Los viajes de Céline me agotan. El lector que soy, empachado —me temo que ya no regresará el lector insaciable y glotón que fui—, ya no lo soporta más allá de media docena de páginas. Una tarde, aburrido, picoteo un rato Viaje al fin de la noche, abriéndolo al azar, en busca de no sé qué.
Y leo: «En cuanto llegas a un sitio se revelan tus ambiciones».
Me detengo. Leo y releo esa frase. Y me digo, vale, ya lo sé: esta tarde llego a la novela de Louis Ferdinand Céline en busca de prosas apátridas. Nada más ambiciono. Sólo busco mantener este diario.
Al minuto siguiente abro el libro de Louis Ferdinand Céline por otro lugar, paso por encima de varios diálogos y caigo en esta otra frase: «Un enorme cotorreo se extiende gris y monótono, por encima de la vida, igual que un espejismo atrozmente descorazonador». Entonces una corazonada —sí, quizá esto sólo sea un juego de palabras— me lleva de un lado a otro del volumen. Pero ya no encuentro nada más. Nada me intriga ni me importa.

En el piso de las tías compraron la colección, pero no para adornar un salón sino para alimentar a un sobrino devoralibros que no sabía qué leer después de zamparse las aventuras de Tintín, las joyas literarias ilustradas y las ciento noventa y tantas novelas de El Coyote. (Mis queridas tías, sobre las que no procede escribir ahora, sólo leían entonces, y ya malamente, antes de perder la vista, el ¡Hola!).
No tardo en encontrar el volumen que recoge los premios del 55 al 58, que ganaron Antonio Prieto, Emilio Romero, Fernando Bermúdez de Castro y, en 1956, Carmen Kurtz con El desconocido.

Me apetece leer El desconocido, más que nada porque no recuerdo, la verdad, si llegué a leerlo. Hasta que no lleve unas cuantas páginas me temo que no lo sabré. Pero ahora no puedo, la tarde declina, debo salir.
Antes de recoger, cuando voy a dejar que el Viaje de Céline siga acumulando polvo en una balda tal vez otro par de lustros —y el lector que seré ya veremos qué dice entonces, si es que dice algo, claro—, sin apenas pensarlo avanzo hasta la última página. Y, por fin, encuentro lo que quizá ambicionaba. Esto:
«El remolcador pitó a lo lejos. Su llamada pasó al puente, un arco, todavía otro arco, la esclusa, otro puente, lejos, más lejos… Llamaba a todas las gabarras del río, todas, y a la ciudad entera, y al cielo y al campo y a nosotros; todo se lo llevaba, el Sena también, todo, no se hable más».
Esas líneas, además del final del Viaje, bien podrían ser —bueno, quizá ya lo son— un relato. Tan breve como perfecto. Porque las líneas restantes, las trescientas setenta páginas restantes, le sobran al lector que soy. Y no se hable más, por ahora.


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