yo atravesé con las agujas la mano que después tomó
mi padre. Me estaba pidiendo que lo acompañara a
la estación. Yo debí haber ido con mi padre, pero me
quedé acunando muñecas sin ojos, jugando con sus
párpados sin pestañas. Junto a las otras niñas no había
mayor placer que jugar a ser madres con las agujas y
las hijas de plástico.

A mi padre lo atraparon, lo desaparecieron.

Lo reconocimos por su quijada, la encontraron unos
pastores y se dieron cuenta de que no era un hueso de
animal sino de hombre. Eran los restos del hombre
desaparecido, mi padre, y ese racimo de dientes que
fue sonrisa fue lo único que pudimos enterrar.

¿Cómo se entierra una quijada? ¿De qué tamaño hay
que mandar a hacer un ataúd para enterrar en el
camposanto una quijada? Qué ridículos, todos reunidos
alrededor de un pequeño ataúd al que no sabemos
si arrojarnos. ¿Debimos quemarlo? ¿Debimos
enterrarlo? ¿Debimos lanzarlo al mar sin ceremonia?
¿Podemos considerar hoy, tantos años después, un
pedazo de hueso el todo que nos quedó de mi padre?
Todo pasó rápido, huimos casi toda la vida, hasta
que un día, tantos años después, nos montaron a un
avión, casi por fuerza, y estoy aquí desde hace mucho.
El hombre con el que me casé desapareció en
mi país un día después de prometerme que vendría.
Siempre tendré la incertidumbre: ¿me abandonó o lo
desaparecieron?

No hablo este idioma. No amo este idioma. Mis hijos
han nacido en un país que odio. ¿Estoy a salvo aquí?
Paso los inviernos queriendo volver a casa, pero allá
el único muerto que me llama está incompleto: una
mandíbula. ¿Por qué Dios inventa escenas como la
de una familia llorando un hueso? Regándolo como
si fuera a crecer y a convertirse en un cuerpo, llorándolo,
¡ridículos! Uno se vuelve loco. Uno se obsesiona
con la idea del error: ¡todo debe de ser una broma! ¡Es
absolutamente falso que este montón de dientes sea
lo que me queda de mi padre! ¿Fui yo? Porque creo,
sin duda, que hay algunos movimientos que conjuran.
Pisar la raya del azulejo en el camino, matar un gato
negro, ciertos movimientos con las manos que abren
un umbral para los muertos. Quizá atravesar con agujas
nuestras manos, quizá jugar con el párpado roto de
una muñeca a la que llamas tu hija.

Me gustaría reposar la cabeza al fin. Qué cansado es
llevar la sangre a todas partes.

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Autora: Clyo Mendoza. Título: Silencio. Editorial: Almadía. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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