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Un mundo mejor donde vivir, de J.L. Martín Nogales

Un mundo mejor donde vivir, de J.L. Martín Nogales

Ibrahim llega a Madrid de noche y se instala en un ambiente clandestino. La joven Roxana viaja desde Rumanía con la promesa de un trabajo, pero pronto descubrirá que ha sido engañada. Jamal está ilegalmente en España, se dedica al tráfico de drogas, sabe cómo conseguir dinamita y tiene una misión que cumplir. Los traficantes lo conocen como el Chino. El jueves 11 de marzo de 2004 una bomba estalla en los vagones de un tren que entra en la estación de Atocha; ese día algo se rompe y algo se recompone en la vida de los personajes de esta novela. Un mundo mejor donde vivir es un thriller basado en los sucesos del 11 M. Cuenta cómo se prepararon los atentados y cómo fue la investigación de la policía. Pero es también una conmovedora historia de amor, porque saber que hemos contribuido de algún modo a la felicidad de una persona es la mayor recompensa que nos puede devolver la vida.

Zenda adelanta un extracto de Un mundo mejor donde vivir, la última novela de J.L. Martín Nogales, publicada por Menoscuarto.

 

***

Informe reservado.
Extractos del interrogatorio del juez de instrucción al
detenido Ibrahim Ben Salan.

… / …

—Tiene que decirnos desde cuándo ha estado con esa mujer.

—La conocí el día que llegué a la ciudad.

—¿Dónde?

—En una pensión.

—¿Era uno de sus contactos para introducirse en el trabajo que iba a hacer?

—No, no lo era.

—¿Y por qué fue a aquella pensión?

—Cuando llegué a la estación de Atocha, era de noche. Le pregunté a un taxista. Él me miró de arriba abajo y me indicó con el brazo extendido: «Siga por esa calle que tiene enfrente y por allí encontrará alguna».

—¿Qué calle era?

—El nombre no lo sé. Yo fui hacia donde me dijo. Hacía frío. Era invierno y de noche. En una esquina vi un cartel luminoso: «Habitaciones por horas»; y allí entré.

—¿Quiere decir que no tenía instrucciones de dirigirse a ese lugar?

—No. Llegué allí por casualidad. Vi el cartel, me acerqué a la puerta, pulsé el timbre y se abrió la entrada. El portero de noche me pidió el pasaporte para alojarme. Y eso es lo que recuerdo de aquel momento: al portero de pie delante de mí, que me dijo: «Si no lo tiene, no puede quedarse».

—¿Y no lo tenía?

—No.

—¿Entonces qué ocurrió?

—Que sonó el timbre de la puerta… Él abrió y una mujer subió las escaleras. Era ella. Así fue como la conocí.

—¿Puede describirla?

—Era joven… Llevaba un abrigo de color rojo; y un pañuelo negro alrededor del cuello. Por el frío, ya sabe… No me fijé mucho.

—¿Hablaron en ese momento?

—Me vio y le preguntó al portero: «¿Y este?». Y él le contestó: «Tiene que irse.» Solo dijo eso. Así que di media vuelta y empecé a bajar las escaleras. «Puede quedarse un rato conmigo», me ofreció ella. «No le costará mucho. Le haré un precio especial.» Y al ver que dudaba, me llamó: «¡Eh! Suba. Aquí estará bien. Le gustará…»

—Pero la conocía antes de ese encuentro…

—No, no la conocía.

—Era su contacto en la ciudad…

—No era mi contacto en la ciudad.

—Había quedado allí con ella…

—¡Tampoco! No había quedado con ella para encontrarnos allí.

—¿Sabía para quién trabajaba?

—No, no sabía para quién trabajaba.

—Cuéntenos de qué hablaron esa noche. ¿Qué planearon hacer?

—¿Qué les voy a contar? Apenas hablamos… Al llegar a la habitación, ella tiró al suelo los zapatos de tacón. Se quitó el abrigo y apareció vestida solo con un camisón, con tirantes, sin sujetador, ya sabe. La habitación tenía el suelo de baldosa, pero fue descalza hasta el baño, dejó la puerta abierta y desde allí le oí decir: «Hace demasiado frío para estar solo». Yo estaba de pie, junto a la cama. «Has escogido mala noche para venir», me dijo.

***

Unos años antes…

16 de abril de 2000. Jamal Ahmidan comprobó la hora en El reloj que llevaba en la muñeca: las 18:12. Ese era el momento para ejecutar el plan que tenía previsto desde hacía unos días. Estaba dirigiendo el Asr, el rezo de la tarde, en una de las salas que servían como lugar de reunión para las personas recluidas en el Centro de Internamiento de Extranjeros de Moratalaz, en Madrid. Varias veces al día se reunían allí cinco musulmanes liderados por Jamal para rezar las plegarias. Este les había ido reclutando para cumplir juntos los preceptos del islam.

—Que Al-lah nos conceda la victoria —recitó arrodillado sobre la esterilla.

En ese momento oyó en el pasillo gritos en árabe. Jamal se levantó como un rayo y salió de la habitación. Tres jóvenes discutían acaloradamente en el vestíbulo, dando voces y amenazándose con los puños en alto. Uno de ellos le dio una patada en la rodilla al que tenía delante y, cuando este se dobló dolorido, le propinó un puñetazo en la espalda que le hizo caer al suelo.

