Inicio > Libros > Cuentos > Un shabat en Jerusalem

Un shabat en Jerusalem

Un shabat en Jerusalem

El jueves pasado presenté mi show Birmajer se hace cuento en vivo por primera vez en Israel. Una vez más, el Instituto Cervantes de Tel Aviv fue la casa para encontrarme con el público hispanoparlante. Al terminar la función, se me acercó un judío ortodoxo. Le agradecí su presencia y le extendí la mano. Antes de que pudiera preguntarle su nombre, me dijo que yo lo conocía como Ariel.

—No lo recuerdo —reconocí.

—Hicimos juntos la primaria —insistió—. Ariel Lazlo. Ahora me llamo Aarón.

Remotamente pude recuperar apenas un dejo del apellido, algún rasgo, una presencia como de otra vida, pero nada parecido a recordar a una persona.

—Estoy viviendo en Jerusalem, podés venir a pasar el shabat conmigo.

Me anotó una dirección en un papel.

En rigor, no era el primer encuentro con un compañero de la primaria. En el avión de la aerolínea española, de Buenos Aires a Tel Aviv, me había encontrado con otro: Cristian Saltini. Viajaba específicamente a participar de un tour religioso: pararía en el barrio armenio de la Ciudad Vieja de Jerusalem, cerca del santo sepulcro. Cuando recordé el temperamento de Saltini en el último año de nuestro colegio primario —hicimos juntos solo sexto y séptimo—, me sorprendió su actual itinerario: era un chico realmente descontrolado, incluso a esa edad en que las rebeldías y transgresiones suelen ser inocuas. Sabía más que todo el resto de aquellas cosas sobre las que solo deberíamos aprender en la adolescencia, e incluso en la adultez. Pero ahora reaparecía solo interesado en la redención y el espíritu. Yo había leído sobre el así llamado Síndrome de Jerusalem: un efecto de la ciudad sobre algunos de sus turistas, que los transportaba a la deriva de un delirio místico. Pero Saltini ni siquiera había aterrizado. Lo que fuera que lo había impulsado, era previo a éste viaje. Aunque los dos habían hecho la primaria conmigo, en sendos colegios públicos, con Aarón había sido en Sarmiento y Castelli, y con Cristian en Boulougne-sur-Mer entre Ecuador y Jean Jaures. De modo que yo los conocía a ambos, pero no ellos entre sí. También me dejo sus señas: un contacto de WhatsApp.

El resto de mi tiempo en Israel lo pasé en Jerusalem. La verdad es que no había pensado en aceptar la invitación a pasar el shabat con Aarón. Soy bastante tímido, y me cuesta mucho encontrar de qué hablar con gente que no veo desde vidas pasadas. Pero cuando llegué a mi hotel, justo antes del comienzo del shabat, el conserje me avisó que tendría que haber hecho el check out ese mediodía. Me había equivocado con el día de salida. Ya no podía utilizar la habitación esa noche. Acababan de dejar de funcionar los buses y los trenes. Hice de la necesidad virtud: pedí permiso para dejar las valijas en el desván del hotel hasta el día siguiente, pregunté cómo llegar caminando a la ieshivá de Aarón y, cuando me confirmaron que era un trayecto posible, me marché decidido. O bien me permitían dormir en la ieshivá, o Aaron me podía recomendar dónde pasar esa noche. Llevé lo imprescindible para pernoctar y amanecer.

Jerusalem anochece repentinamente en invierno. A las cinco de la tarde. Y a las cinco y media, la ciudad se apaga como si Dios hubiera bajado el interruptor. Todo se detiene: y hasta el aire parece cumplir el shabat. El aire de Jerusalem tiene una dulzura y una calma únicos. Los milenios que atraviesan esta ciudad, si no fuera por la trascendencia que exudan, parecerían mirarnos con ironía. No había nadie en la calle a quien preguntarle por mi recorrido. Por primera vez en mi vida usé un mapa: tal vez porque no tenía alternativa, llegué a destino. Aarón estaba rezando, a punto de comenzar a cenar, rodeado de adultos y adolescentes, algunos de paso y otros que vivían allí. Todos varones. Me miró sin sorpresa: era una posibilidad. De hecho, lo visitaban completos desconocidos. Por supuesto había una habitación para mí, pero compartida, con otros tres señores, entre ellos él. Como dije en algún otro de estos relatos, desde hace muchos años me comprometí conmigo mismo a nunca compartir habitación. Pero dormir a la intemperie no era una opción. Comimos opíparamente, se contaron historias de la Torá, se rezó profusamente y nos fuimos a dormir. Entre mis implementos de bed and breakfast, me había llevado el libro de Somerset Maugham que estaba leyendo por quinta vez. Llegué primero a la habitación a oscuras, me tiré en la cama asignada y prendí la luz de la cabecera. Aarón me reprendió:

—Prendiste la luz.

—Sí —dije extrañado.

—Es shabat. No podés prender la luz.

—Mil disculpas —comprendí—. La apago.

—No la podés apagar. No se puede prender ni apagar.

—¿Qué hago?

—Vas a tener que dormir con la luz prendida —sentenció Aarón.

Era un foco que apuntaba directamente a los ojos: no especialmente bueno para leer, pero imposible para dormir. Suele costarme mucho dormir, excepto que no quiera hacerlo. Si por cualquier motivo hubiera tenido que mantenerme despierto, seguro me habría quedado dormido bajo la luz del foco. Pero queriendo dormir, con esa luz, no lo conseguiría jamás. Leí hasta terminar el cuento Lluvia, y ya mis compañeros de cuarto dormían plácidamente. Aaron, antes de dormirse, me había explicado que la luz sólo podía apagarla alguien que no fuera judío. No sabiendo qué hacer, me levanté —(no me había desvestido)— y decidí salir a caminar por Jerusalem. Para lo que nosotros entendemos por seguridad, es una ciudad completamente segura: en el sentido de que es prácticamente imposible que te asalten por caminar de noche tarde o de madrugada. La comprensión del mapa me había dado una perspectiva de orientación, completamente novedosa para mí, como un super poder. Siguiendo el reguero de mi intuición, llegué a la Ciudad Vieja. Me dejé llevar por los caminos de piedra, el mercado ya cerrado; y finalmente, como siempre de improviso, la irrupción majestuosa del Kotel: el Muro de los Lamentos. Centenares de judíos rezaban contra la última pared del Segundo Templo en la reconstruida nación. Una luz, tan poderosa como la que yo había prendido imprudentemente y me había quitado el sueño, iluminaba el lugar. De pronto, como si lo iluminara un foco, lo vi: Cristian Saltini se acercaba al Muro con una kipá. Lo detuve, le expliqué lo que me había pasado, y le pedí si podía acompañarme y apagar la luz. La caminata no eran más de veinte minutos, la haríamos juntos, apagaba la luz y luego, por supuesto, yo caminaba con él nuevamente hasta la Ciudad Vieja, y regresaba a mi habitación.

—No será posible —me explicó—. Dios me ha anunciado que soy el Mesías.

—Podés empezar por hacer esta buena acción —respondí.

—Es que para cumplir la función del Señor, me he tenido que convertir al judaísmo.

En su expresión, descubrí que hablaba completamente en serio.

Le di la mano y le permití continuar su camino. Decidí regresar a mi habitación, leer lo que mis fuerzas me permitieran, y pasar el resto de la noche en vela. Hay luces que no se apagan nunca.

—————————

Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina

5/5 (5 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios