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Una cita con la amargura, pase lo que pase

Una cita con la amargura, pase lo que pase

Recuerdo, entre tantas otras, la increíble noche en que Lyman Felt, postrado en una cama de hospital, explicaba con denuedo las razones profundas de su recién descubierta bigamia. Quizá la recuerdo especialmente porque cuando cayó el telón me di cuenta de que, atrapado por sus gestos y parlamentos, yo estaba agotado y que su protagonista, después de semejante despliegue emocional y de haber demostrado una energía ilimitada, volvería en breve al escenario para una segunda función de sábado. Daban “El descenso del Monte Morgan”, la obra de Arthur Miller, en un teatro repleto de la avenida Corrientes, y Oscar Martínez hacía las veces del inefable Lyman Felt. Imaginé que aquel actor maduro tomaría un té en su camarín, volverían a maquillarlo frente al espejo y en contados minutos —lo que tardaba el anterior público en salir y el nuevo en acomodarse—, regresaría con la misma sutileza y la misma potencia a repetir una experiencia límite y desbordante que a todos volvería a hipnotizar durante un largo rato. ¿De qué está hecho este hombre?, me pregunté. ¿De qué material está hecho? Evoqué esta misma anécdota hace una semana en el aula magna de la UADE, donde le entregaron un doctorado honoris causa. Por cansancio moral, Oscar Martínez vive y trabaja desde hace tres años en España, pero vino en viaje relámpago a Buenos Aires para asistir a este acontecimiento luminoso. Es dramaturgo, miembro correspondiente de la Academia Argentina de Letras, el actor más premiado de la historia argentina y el ganador en Venecia de la Copa Volpi, que comparte con Jean Gabin, James Stewart, Toshiro Mifune, Marcello Mastroiani y Gérard Depardieu. Mientras yo preparaba el discurso de homenaje releí atentamente “Ensayo general. Apuntes sobre el trabajo del actor” (Planeta), un libro donde el maestro desmenuza los secretos de su oficio. Allí explica algo básico sobre el arte de la interpretación: no se trata de parecer ni aparentar, sino directamente de ser. Tenía todavía frescas estas páginas cinco días después de la ceremonia, el domingo último, cuando se televisó esa otra gran obra del teatro grotesco llamada “Debate presidencial”. Dos actores pugnaban, en escena, por mantener sus papeles prefijados, vender lo que no eran y ganar a como diera lugar esa partida del temible ajedrez del temperamento. Es sabido ya que Sergio Massa triunfó allí con sus amplios conocimientos de camandulero, rosquero y viejo burócrata y, principalmente, con sus trucos psicopáticos; por un momento, logró hacerle pensar al público —con la insólita aquiescencia de su rival—, que se estaba plebiscitando un gobierno que todavía no había sucedido y que debíamos olvidar una administración que ya produjo más de tres millones de pobres, una de las inflaciones más altas del planeta y corrupciones estruendosas que derrumbarían la competitividad de un candidato o fuerza política en cualquier país serio. El colmo llegó cuando el jefe político de Insaurralde y de Chocolate, y el socio de los socios de Lázaro Báez y de tantos otros impresentables, corrió con la vaina a Javier Milei por una pasantía que el libertario protagonizó a los 22 años en el Banco Central, fallida a raíz de no acatar órdenes e insultar a una empleada. Massa es un genio de la manipulación y de la viveza criolla. Pero su prestidigitación oral se convirtió por momentos directamente en bullying y en involuntaria victimización del neófito que tenía enfrente; siempre hace una de más, y a veces se pasa de vivo. De todos modos, fue muy palpable que cuando el ministro de la Catástrofe Nacional miraba a cámara e interpretaba a un estadista abnegado, eficiente y pacificador, parecía uno de esos actores mediocres que declamaban sin naturalidad ni sentimiento verdadero un libreto en aquel acartonado cine argentino de los años 80. Un bribón haciendo de prócer, pero sin talento ni verosimilitud. Al contrario que Cristina Kirchner —consumada actriz que casi siempre logra creerse su propia mentira y que por lo tanto resulta convincente aun en la hipérbole y el disparate—, Massa parece todo el tiempo un impostor, un lobo con piel de cordero, un falso buenista que intenta disfrazar su reconocido malditismo sin escrúpulos. Más le valdría leer el ensayo del académico Oscar Martínez, porque no pasa del nivel “parecer o aparentar”. Y todos sabemos lo que es. Si triunfa este domingo en el balotaje no será precisamente por su don camaleónico, histriónico ni persuasivo, sino por los insustentables dispendios de última hora que prodigó gracias a su rol de “presidente de facto” y por la venenosa inyección de miedo que le aplicó a la sociedad. También por las asombrosas torpezas e insolvencias intelectuales de su antagonista, que en su afán marketinero y simplificador puso de moda la motosierra: Sergio no tuvo más que mostrar los sufrimientos que acarrearía el uso de esa cruel herramienta, y convertir así los cacareados ajustes en mutilaciones dolorosas. En 2015 la Patria Subsidiada, que siendo ya obesa era sin embargo más delgada que la actual, tuvo que crear un “relato” y una inferencia porque Cambiemos no anunció ajustes bruscos ni salvajes: Milei acusó luego de tibios a los republicanos, y se ufanó de la brutalidad con que ejecutaría esos recortes si venciera en las urnas, y lo curioso es que fue creciendo en apoyo popular mientras lo hacía. Diversos alfiles del Estado feudal salieron a defender con uñas y dientes distintas instituciones —físicas, jurídicas, abstractas y conceptuales—, cuando en verdad muchas veces estaban defendiendo únicamente sus empleos y conchabos. A eso se añadió por supuesto la izquierda cultural —autóctona y extranjera— que no se conformó con alertar sobre los espantos de La Libertad Avanza, algo que sería natural y comprensible, sino que se preocupó por militar con vehemencia el voto a Massa, un “progresista” de la primera hora. Para reclamar públicamente ese voto hay que olvidar muchas cosas. Que está hambreando al pueblo es una de ellas. El economista Alfonso Prat Gay probó además que sólo en octubre, la deuda pública aumentó en más de 12 mil millones de dólares. Y que la deuda total de este cuarto gobierno kirchnerista superó los 100.000 millones de la misma moneda: récord absoluto. Cuando una gestión no peronista se endeuda es cipaya y entreguista; cuando lo hace una kirchnerista es para la protección y la dicha del pueblo. Nadie les pidió tanto, camaradas.

