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Un diálogo músico-literario

Un diálogo músico-literario

La recepción de la música por parte de la literatura nos adentra en un universo poco transitado de la creación estética. Este sugerente libro muestra la manera en que el arte de la música ha sido recibido y teorizado en el pensamiento y la literatura de la Francia que va del siglo XVIII hasta principios del XX.

Teófilo Sanz nos cuenta cómo fue el origen de su libro La literatura de la música en Francia: Del siglo XVIII a Marcel Proust (Plaza y Valdés)

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¿Cómo percibieron la música grandes pensadores y escritores franceses como Baudelaire, Rousseau, Madame de Staël, Balzac o Proust, entre otros? Durante años, musicólogos e historiadores han explorado las transformaciones musicales de los siglos XVIII, XIX y principios del XX, analizando obras, estilos, escuelas, compositores y técnicas. Pero a mi modo de ver había algo que faltaba: la voz de los escritores, su manera de escuchar, de emocionarse, de pensar la música. Mi objetivo ha consistido, en buena medida, en rescatar esa voz ausente.

Este libro es fruto de dos pasiones que me han acompañado durante una buena parte de mi vida: la música y la literatura francesas. Podría decir que mi formación intelectual en crítica literaria y musicología se ha ido nutriendo de ambas, como si cada lectura hubiera necesitado una partitura y cada melodía, a su vez, hubiera contribuido a reforzar los imaginarios escritos. Esta obra ha nacido precisamente de ese cruce vital.

Al adentrarme en el siglo XVIII, me encontré con un cambio estético radical que transformó la relación entre música y literatura. Hasta entonces, la música había sido entendida, en gran medida, como un arte de imitación. Debía representar, como un espejo sensible, los fenómenos del mundo exterior. Sin embargo, en esa época comienza a gestarse una revolución silenciosa. La música deja de ser un simple reflejo para convertirse en un lenguaje capaz de expresar emociones profundas, pasiones íntimas, estados del alma imposibles de traducir con palabras.

En ese proceso, dos figuras me resultaron esenciales para ejemplificar ese giro dieciochesco: Jean-Jacques Rousseau y Denis Diderot. Rousseau veía la música como un lenguaje originario, anterior al habla articulada, un canto primigenio que brotaba directamente de la emoción. Para él, la voz humana no era solo instrumento o vehículo: era la voz misma de la naturaleza.

Diderot abordó la música desde múltiples perspectivas: lingüística, estética, poética. La consideraba un lenguaje de pasiones, pero también un sistema autónomo, un arte capaz de hablar sin palabras.

En la elaboración del libro, observé igualmente que esa nueva sensibilidad del Siglo de las Luces fue heredada y amplificada por los escritores románticos franceses. En sus obras, la música no solo emociona, sino que estructura mundos imaginarios, eleva el pensamiento, despierta nostalgias. Madame de Staël buscó en ella la experiencia de lo infinito, un sentimiento que desbordaba las palabras. Esta escritora abrió el camino en esa dirección. Alphonse de Lamartine, Stendhal, George Sand, Alfred de Musset, Victor Hugo o Théophile Gautier transitaron por él en sus diálogos con la música. Pero entre todos, Honoré de Balzac fue quizá quien mejor integró la reflexión musical en la ficción narrativa. En su novela Gambara la música no es solo pasión ni simple arte: es ciencia, mística, delirio y lucidez. Su protagonista escucha lo que otros no pueden percibir, anticipando así una estética que va más allá del romanticismo.

Si la música romántica trajo una ola de emociones y visiones íntimas, la segunda mitad del siglo XIX vivió un auténtico cataclismo con la irrupción de Richard Wagner en la escena europea. Sus óperas dividieron a Francia como pocas otras expresiones artísticas. Por eso decidí incluir en el libro cómo fue su recepción parisina. Algunos lo vieron como un profeta; otros, como un enemigo cultural. Charles Baudelaire, indignado por la incomprensión de su tiempo, se convirtió en su defensor más ferviente. En una célebre carta al compositor, Baudelaire confiesa haber sentido en la música wagneriana algo íntimo, familiar, como si ya la llevara dentro antes de escucharla. Para él, Wagner condensaba lo efímero y lo eterno, lo moderno y lo sublime. Su música no era solo sonido, sino una profunda experiencia interior.

Stéphane Mallarmé, sin embargo, adoptó una posición distinta, casi antagónica. Admiraba la fuerza de Wagner, pero aspiraba a un arte aún más sutil: un “libro” total que superara incluso a la música. Para Mallarmé, la poesía debía ser una música interior, hecha de palabras y de silencios, de resonancias que no necesitan orquesta.

A principios del siglo XX, Marcel Proust ofrece una relación muy particular con la música. Para Proust, la música posee una facultad única: despertar el fondo misterioso de nuestra alma. A diferencia de la pintura o la escultura, que se relacionan con lo finito, la música nos abre a lo infinito, a lo invisible. El compositor Pierre Boulez observó que la obra de Proust no avanza de forma lineal, sino en “diagonal”, con redes, bifurcaciones, ecos y repeticiones. Esa estructura flexible y moderna hace que su escritura sea profundamente musical. En ella, la música no es solo tema, sino que es forma, arquitectura, respiración narrativa.

En definitiva, a medida que avanzaba en la escritura del libro, me iba cuenta de que no solo estaba reconstruyendo una historia intelectual, sino emprendiendo un viaje íntimo. La música que Rousseau amaba, la que emocionó a Madame de Staël, la que estremeció a Baudelaire en las salas de ópera, la que Proust convirtió en memoria literaria, no ha desaparecido. Sigue vibrando en nuestros oídos y en nuestras lecturas. He intentado que en las páginas de esta obra se intuya una partitura invisible hecha de música y de literatura y que cada lector vaya más lejos usando su propia sensibilidad e imaginación. Porque la relación entre música y literatura es un territorio fértil, cambiante, siempre abierto a nuevas interpretaciones. A veces la música precede a la palabra; otras, la palabra intenta alcanzar lo que la música sugiere. Y cuando ninguna de las dos es suficiente aparece el silencio, ese espacio que Mallarmé supo convertir en lenguaje.

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Autor: Teófilo Sanz. Título: La literatura de la música en Francia: Del siglo XVIII a Marcel Proust. Editorial: Plaza y Valdés. Venta: web de la editorial.

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