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Trampas del misterio

Trampas del misterio

Va siendo costumbre en uno, de manera absolutamente privada, cuando no ha encontrado la lectura del gusto o del cierto valor que esperaba, empezar a darle vueltas al asunto de cómo escribe cada uno, indiferentemente del género que practique. De este modo he empezado casi todos los artículos en los que me ha tocado comentar un libro que no me ha convencido, o directamente, me haya supuesto una decepción por lo que imaginaba —fallo mío, sin duda— que iba a ser. Desear suele ser la antesala del sueño, y este, si viene con la carga pesada de lo que hemos anhelado, durará poco y dejará una sensación de engaño en ambas partes.

El misterio es un recurso tan antiguo como divertido en su uso. Generarlo y desconocer qué deparará tras ese velo que se nos ha levantado es de una fertilidad tan inagotable como evidente y patoso si se hace una mala utilización del mismo. Un decorado, un truco, pierden sin misericordia su efectividad cuando descubrimos cómo se llevan a cabo o cuando no producen chispa alguna en la yesca de nuestra ilusión.

"Concluido el libro, el desánimo permanecía y era evidente y pude aventurarme pensando que lo malogrado en Otaberra pudiera deberse al desequilibrio entre fondo y forma"

Ha ocurrido este segundo caso con la lectura de la novela Otaberra, de Elisa Victoria. Uno conocía la relevancia ganada por sus anteriores, pero la circunstancia, ayudada por el sugerente título y la cubierta, hizo que fuera ésta con la que me adentrase en su literatura. Me sabe mal no poder unirme a la fascinación y alegría que sé que despierta en otros lectores, y para ello no hay más que asomarse a las redes sociales —aunque muchas veces esto sea pan para hoy, hambre para mañana—, pero desde los primeros capítulos uno iba notando que algo fallaba, sin saber si se debía esa sensación al tono, a la historia, etc. Concluido el libro, el desánimo permanecía y era evidente y pude aventurarme pensando que lo malogrado en Otaberra pudiera deberse al desequilibrio entre fondo y forma.

La historia, la que se supone que engancha por su misterio, se conduce tan a ciegas como la manera en que es narrada, y el suspense acaba siendo extraliterario, en la pregunta —por parte de quien está leyendo— referida a quién lleva a quién, qué es lo que debe interesarnos más o a qué quiere la autora que prestemos mayor atención. Podría ser esa incertidumbre la única voluntad de Victoria en su escritura, pero no se trasluce como un acierto, sino como un alarde que distrae de algo susceptible de mejora.

"El trance de todas las páginas anteriores, más disuasorias que estimulantes, me hacen creer que su historia es una que hubiera quedado mejor si hubiese sido escrita como una novela breve o un relato"

Hay que reconocer el riesgo implicado. Siempre. Los cambios de perspectiva en los capítulos de Otaberra sorprenden y los encuentro dignos de elogio por eso mismo, por lo arriesgado a la hora de tomarlos como apuestas que zarandeen al posible lector que quiera creerse más listo que el propio libro y quiera anticiparse a la acción. Por ello, bravo, sinceramente. Pero si detrás de esa música no hay un movimiento que lo guíe en lo armonioso, quedará en simple pretensión.

Se conoce que uno puede ser críptico cuando domina la intención, narrativa en este caso, de lo que se quiere contar. Pero cuando resulta ser el misterio por el misterio, el resultado es una carcasa llamativa y a la vez debilitada por una intriga que no asume interrogantes, que no apetece buscar una resolución porque se resquebrajaría el envoltorio. Así en Otaberra, salvo en las 20 páginas finales, donde uno sí que ha captado ese poder elucubrante de la prosa de Victoria, donde los dos protagonistas, Renata y Eusebio, consiguen revelársenos en toda su fragilidad y atractivo literarios, sintiéndonos confiados de adentrarnos en sus penas por lo cerrado del lugar y el momento que les tocó vivir, y más bien soportar. Pero el trance de todas las páginas anteriores, más disuasorias que estimulantes, me hacen creer que su historia es una que hubiera quedado mejor si hubiese sido escrita como una novela breve o un relato. Todos los elementos que rodean Otaberra, del pasado y el presente, y que culminan en ese pasaje último y tremendo, terminan resultando prescindibles, y uno acaba sintiendo que ha caído en la trampa, una orquestada por rarezas que no acaban de rematar ese extrañamiento al que, supongo, aspira la novela.

No hay lugar para el desánimo. Ni lo señalado en este artículo ni las alabanzas que sigan asentando la fama de la autora han de impedir que cualquier persona curiosa se haga con la novela y saque sus propias conclusiones, devociones o fobias. Pero sería un descuido no advertir que la trampa seguirá ahí cuando nos despertemos, y ese deseo de haber querido encontrar la diferencia mediante las influencias más pintorescas, se puede desencantar al admitir que, a veces, como apuntó JRJ, ‘todo es menos.’

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Autora: Elisa Victoria. Título: Otaberra. Editorial: Blackie Books. Venta: Todos tus libros.

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