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Un paseo por el bosque, un cuento de Reynol Pérez

Un paseo por el bosque, un cuento de Reynol Pérez

Este es un universo en el que los vivos asustan más que los muertos. Reynol Pérez Vázquez mezcla en De Otoño en Sofía, 15 Historias de fantasmas su capacidad de retratar almas con las propias experiencias vitales, logrando conectar con los lectores, impregnándonos a su vez de esa misma tristeza o soledad, porque a todos nos ha detenido la muerte alguna vez mientras el mundo, paradójicamente, continuaba girando.

En los recuerdos más tempranos de mi infancia en Portland siempre está presente la lluvia. Mi primer camarada, el paraguas, como un hongo gris encima de mi cabeza. Nuestra casa era muy semejante a las del vecindario pero allí la vida transcurría de otra manera. El único espacio para la convivencia era la hora de la comida y el resto del tiempo cada miembro de la familia se entregaba a sus actividades. Mi madre se instalaba en la mesa de la cocina para revisar las tareas de sus alumnos de la preparatoria y después iba a sentarse en su sillón favorito de la sala de estar a leer novelas y libros de poemas. Salvo casos urgentes, estaba estrictamente prohibido interrumpir su ritual. Mi padre, por su parte, se encerraba en el garaje para dedicarse a lo que constituía una pasión más que un simple oficio: restaurar coches antiguos. Al concluir su obra maestra y siempre con un pesar que le resultaba imposible esconder, la vendía. Algunas semanas después, cuando volvía a casa por la tarde con el rostro esplendente, de inmediato adivinábamos el motivo: la adquisición de un nuevo viejo coche. Por lo demás, ninguno de nosotros ponía un pie en el garaje para evitar el penetrante olor de las pinturas y de todos los químicos que auxiliaban su tarea. Evelyn, mi hermana mayor, solía quedarse por las tardes en la escuela a ensayar puestas escolares. Cuando volvía más temprano a casa, se encerraba en su dormitorio y escribía con afán cartas a estrellas de cine. Su máximo triunfo fue recibir contestación de Geraldine Page, acontecimiento que aumentó su popularidad entre sus compañeros y profesores.

Mi pasatiempo era de lo más común: dar largos paseos en bicicleta, muchas de las veces a lo largo del curso del río Willamette. Enfundado en un impermeable, en los días de lluvia, me gustaba aspirar el aire  recién lavado. Aprendí a hallar placer bajo las gotas en nuestros viajes a Seattle, donde mi madre y mi hermana se perdían en librerías y cafés. En esas horas de ocio yo recorría las calles de la ciudad cobijado por una lluvia tan ligera que más bien se asemejaba al rocío.

Así las cosas, a principios de un verano de 1964, a la hora de la cena, nuestros padres nos sirvieron un platillo de sobremesa. El anuncio de un divorcio amistoso. A Evelyn, confidente de mi madre, la noticia no la tomó por sorpresa. El reparto de bienes ya había sido acordado: yo me quedaría con mi padre en Portland mientras que Evelyn y mi madre iban a establecerse en Los Ángeles para que mi hermana estudiara actuación. Lo único que me había entristecido era dejar de oír la risa de Evelyn que añadía algo de música a aquello que nos habíamos empeñado en llamar hogar.

En un principio extrañé la comida de mi madre cuando intentaba encontrar sabor a aquellos bocados que tenían la sazón propia de los hombres solos. Recién había cumplido los dieciséis años y me preguntaba qué significaba el futuro, aquella palabra que todo mundo pronunciaba con tono fanfarrón.

Los días de aquel verano eran como un fajo de billetes que no atinaba en qué gastar. Mi padre pasaba todo el día en la oficina y yo no tenía amigos ni mucho menos deseos de entregarme a actividades en las que participaba la gente de mi edad. Por las mañanas desayunaba algo, luego me preparaba un emparedado y tomaba mi bicicleta para después perderme el día entero por los alrededores de la ciudad.

Pocos días antes de que se reanudaran las clases en la escuela, mi padre me anunció que nos mudaríamos a un pequeño pueblo a un centenar de kilómetros de Portland. Sus superiores lo habían ascendido de puesto y se encargaría ahora de la administración de las oficinas del aserradero, donde llevaba veinte años trabajando. En mi estado de apatía aquella noticia me había dejado impasible, la única diferencia que hallaba entre vivir en Portland y en un pequeño pueblo era que no iba a pasar desapercibido. Los fines de semana volveríamos a casa para que mi padre continuara ocupándose del oficio que daba sentido a su vida.

La empresa nos asignó una casa en las afueras, no muy lejos de las instalaciones del aserradero. Yo iba a asistir a la escuela en bicicleta. La vivienda estaba amueblada y era más grande de lo que hubiéramos imaginado. Una mujer acudía dos veces por semana a hacer la limpieza y a preparar comida. Mi padre y yo solo teníamos que hacer las compras.

La primera semana fui la novedad en la escuela pero mi timidez no ayudó mucho a que el interés se mantuviera más allá de ese lapso. Muchos, incluidos los profesores, me trataban con una condescendencia sospechosa, como si yo fuera alguien de cortos alcances. Únicamente Jill, una de las chicas más populares de la preparatoria, fue quien mostró una actitud sincera y en la primera oportunidad que tuve la invité al cine, atemorizado en el fondo por mi atrevimiento. Nunca había ido a una función de cine acompañado de una chica. Acostumbraba acudir con Evelyn y en algunas ocasiones con mi madre.

