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Un hogar en el libro, de Antonio Rivero Taravillo

Un hogar en el libro, de Antonio Rivero Taravillo

Existen no pocos libros sobre librerías, valga la redundancia. Casi todos, nimbados por cierta aura de romanticismo y desde el enfoque de establecimientos pequeños, independientes. El autor de este libro, sin embargo, trenza su historia personal con la creación, auge y decadencia de la que fue la más importante librería del sur de España, perteneciente a uno de los dos grandes grupos editoriales que se reparten el grueso del mercado, la cual dirigió a lo largo de más de un lustro. Hay aquí una aguda mirada desde dentro al sector, a su evolución, a los conflictos en las corporaciones, a los egos de nombres encumbrados y las vidas y milagros de algunos letraheridos. También, una nutrida galería de poetas, novelistas y editores. He aquí, sobre todo, un canto a la literatura y a los libros por alguien que los conoce como la palma de su mano y cuando es necesario se atreve a decir lo que otros callan.

Zenda adelanta un fragmento de Un hogar en el libro, de Antonio Rivero Taravillo, publicado por Newcastle Ediciones.

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Con preparativos o a pecho descubierto, se quiera o no, los plazos acaban y, como un camino de cabras o una recta autopista, detalles que en el fondo dan igual, el tiempo conduce a la fecha que se espera. Aquella tarde de junio de 2001 se inauguraba por fin la Casa del Libro de Sevilla. Había transcurrido prácticamente un año desde que empezara a trabajar en la empresa, y doce meses de preparativos se materializaban ahora en la apertura de la mayor librería de la ciudad, situada en su principal arteria comercial y con el mayor fondo bibliográfico que se hubiera reunido nunca en ella (para la venta, pues no hablo de la biblioteca de la Universidad).

Como suele suceder cuando se entra en zafarrancho de combate, hay muchas cosas que no entiende quien está en medio de la refriega (pienso en Fabrizio del Dongo en la batalla de Waterloo según nos cuenta magistralmente Stendhal en La cartuja de Parma), aunque ciertos detalles, que pueden ser hasta insignificantes, se le graban en la memoria. Yo de aquella jornada recuerdo poco en su primer tramo: el mucho trabajo que hubo que sacar adelante en las primeras horas, todo tipo de minucias y acuciantes problemas que acaparaban mi atención. Había venido de la central, en Madrid, la plana mayor de la cadena para supervisar el importante día, así como un par de informáticos para apoyar en la compleja gestión de cinco puntos de cobro y otro de emisión de facturas, trabajando todos en red. También lo hizo algún trabajador madrileño de larga trayectoria, perro viejo para sortear pegas y enmendar desaguisados. Y muchos gerifaltes que se unieron a otros venidos de Barcelona, sede del Grupo Planeta al que pertenecía y pertenece la librería.

A media tarde volví a casa, en aquel entonces en una urbanización de viviendas adosadas en el Aljarafe, a pocos kilómetros de Sevilla. Sin tiempo para descansar, ducharme y vestirme para la ocasión, no como librero digamos que bohemio, intelectual, desaliñado, sino como ejecutivo correctamente presentado del primer grupo editorial español con ramificaciones en la televisión, los nuevos contenidos digitales, la prensa escrita y, a la vista estaba, una cadena de librerías en crecimiento y con planes de expansión en el conjunto del país. Yo hasta entrar a trabajar en Casa del Libro no había usado traje, y corbata solo lo imprescindible: en alguna boda y en ciertas noches etílicas de feria con la consabida americana azul marino con la que uno atraviesa la primavera sevillana capeando temporales.

Vuelta abajo en el coche, aparcamiento en el estacionamiento subterráneo de un competidor principal (El Corte Inglés, con un potente departamento de librería por entonces), y regreso a la tienda para disponer los últimos detalles y recibir en la puerta a los muchísimos invitados a la ceremonia de inauguración. En la calle, con la preceptiva autorización, una alfombra roja, una catenaria, un grupo de música. El número de invitados era muy elevado: todo el sector del libro de Sevilla, editores y distribuidores de otros puntos de España, gentes de la cultura, políticos, los autores que se había podido pastorear. Alguno no invitado creyó colarse, cuando en realidad lo que hizo fue ser un figurante más en el espectáculo, gratis o, como en tantas películas, por el bocadillo; aquí, los canapés. Llegada la hora establecida, las autoridades iniciaron sus discursos; además de Charo Albarrán, directora de la cadena, el alcalde de Sevilla, Alfredo Sánchez Monteseirín, la consejera de Cultura de la Junta de Andalucía, Carmen Calvo, y el presidente del Grupo Planeta, José Manuel Lara Bosch, que vino a la inauguración de Sevilla por el cariño especial que tenía a esta ciudad y a la provincia toda, pues no hizo lo mismo la semana anterior cuando se inauguró la sucursal de Vigo.