Jamal se acercó furioso al agresor, lo agarró con fuerza por el cuello y lo empujó hasta la pared. Con los ojos desorbitados, le increpó en árabe, acercó su rostro hasta golpearle en la frente, le amenazó con el puño, apretándole en el vientre, y le gritó:

—¡Si metes bulla, te reviento aquí mismo!

Lo mantuvo así un rato, sin dejar de presionarlo, sin apartar la mirada, hasta que tiró de él hacia adelante, le dio un empujón y lo lanzó tambaleante hacia uno de los lados del pasillo. Luego se volvió hacia los otros dos, que lo miraban asustados, y, con un movimiento brusco del brazo, les indicó que se marcharan en la otra dirección.

—¡Vosotros, por allí! —les gritó con los ojos enrojecidos.

Jamal se estiró la sudadera y comprobó que en el bolsillo seguía el bote de espray que le habían entregado el día anterior clandestinamente. Estaba internado a la espera de que se tramitase su orden de expulsión de España. Había ingresado en ese centro con un pasaporte falsificado. Todos se dirigían a él como Said. Pero ese nombre era falso.

En realidad se llamaba Jamal Ahmidan. Le apodaban el Chino porque tenía la cara redondeada como un oriental y los ojos rasgados. Era marroquí, había nacido en Tetuán, entró ilegalmente en España en 1992 y llevaba varios años dedicándose al tráfico de droga. Sabía cómo sortear la justicia: manejaba más de diez pasaportes falsificados, con nombres y procedencias distintas. Conocía la cárcel: había sido detenido en varias ocasiones y estuvo durante tres años en la prisión de Valdemoro. Pero no estaba dispuesto a seguir encerrado por más tiempo en Moratalaz ni a que le expulsaran del país. Tenía una misión que cumplir. Por ella había cruzado el Estrecho y vivía en tierra de infieles. Para cumplirla necesitaba salir cuanto antes de aquel encierro. Lo había planeado todo para ese día y no podía consentir que una pelea atrajera a los guardias de seguridad y echara a perder todos sus planes.

Cuando vio el pasillo despejado, se dirigió con paso decidido hacia la entrada. Llevaba una mano en el bolsillo de la sudadera, agarrando con fuerza el espray que le habían entregado oculto en unos paquetes con dátiles. Se detuvo antes de girar la esquina y vio a los dos vigilantes de esa zona que se dirigían hacia las salas donde los reclusos se reunían al atardecer. Los había controlado varias veces y conocía bien su trayecto. Esperó quieto, hasta que oyó el portazo de una de las salas, que era la señal de que los vigilantes habían entrado en ella y el pasillo quedaba libre. Entonces cruzó apresuradamente la distancia que le separaba desde allí hasta la zona de entrada que daba acceso al edificio. Tras un pequeño mostrador, estaba de pie el policía de guardia, custodiando la puerta. Jamal se acercó a él con paso rápido y, antes de que pudiera decirle nada, sacó el espray del bolsillo y le roció los ojos con gas pimienta. Lo apartó de un empujón, se dirigió hacia la garita acristalada de la puerta, presionó el botón que mantenía trancada la verja de la entrada y salió corriendo hacia la calle.

Nada más cruzar la verja de hierro, miró con ansiedad a ambos lados. Vio en el aparcamiento un coche con las luces encendidas y se dirigió hacia él. En cuanto lo alcanzó, abrió la puerta del otro lado del conductor, se sentó y le dijo con vehemencia:

—¡Arranca, vámonos!

El coche se puso en marcha de un acelerón, patinaron las ruedas sobre el asfalto, rechinaron los neumáticos, rugió el motor y mientras el coche se perdía por la lejanía, Jamal se volvió a mirar hacia atrás:

—El castigo de Al-lah caerá sobre sus cabezas —dijo.

Y girando el rostro hacia el hombre que conducía, el que le había llevado el espray el día anterior, el que le había esperado con el coche y el que había cumplido fielmente sus indicaciones para ayudarle a fugarse, añadió:

Al-lah esté contigo, hermano.

***

Interrogatorio a Ibrahim Ben Salan

… / …

—Diga su nombre y el motivo de su viaje a Madrid.

—Me llamo Ibrahim. Tengo 29 años y estoy en Madrid por trabajo. Son tiempos difíciles. Escasea el curro y no tengo más remedio que agarrarme a lo que surja. Me dijeron «Contacta con él y él te dirá». Y eso es lo que hice. Sin preguntas. Estoy acostumbrado a moverme de esa forma. La consigna es silencio: vas, lo haces, cobras y te largas.

—¿Y le contó a ella aquella noche lo que iba a hacer?

—¡No tenía nada que contarle! Simplemente pasé la noche con ella y abandoné la pensión en cuanto vi la luz del día a través de la persiana.

—¿Qué le dijo antes de irse? ¿Qué planearon? Díganos si quedaron para encontrarse otra vez.

—No. Ella me lo preguntó desde la cama: «¿Volveré a verte?». Yo giré la cabeza para mirarla: «No lo sé». Dijo: «No te preocupes. Siempre es así. Nunca sé si vais a volver». Eso es lo que me dijo.

—¿Y con quién contactó entonces?

—Llamé a Jamal y me ofreció un sitio donde dormir.

—¿Dónde se encontraron?

—No nos vimos ese día. Me dejó las llaves en una carnicería del barrio de San Blas que regentaba un marroquí.

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Autor: J.L. Martín Nogales. Título: Un mundo mejor donde vivir. Editorial: Menoscuarto. Venta: Todos tus libros.

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