Apenas logré concentrarme en la película, ya que lo único que deseaba era contemplar su sonrisa. En ciertos momentos creí escuchar los latidos de su corazón durante las escenas dramáticas que se proyectaban en la pantalla.

A partir de aquel día aprovechábamos cualquier ocasión para reunirnos y a menudo nos quedábamos en la biblioteca de la escuela para hacer las tareas juntos. Los fines de semana en Portland se me antojaban interminables sin Jill. Los domingos por la mañana mi madre y Evelyn nos llamaban, siempre con buenas noticias y glorificando el buen clima de Los Ángeles. El nuevo trabajo de mi madre superaba sus expectativas y los estudios de mi hermana no podían marchar mejor. Todo parecía la otra cara de nuestra rutina o será que lo que permanece lejos de nuestro alcance adquiere tintes luminosos por la imposibilidad de vivirlo.

Llevábamos un mes en el pueblo cuando Jill me invitó a merendar en su casa. Nunca había probado una tarta de arándano tan deliciosa ni recordaba que mi madre me la hubiera servido con tanta diligencia. En el camino de vuelta a casa concluí que era el enamoramiento el que convertía los actos cotidianos en un hecho extraordinario.

Empezaba octubre. Esa mañana había llovido copiosamente; luego Empezaba octubre. Esa mañana había llovido copiosamente; luego de escampar, el cielo mostraba un azul deslumbrante. Jill me propuso dar un paseo en bicicleta por los senderos escarpados que bordeaban el río. Aseguró conocerlos de memoria. Sin más, nos colocamos las mochilas al hombro, montamos en nuestras bicicletas y emprendimos el camino. El terreno se hallaba resbaloso y pedaleábamos con cuidado. En un tramo del camino que parecía más seco, Jill aceleró la marcha y me dejó atrás con las palabras de su desafío:

—Si eres tan bueno como dices, ¡alcánzame! —y desapareció en un recodo del sendero.

Cuando llegué al lugar, no la vi por ninguna parte. Hasta donde el sendero resultaba visible, no divisé a nadie. Seguí la ruta con la esperanza de encontrarla más adelante, esperándome y riéndose de mi torpeza. En vano. Desanduve el camino y poco antes de hallarme de nuevo en el recodo, descubrí el rastro de las ruedas que dibujaban un intento inútil de salvarse de la trampa de la pendiente. Un martillo enloquecido suplantó a mi corazón y sofocado y lloroso partí en busca de ayuda.

Tres días después descubrieron su cuerpo en un meandro del río. La muerte había echado su manto gélido sobre mis espaldas, un cuerpo que ya no era el mío se arrastraba por los días. Voces sollozantes, gritos exasperados e interrogatorios fríos me acosaban con encono. Mi padre decidió que no era prudente que yo asistiera al entierro y mucho menos a la escuela; además, se aprestó a solicitar una licencia para hacerme compañía. En un instante de sosiego le rogué que no enterara a mi madre de lo sucedido. Una tarde tuvo que salir para atender un asunto inaplazable en el aserradero. Ya era entrada la noche y no había vuelto. Yo no había logrado dormir durante los últimos días y me habían recetado somníferos. Yacía en mi cama y el colchón era un pantano, donde me hundía y volvía a flotar. De pronto, desde la lejanía, percibí unos golpes leves en la puerta de mi dormitorio y lo que parecía una voz dijo:

—Me siento muy sola. Déjame entrar, Adam—. Un instinto animal me puso en pie. La puerta se abrió y Jill se plantó delante de mí. Llevaba un vestido blanco de lino, el color de su rostro era cenizo pero no había perdido su lozanía. Los cabellos rojizos caían sobre su espalda y de ellos emanaba un brillo tenue. Observé sus pies descalzos, manchados de lodo. Sus manos frías se posaron en mis mejillas, acercó su nariz a la mía y algo dio un tirón dentro de mí; después el aire abandonó mis pulmones. Me volví, ingrávido, y en la cama descubrí un muñeco lívido.

Jill me tomó de la mano y salimos de la casa sin abrir la puerta. Las calles del pueblo permanecían silenciosas y desiertas. Las luces en las ventanas denunciaban que la vida se encerraba entre cuatro paredes y era ya rehén de la noche. Libres de malos pensamientos, caminamos por esas calles, rozando apenas el suelo; nos deslizábamos por un tiempo letárgico.

Una imponente puerta de hierro forjado nos obstruyó el camino y la dejamos atrás con ligereza. Tomamos por un senderillo. Había una claridad brumosa, como si nos halláramos entre las raíces de la luz. Pude oír los trinos melodiosos de pájaros sumergidos bajo las tumbas que nos daban la bienvenida.

—Estamos en casa —pronunció Jill y por primera vez sonrió.

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Autor: Reynol Pérez Vázquez. Título: De Otoño en Sofía, 15 Historias de fantasmas. Editorial: RIL Editores. Venta: Todostuslibros

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