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Vida de un poeta (contada por él mismo)

Vida de un poeta (contada por él mismo)

No ha sido benevolente la posteridad con Alfonso Camín (Gijón, 1890-1982), a quien hoy se recuerda poco y siempre con ocasión de alguna efeméride. Cuando en plena transición regresó a su tierra natal para instalarse en ella definitivamente, las autoridades se apresuraron a declararle hijo predilecto y hasta lo honraron con el título de Poeta de Asturias, que nunca se había empleado antes y que tampoco se volvió a emplear después. Su nombre se incorporó a los callejeros de diversas ciudades e incluso bautizó centros de enseñanza. Sin embargo, a su muerte las evocaciones del autor y de su obra se fueron diluyendo y hoy son un eco lejano que sólo interpela a unos pocos admiradores convencidos de que mencionar a Camín es referirse a una de las plumas más brillantes del pasado siglo. ¿Juicio ponderado o exageración? Nada es verdad ni es mentira, como hubiera dicho Ramón de Campoamor, otro escritor asturiano que fue ilustre. A Camín nadie le niega su dominio de la técnica, ni su inspiración casi homérica, ni su habilidad para sacar punta a cualquier tema que cayera entre sus manos. Pero aunque haya méritos que le corresponden en justicia, también hay evidencias de las que cuesta desentenderse. La primera, que muchos de sus textos han envejecido mal, o que al menos han llegado a nuestros días con achaques suficientes como para verse desprovistos de la frescura que acaso los adornó en su origen. La segunda, que su afición a publicar todo cuanto saliese de su pluma —dio a imprenta 87 libros entre 1913 y 1970— terminó por lastrar, como siempre ocurre, la calidad global de un conjunto de títulos tan extenso que se hace imposible acometer un inventario sin incurrir en errores u omisiones.

"En su estancia madrileña, Camín conoció a la que sería su mujer, Rosario Armesto, y allí le sorprendió el estallido de la Guerra Civil, que le impulsó a cruzar de nuevo el océano para terminar instalándose en México."

Poca duda hay, pese a todo, de que una de sus obras más interesantes la constituyó su propia vida. Alfonso Camín nació en la parroquia de Roces, en plena zona rural gijonesa, el 2 de agosto de 1890. Estaba agonizando un siglo y conoció una infancia marcada por las miserias familiares y la dureza de un entorno poco o nada propicio para la felicidad. Trabajó en una cantera hasta que en 1905, cuando sólo contaba quince años de edad, tomó la resolución de emigrar a Cuba, donde se inició en el periodismo y trabajó como redactor en La Noche y el Diario de la Marina, además de dirigir la revista Apolo. En 1916 el Diario de la Marina le envió de vuelta a España, con el encargo de que cubriera desde allí el desarrollo de la I Guerra Mundial, y él se instaló en Madrid. Fue en esa época cuando comenzó a descollar un poeta que, por un lado, encarnaba las melancolías y las inquietudes de los emigrantes de su tiempo, tan lejos de su tierra y sin embargo con su tierra metida tan adentro, mientras que por otro ensayaba las sonoridades de sus nuevas latitudes y trataba de encontrarles una métrica en la que pudieran explayarse a sus anchas. Si alguna virtud indiscutible tuvo Camín, fue la de erigirse en pionero de la poesía afroantillana. En el faro que guiaría las exploraciones que pronto empezarían a llevar a cabo autores como Alejo Carpentier o Nicolás Guillén. Para muestra, un botón: poca gente habrá que no haya escuchado a Chavela Vargas interpretar con su mágica voz cavernosa aquello de «Pon, / ponme la mano aquí, / Macorina»; pues bien, es seguro que muchos ignorarán que esos versos los escribió el bueno de Alfonso Camín —se publicaron en el libro Carey— inspirándose en una célebre prostituta de La Habana.

En su estancia madrileña, Camín conoció a la que sería su mujer, Rosario Armesto, y allí le sorprendió el estallido de la Guerra Civil, que le impulsó a cruzar de nuevo el océano para terminar instalándose en México. Decidió volver a España en 1967. Tras una estancia en Madrid, en 1978 optó por avecindarse en la parroquia gijonesa de Porceyo, no muy lejos de aquel Roces en el que había venido al mundo. En su cementerio de San Félix recibieron sepultura sus restos después de que exhalara su último suspiro el 12 de diciembre de 1982.

"El legado de Camín, que se custodia en la Biblioteca Pública de Asturias Ramón Pérez de Ayala, reúne documentos manuscritos y mecanoscritos referidos al paso del autor por México y Madrid."