Se había contratado un servicio de catering. Por indicación de Charo no faltaban cocacolas light, la bebida que en exclusividad tomaba Lara, como si también sus tentáculos empresariales llegaran a Atlanta, cuartel general de la compañía. Pasados unos minutos, el brebaje de las burbujas se transformó en sudor mediante alquimia diabólica aun por ósmosis, porque no recuerdo que hubiera bebido nada Lara hasta entonces. El problema fue el aire acondicionado, o más bien su falta, pues dejó de funcionar en medio de la ceremonia de inauguración. Ya lo había hecho varias veces, y varias veces había venido el técnico a ponerlo otra vez en marcha. Parecía tener corazón de lectora de novelas románticas, tan sensible era, y bastaban unas lagrimitas, también llamadas condensación, para que le diera un patatús y se acalorara. Siempre había sido eso molesto, inoportuno, cuando estábamos preparando la librería los días previos, pero lo de aquella tarde fue sencillamente cruel: la librería llena de gente, el arquitecto (que fue también quien había seleccionado el inmenso aparato de aire acondicionado y había diseñado su instalación) haciendo cábalas mentalmente sobre el aforo y, como en un poema posterior de Joan Margarit, de “cálculo de materiales”. En la sección de juegos de mesa había algunos libros sobre póker, tute y baraja española. ¿Se desmoronaría el edificio como un castillo de naipes por el peso? Pero no fue ese el problema: el arquitecto había hecho bien sus ecuaciones.

Como ya he dicho, de repente el aparato de aire acondicionado dejó de funcionar. Hacía calor, un calor que en el junio sevillano se fue volviendo asfixiante. Y se le unió el sofoco del percance tan inoportuno. En José Manuel Lara se operó una transformación de la que aún hoy veinte años después no me he recuperado: su camisa celeste claro se fue tiñendo de azul, un azul intenso que a su padre, combatiente del bando Nacional, le habría recordado el azul Mahón tan lucido en la guerra y la posguerra. La sudoración le cambió de color la camisa, como en una de las novelas de Fernando Vizcaíno Casas con las que tanto dinero ganó Planeta durante los años de la Transición.

También sentimos muchos bastante bochorno cuando Carmen Calvo cometió la imprudencia de decir que ahora, con la librería abierta, los andaluces ya no tendrían que acudir a Madrid en AVE para proveerse de los libros que aquí no encontraban. Eso, que era halagador para los trabajadores de Casa del Libro y para los dueños de la empresa, era también una torpeza y casi un insulto para los responsables de buenas librerías locales que se hallaban presentes. Si no aire acondicionado, aquello fue un desaire innecesario.

Del final de la fiesta no tengo apenas información. Sé que fue un gran éxito, pero yo no estaba ya allí para comprobarlo. Terminados los discursos y un mínimo departir con unos y otros, los capitostes y yo mismo nos retiramos a cenar. Tuvo lugar el ágape en un reservado de la primera planta de Robles, en aquel entonces reputado como uno de los mejores restaurantes de Sevilla. La palabra “reservado” puede denotar una intimidad que en este caso no es cierta: éramos una docena de comensales y, aunque la cena fue distendida, y la refrigeración funcionaba como un suculento plato más, a pedir de boca, lo cierto es que también atravesó por algunos momentos de tirantez. No se debió esta a hallarnos ante la presencia de Lara. El hombre se mostró efusivo y cercano, a pesar del incidente con la climatización o más bien la falta de ella. Se notaba que se hallaba a gusto en Sevilla, provincia a la que tan unido estaba: como es sabido, su padre, José Manuel Lara Hernández, había nacido en El Pedroso, en la Sierra Norte sevillana, y él tenía una finca en Mairena del Alcor, adonde venía muchos fines de semana y soñaba con retirarse, con suerte, pocos años después. Su esposa, Consuelo García Píriz, también tenía vínculos con Sevilla. Toda la parte del sur de Badajoz los tiene, y ella es natural de Olivenza. No solo es que estudiara en Sevilla, sino que en esta ciudad fue donde conoció a su marido.

Estaban también Javier Harillo y su mujer. Harillo había trabajado en Barcelona en la sede de Planeta, en el departamento de derechos de autor. Era natural también de El Pedroso, y se colocó en el gran grupo editorial de su paisano, que siempre se caracterizó por cuidar de los suyos, su pueblo. Ahora dirigía la recién establecida Fundación José Manuel Lara, presentada en público solo tres meses antes y que, sobre todo al principio, desarrolló una importante actividad en varios campos de la cultura. La Fundación tenía como patronos, entre otros, a figuras de fuste intelectual como Manuel Alvar, Antonio Domínguez Ortiz, Emilio Lledó, Pedro Cerezo o Jacobo Cortines, y pocos desembarcos culturales se han visto con tal ímpetu en Sevilla. De Harillo tendré ocasión de ocuparme más adelante en lo relativo a las vicisitudes que tuvieron lugar un lustro después, pero de esta noche puedo destacar dos cosas: que era un hombre de confianza de Lara y actuaba como una suerte de capataz de sus intereses en Andalucía, y que Gala, que debía de haberlo frecuentado en su condición de responsable de derechos de autor, lo trataba con la punta del pie, no escatimando burlas y palabras groseras que chirriaban en aquel ambiente. La cosa empezó cuando el enjuto escritor, casi tanto como su bastón de historiado mango, se achispó. También fue objeto de sus pullas una conocida suya de la alta sociedad sevillana, amiga personal de los Lara igualmente y esposa de quien era a la sazón presidente de Cruzcampo. Para ser en verdad democrático y no dirigir sus maldades solo a aquella señora de alcurnia, el novelista y articulista famoso también fue impertinente con el joven y acaso apuesto camarero que nos sirvió las copas tras la cena. Mientras le tiraba los tejos, también le lanzaba bromas pesadas, comentarios insolentes e hiperbólicos como la enorme copa de balón de su gin-tonic, que en su interior guardaba tanto hielo como una expedición de Shackleton y un limonero, hecho rodaja, salido de la memoria magnificada de Antonio Machado. Espero que al menos el hombre obtuviese aquella noche una buena propina.

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Autor: Antonio Rivero Taravillo. Título: Un hogar en el libroEditorial: Newcastle. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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