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Un hombre, de Oriana Fallaci

Un hombre, de Oriana Fallaci

La editorial Alianza rescata una de las voces más importantes del periodismo de finales del siglo XX: la de Oriana Fallaci. Y lo hace con el relato de vida de quien fuera su gran amor: el héroe de la resistencia griega Alekos Panagoulis.

En Zenda reproducimos parte del Prólogo de Un hombre (Alianza), de Oriana Fallaci.

***

PRÓLOGO

Un rugido de dolor y de rabia se alzaba sobre la ciudad, y atronaba incesante, obsesivo, arrollando cualquier otro sonido, escandiendo la gran mentira. Zi, zi, zi! ¡Vive, vive, vive! Un rugido que no tenía nada de humano. En efecto, no se alzaba de seres humanos, criaturas con dos brazos y dos piernas y un pensamiento propio, sino que se elevaba de una bestia monstruosa y carente de pensamiento: la multitud, el pulpo que a mediodía, incrustado de puños cerrados, de rostros distorsionados, de bocas contraídas, había invadido la plaza de la catedral ortodoxa y luego había alargado los tentáculos a las calles adyacentes atestándolas, sumergiéndolas implacable como la lava que, en su desbordamiento, devora todos los obstáculos, ensordeciéndolos con su zi, zi, zi Sustraerse a ello era ilusorio. Algunos lo intentaban, y se encerraban en las casas, en las tiendas, en las oficinas, en cualquier lugar donde parecía hallarse una protección, al menos para no oír el rugido; pero este, filtrándose por las puertas, las ventanas y las paredes, alcanzaba igualmente sus oídos, de tal manera que al poco terminaban por rendirse a su sortilegio. Con el pretexto de mirar, salían e iban al encuentro de un tentáculo y caían dentro de él, convirtiéndose también ellos en un puño cerrado, en un rostro distorsionado, en una boca contraída. Zi, zi, zi! Y el pulpo crecía, se expandía en sobresaltos, y a cada sobresalto se añadían otros mil, diez mil o cien mil. A las dos de la tarde había quinientos mil, a las tres un millón, a las cuatro un millón y medio y a las cinco ni se contaban. No solo llegaban de la ciudad, de Atenas, sino que también venían de lejos, de los campos del Ática y del Epiro, de las islas del Egeo, de las aldeas del Peloponeso, de Macedonia y de Tesalia: en trenes, barcos y autobuses, criaturas con dos brazos y dos piernas y un pensamiento propio antes de que el pulpo los engullera, campesinos y pescadores endomingados, obreros con mono, mujeres con niños, estudiantes. El pueblo, en suma. Aquel pueblo que hasta ayer te esquivó, te dejó solo como a un perro incómodo, ignorándote cuando decías que no se dejase aborregar por los dogmas, los uniformes y las doctrinas, que no se dejase engatusar por el que manda, el que promete, el que asusta, el que quiere sustituir a un amo por otro amo; no seáis borregos, por Dios, no os protejáis bajo el paraguas de las culpas ajenas, luchad, razonad con vuestro cerebro, recordad que cada cual es cada cual, un individuo de valía, responsable, artífice de sí mismo; defended vuestro yo, germen de toda libertad; la libertad es un deber; antes que un derecho es un deber. Ahora te escuchan, ahora que estás muerto. Dirigiéndose hacia el pulpo, portaban tu retrato, carteles con amenazas y desafíos, banderas, guirnaldas de laurel, coronas en forma de A, de P, de Z: A por Alekos, P por Panagulis, Z por zi, zi, zi Quintales de gardenias, claveles y rosas. Hacía un calor atroz aquel miércoles 5 de mayo de 1976, y el hedor de los pétalos cocidos apestaba, me cortaba la respiración lo mismo que la certeza de que todo aquello no duraría más que un día, y que luego el rugido iba a apagarse, el dolor se disolvería en la indiferencia, la rabia en la obediencia, y las aguas se aplacarían, suaves, blandas y olvidadizas sobre el remolino de tu nave hundida: una vez más, el Poder vencería. El eterno Poder que nunca muere, que cae siempre para resurgir de sus cenizas, aunque se crea haberlo abatido con una revolución o una matanza que llaman revolución; en cambio, aquí está de nuevo intacto, aunque con distinto color: aquí negro, allá rojo, amarillo, verde o violeta, mientras el pueblo acepta, sufre o se adapta. ¿Por eso sonreías con aquella sonrisa imperceptible, amarga y burlona?