Camín era muy consciente del interés que podían despertar sus peripecias y gustaba de recrearse en las evocaciones de sus andanzas. Supo pronto que en su biografía había buena materia literaria, y con esa idea en la cabeza empezó a maquinar un gran proyecto memorialístico que sólo lograría culminar parcialmente. Se trataba de un conjunto de cuatro volúmenes, cada uno de ellos relacionado con un país concreto que aparecería sintetizado en el título con el nombre de un árbol. A lo largo de sus páginas, el poeta repasaría su vida en primera persona del singular. Únicamente vieron la luz, en México, los dos primeros tomos. El titulado Entre manzanos, dedicado a su infancia en Gijón, salió de la imprenta en 1952. Entre palmeras, donde glosaba sus peripecias cubanas, llegó a las librerías en 1958. Sin embargo, que las otras dos entregas de la tetralogía no llegasen a existir no significaba que su autor no hubiese estado trabajando en ellas. De ahí que después de 2012, año en que se celebró el trigésimo aniversario de la muerte de Camín, el escritor Milio Rodríguez Cueto, responsable de la editorial VTP, decidiera acometer una doble tarea. De un lado, rescatar los dos títulos que ya se habían publicado y que, a día de hoy, eran casi ilocalizables. Del otro, dar forma de libro a lo que aún no lo tenía y hacer que la autobiografía del único Poeta de Asturias fuese, finalmente, un hecho. Así, y con el patrocinio del Ayuntamiento de Gijón, en 2013 y 2014 se reeditaron Entre manzanos y Entre palmeras. En 2016 apareció por vez primera Entre nopales, donde Camín rememora su paso por tierras mexicanas, y en este 2017, en el que se cumplirán 35 años de la muerte del escritor, ha hecho lo propio Entre madroños, cuyas páginas recogen su experiencia madrileña. Ambos se prepararon mediante una minuciosa labor de arqueología documental, tal y como señala Rodríguez Cueto en sus respectivos prólogos. El legado de Camín, que se custodia en la Biblioteca Pública de Asturias Ramón Pérez de Ayala, reúne documentos manuscritos y mecanoscritos referidos al paso del autor por México y Madrid. También abundan los recortes de prensa vinculados a esas etapas. De ese material se nutrió el responsable de esta operación, que es a la vez un rescate y un alumbramiento, para llevar a buen puerto su propósito.

"En ocasiones toca dejar a un lado los excesos de ego de su protagonista o pasar por alto unas observaciones que en determinados casos rozan lo pintoresco."

Hemos dicho al principio que la obra de Alfonso Camín presenta hoy un valor desigual. También hemos dado a entender que su autobiografía resulta de gran valor porque, a través de sus páginas, se va midiendo de forma paulatina la temperatura de un siglo. Quizás convenga añadir que el de editarla de un modo completo y riguroso era un empeño necesario. Pocas veces se puede asistir como lector al espectáculo de un escritor haciéndose a sí mismo, por mucha impostura que pueda haber en el proceso, y no abundan las memorias de autores que puedan condensar en sus propias coordenadas el devenir histórico de su época. No es esta monumental autobiografía de Camín una obra redonda. Seguramente ni su propio autor aspiraba a que lo fuese, y desde luego su carácter disperso y episódico no contribuye a lograrlo. Pero eso no es óbice para que se lea con gusto e interés, e incluso uno llega a creer a veces que ese tono fragmentario y hasta descuidado es una de sus principales garantías de verdad. Hay en estos cuatro volúmenes apreciaciones literarias y culturales, descripciones costumbristas y diálogos que alcanzan la velocidad del relámpago, recreaciones de ambientes que encajarían sin problemas en los parámetros de la literatura social y pasajes que no desmerecerían en el borrador de una buena novela de aventuras. En ocasiones toca dejar a un lado los excesos de ego de su protagonista o pasar por alto unas observaciones que en determinados casos rozan lo pintoresco, pero siempre se acaba encontrando en los textos donde él mismo desgrana su vida algún apunte en el que vale la pena detenerse, bien por su vocación de narrar la Historia desde dentro o bien por aportar matices distintos a lo que ya conocemos. También es cierto que, si toda autobiografía es incompleta por definición, más lo será la de alguien que no pudo acabarla y que, además, dejó pistas sembradas en otras obras de su autoría emparentadas directamente con la lírica o con la ficción. Alfonso Camín tuvo que ser, de eso tampoco hay duda, un personaje peculiar. En un prólogo que escribió para Entre madroños, y que ahora ve la luz por vez primera, Rafael Cansinos Assens decía de él que «era simpático a todo el mundo por su misma ingenua egolatría, su convicción de ser un gran poeta y hasta sus baladronadas de hombre terrible, tan en contraste con su figurilla leve y grácil». Quizás ese retrato se anuncie en las líneas que abren Entre manzanos, la primera entrega de sus novelas, y en las que su autor nos explica: «Vengo a la vida en La Peñuca, uno de los barrios de Roces, Gijón, Asturias, sobre la carretera de Oviedo, a las dos de la madrugada del 12 de agosto de 1890, en una casa pobre con división para dos familias, una sola aguada y una senda estrecha, pedregosa, ondulante como cuerda de esparto con muchos nudos, que al fin iba saliendo al camino».

El mismo camino por el que él, al final, salió a la vida.

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Títulos: Entre manzanosEntre palmerasEntre nopalesEntre madroños Autor: Alfonso Camín Editorial: VTP

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