"Los dos personajes que disputan hoy la segunda vuelta, juntos y separados, componen una imagen estremecedora"

Otro de sus “olvidos” consiste en esconder que fue Massa precisamente quien engordó al “monstruo”, y que lo hizo para destrozar la alternancia con una oposición sensata y razonable. Ahora Sergio actúa con malas artes una emergencia humanitaria para defendernos de la “criatura abominable” que él mismo inventó. Y recibe, por todo eso, la conmovedora solidaridad de la progresía. Parece un timo de “Nueve reinas”. La verdad es que algunos progres buscan siempre una buena excusa para votar al kirchnerismo, y Milei representa el personaje perfecto para justificar esa complicidad recurrente. Como refiere el articulista español Ignacio Camacho, el falso progresismo disculpa la mentira; también —agrego yo— la negligencia devastadora de una gestión cuyos resultados son un escándalo mundial. Las ideas más extremas de Javier Milei son, claro está, repudiables en muchos aspectos. Pero estos repudios que enarbolan los progres de túnica rasgada son selectivos, y fáciles. Se hacen bajo la consigna apocalíptica de que la democracia puede naufragar en la Argentina. No hemos escuchado, sin embargo, tantas voces alertando sobre la chavización y el intento de romper el sistema institucional para crear un Nuevo Orden durante la “década ganada”, ni cuando los muchachos del Instituto Patria hablaban de construir “una democracia hegemónica” y trabajaban día y noche en pos de un régimen de partido único y eterno. Para algunos la democracia solo está en peligro cuando el peronismo lo está.

Los dos personajes que disputan hoy la segunda vuelta, juntos y separados, componen una imagen estremecedora. Porque revelan nuestro amor por el fracaso. Ni el mejor actor del mundo podría disimular que muchos tendremos este domingo una cita con la amargura. Pase lo que pase.

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*Artículo publicado por el diario La Nación de Buenos Aires

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