Petrificada ante el féretro con tapa de cristal que exhibía la estatua de mármol, tu cuerpo, con los ojos fijos en la sonrisa amarga y burlona que te fruncía los labios, esperaba el momento en que el pulpo irrumpiera en la catedral para derramar sobre ti su amor tardío, y el terror, junto con la pena, me dejaban vacía. Los portales habían sido atrancados con barras de hierro, pero unos golpes airados los sacudían salvajemente, y ya se estaban insinuando los tentáculos por invisibles brechas. Se aferraban a las columnas de las arquerías, goteaban de las balaustradas del gineceo, se agarraban a las gradas del iconostasio. En torno al catafalco se había formado un cráter que minuto a minuto se tornaba más angosto, de tal manera que para contener el empuje que me presionaba los costados y la espalda debía apoyarme en la tapa de cristal. Esto resultaba muy angustioso porque temía romperla, caer encima de ti y sentir de nuevo el frío que me había mordido las manos cuando, en el depósito, intercambiamos los anillos: en tu dedo el que pusiste en mi dedo, y en mi dedo el que yo puse en el tuyo, sin leyes ni contratos, un día de felicidad, hace ahora tres años. Pero allí dentro no había lugar para otro pretexto: incluso el cordón que al principio protegía el catafalco había sido succionado por las oleadas de los mitómanos, de los curiosos, de los buitres que se afanan por colocarse en primera fila, por exhibirse, por recitar un papel en la comedia. Ante todo, los siervos del Poder, los representantes de la-gente-como-es-debido de la cultura y del Parlamento, llegados fácilmente al cráter porque el pulpo se aparta siempre cuando ellos se apean de las limusinas, por-fa- vor-excelencia-siéntese-usted. Míralos mientras permanecen compungidos con sus trajes grises cruzados, sus camisas inmaculadas, sus uñas cuidadas, su vomitiva respetabilidad. Luego, los embusteros que dicen oponerse al Poder, los demagogos, los aprovechados de la política sucia, esto es, los dirigentes de los partidos, titulares de silloncito, que se han abierto paso a codazos, no porque el pulpo se niegue a dejarles avanzar, sino porque deseaba abrazarlos. Míralos mientras exhiben su expresión afligida, comprueban de reojo que los fotógrafos estén listos para disparar, se inclinan para depositar en el féretro sus besos de Judas, empañando el cristal con babas de limaco. Luego los que llamabas «revolucionarios del carajo», futuros secuaces de los fanáticos, de los asesinos que disparan tiros de revólver en nombre del proletariado y de la clase obrera, añadiendo abusos a los abusos, infamias a las infamias, poder ellos mismos. Y míralos mientras alzan el puño, los hipócritas, con sus barbitas de falsos subversivos, su pinta burguesa de futuros burócratas, de futuros amos. Por último, los sacerdotes, síntesis de todo poder presente, pasado y futuro, de toda prepotencia, de toda dictadura. Y míralos mientras se pavonean con sus casullas oscuras, con sus símbolos insensatos, con sus incensarios que obnubilan los ojos y la mente. En medio de ellos el sumo sacerdote, el patriarca de la Iglesia Ortodoxa, que, con su casulla de seda violeta, derrochando oros y collares, cruces preciosas, zafiros, rubíes y esmeraldas, salmodiaba Eonìa mì tu esù «Quede eterna memoria de ti». Pero nadie le oía porque los golpes airados en los portales se mezclaban ahora con el ruido de las vidrieras al romperse, con el chirrido de las cerraduras que no resistían el empuje, con el alboroto de quienes protestaban, con el denso fragor de la plaza donde el rugido se había vuelto atronador, y pegado a las paredes de la catedral el pulpo reclamaba impaciente que te sacaran.

[…]

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Autora: Oriana Fallaci. Título: Un hombre. Traducción: Vicente Villacampa Armengol. Editorial: Alianza. Venta: Todos tus libros.

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