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Sobre los vivos y los muertos

Sobre los vivos y los muertos

Los nuevos tiempos

Leo que un potente grupo editorial ha fichado a una joven escritora de la que yo nunca he oído hablar. El asunto no tendría nada de particular si no fuera porque el fichaje consiste en la publicación, en papel, de una novela que ya ha sido publicada, en digital, y que además está disponible de forma gratuita a través de una aplicación o plataforma que se llama Wattpad. Me lanzo a descargarla y curioseo un poco por los estantes virtuales que, nada más abrirla, se dibujan en la pantalla del móvil. Se ofrecen allí obras de diverso pelaje —pero sobre todo, o eso es lo primero que me asalta en un primer vistazo, de género romántico o pornográfico— escritas por autores cuyos nombres me son absolutamente ajenos —la mayoría, seudónimos evidentes— y cuyas páginas curioseo sin encontrar nada de interés, pese a que según se dice están captando la atención de muchísimos lectores en edad adolescente. Lejos de sentir que el mundo se acaba, como empiezan a razonar algunos miembros de mi generación cada vez que se habla de alguno de estos fenómenos, me pregunto hacia dónde conducirá el cambio de paradigma en el que, evidentemente, estamos inmersos y que paulatinamente ha venido modificando hábitos de todo tipo, incluidos los que se relacionan con eso que odiosamente se llama productos culturales —y que influyen, primero, en el modo en que los perciben sus receptores y, después, en su misma elaboración— sin que nos quejemos demasiado siempre que no colisionen con los patrones que cada uno ha venido perfilando en su imaginario personal. Es una constante que se ha venido repitiendo a lo largo de la historia, sobre todo en los últimos siglos: los registros sonoros modificaron la forma de entender la música, igual que ahora la trastocan las plataformas de escucha, y la televisión y sus derivados vienen dejando su impronta en las nuevas narrativas audiovisuales. También la imprenta jugó un papel fundamental en la concepción de la escritura —en ningún caso escribir a mano para unos pocos elegidos podía ser lo mismo que sacar cuantas copias se quisiera y ponerlas a circular por una amplia extensión de territorio— y era cuestión de tiempo que las pantallas, en sus múltiples vertientes, empezaran a dejar su impronta en ese ámbito. No sé si el moderno cristal líquido se las arreglará para reemplazar al viejo papel, ni si el cambio, de haberlo, resultará bueno o malo, aunque seguramente no será ni lo uno ni lo otro porque la sustancia estará en el contenido y no en el continente —no son pocos los libros deleznables que se han impreso desde que Gutenberg vino con su artilugio, y no por ello lo consideramos menos defendible— y porque, si el proceso concluye y se consolida, será porque al fin y al cabo ha encontrado el beneplácito de la comunidad lectora, que será quien dicte la sentencia. Igual que nuestros abuelos vivieron como transformaciones disruptivas fenómenos que hoy están plenamente incorporados a nuestra cotidianeidad, también a nosotros nos toca ver cambios inesperados —e ininteligibles en ciertos casos para algunos, incluido yo mismo— que nuestros nietos asumirán con total fluidez porque ya se encontrarán asentados cuando lleguen. Supongo que envejecer consiste en ir viendo cómo poco a poco van llegando los nuevos tiempos, y aunque sea tentadora, por cómoda, la idea de entregarse a nostalgias estériles, quizá sea más lúcido hacerse a la idea de que la época que nace es, o debería ser, tan nuestra como la que se está yendo.

Inventario de ausencias

"Hay rincones oscuros en los que aún no se han deshecho del todo los ecos de otras épocas y quedan recovecos en los que sólo es posible la constatación plena del vacío"

Las ciudades son, también, un largo inventario de ausencias. Sus calles pueden recorrerse siguiendo un reguero de huellas que conducen al pasado y hablan en susurros sobre aquello que el paso del tiempo ha desvanecido. Por aquí y por allá aparecen locales cerrados cuyos rótulos apelan a negocios en los que ya no se compra ni se vende nada, y algunas casas parecen resistir andamiadas sobre el recuerdo de quienes una vez fueron sus moradores. Hay rincones oscuros en los que aún no se han deshecho del todo los ecos de otras épocas y quedan recovecos en los que sólo es posible la constatación plena del vacío, espacios donde el olvido cobra cuerpo y la nada se hace ente corpóreo y tangible para ilustrar la fugacidad de las cosas y la certeza de que hubo un tiempo no tan lejano en el que este mundo nuestro fue de otros. Hace años viví durante una temporada en una pequeña capital de provincias y me gustaba imaginar, en mis paseos, cómo había sido la vida allí antes de que yo llegara. Miraba los escaparates de unas tiendas que aguantaban abiertas a duras penas, pero en cuyo interior apenas llegué a ver nunca más de dos o tres personas, y me preguntaba qué aspecto habrían tenido cuando eran comercios pujantes o novedosos y los compradores se agolpaban ante el mostrador para inspeccionar el género. En otras ocasiones me entregaba sin ambages al juego gratificante de las divagaciones inútiles. Pasaba a diario ante un portal viejo y destartalado que conservaba una inscripción donde una vez se había anunciado que allí tenía su cubículo el zapatero Antonio, y me imaginaba al tipo que una vez había llevado tal nombre, y lo veía entregado a sus remiendos y sus reparaciones igual que veía a los clientes entrar y salir con sus mocasines maltrechos o sus botas en perfecto estado de revista, todos ellos fantasmas amables que habitaban ya el limbo en el que yacía la memoria de aquella tierra que se había ido vaciando al compás de progresos que siempre sucedían en otras partes y de penurias que, por el contrario, estaba condenada a padecer en sus propias carnes.

El viaje a Comala

"Todos vivimos instalados en un perpetuo viaje a Comala, por más que sólo lo reconozcamos cuando los árboles van consumando su mudanza"

Tengo un amigo que siempre conmemora el uno de noviembre con una frase de Javier Marías: «Los muertos tienen la fuerza que los vivos les dan.» Suele ser mucha porque la soledad produce frío y la memoria hace compañía y algo tienen siempre que decirnos quienes estuvieron aquí antes y dejaron constancia de sus certidumbres y sus dudas, de sus luces y sus sombras, de los triunfos que obtuvieron o las penas que lastraron su andadura. Arropa el recuerdo de los muertos cercanos, aquellos que no lo son desde siempre porque los conocimos cuando aún vivían, y consuelan los ecos de quienes emplearon la palabra, el sonido, los pinceles, el mármol o las cámaras para interpelarnos al cabo de los años, las décadas o los siglos, igual que esos amigos lejanos e inconstantes que de cuando en cuando telefonean para interesarse por cómo le va a uno. Todos vivimos instalados en un perpetuo viaje a Comala, por más que sólo lo reconozcamos cuando los árboles van consumando su mudanza y la undécima hoja del calendario nos confirma que el año se aproxima a su final, cuando los relojes se atrasan una hora y la noche se precipita a media tarde y comienza a brotar el humo de las chimeneas y se asientan en las aceras los primeros puestos de castañas asadas. Cuando nos hacemos a la idea de que se avecina un nuevo invierno y un año más, por suerte o por desgracia, volverá a caer la nieve sobre los vivos y los muertos.

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