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Violencia blanca, terror rojo: en la cárcel de la Stasi

Violencia blanca, terror rojo: en la cárcel de la Stasi

Zenda visita la prisión del servicio de seguridad de la desaparecida RDA, donde la escritora Paloma Sánchez-Garnica ha ambientado su última novela, La sospecha de Sofía (Planeta), que refleja la atmósfera que existía al otro lado del muro de Berlín.

El complejo es grande. Está rodeado por un muro sólido, grueso, coronado por alambre de espino, y sin embargo su presencia pasa desapercibida. Está apartado del centro de Berlín, el de los turistas que visitan la Puerta de Brandeburgo y los restos que todavía quedan del muro. Antes era una zona retirada, sin demasiada población, pero hoy es un barrio residencial con bloques de viviendas y amplias avenidas. Alrededor hay parques, chalés con jardines y áreas acondicionadas con columpios para que jueguen los niños. Las aceras son anchas, pero apenas se ven peatones. Los habitantes usan el transporte público y los coches para desplazarse, y las tiendas son muy pocas, por no decir escasas. Nada aquí anuncia la presencia de estas instalaciones. Ni siquiera un cartel. Pero está ahí, detrás de varios edificios de pisos, cerca de una zona verde donde varios muchachos se entretienen con una pelota. Desde el exterior resulta imposible abarcar su tamaño o hacerse una idea precisa de él. Sólo al traspasar la puerta, alta, pesada, de hierro, se comprende su dimensión.

"La Stasi es una palabra que puede deletrearse con números: 111 kilómetros de archivo, 40 millones de tarjetas, 30.000 filmaciones y grabaciones y 1,8 millones de fotografías"

La Stasi es una palabra que puede deletrearse con números. Deriva de la palabra Staatssicherheit (seguridad del estado). Pero sólo adquiere su significado real cuando se leen sus cifras: 111 kilómetros de archivo, 40 millones de tarjetas, 30.000 filmaciones y grabaciones y 1,8 millones de fotografías. Únicamente en su cuartel central trabajaron entre 8.000 y 9.000 personas (aparte queda la red de informantes —alrededor de 180.000—, compuesta por voluntarios, pero también por personas a las que se obligaba a espiar las actividades de los vecinos). Todo para vigilar y controlar a los 16 millones de ciudadanos de la extinta República Democrática Alemana. En 1989,  sólo en el pueblo de Saalfeld, la Stasi registró a 3.335 personas como proveedores de información para una población de 58.505 residentes. Pero si hay un cálculo que resuma todos los anteriores es el siguiente: en la RDA, quitando a los niños y los jubilados, había una persona a servicio de la Stasi por cada 50 habitantes. Y justo aquí delante está la manifestación más clara del poder que alcanzó, su cárcel, que también dispone de sus propios guarismos: 120 salas de interrogatorio para apenas 105 celdas de reclusos.

El edificio, frío y gris, desprovisto de cualquier comodidad, fue ocupado por las tropas soviéticas al final de la Segunda Guerra Mundial. El ejército rojo tomó al asalto la capital de Alemania y eligió un viejo almacén de distribución de alimentos que existía en las inmediaciones para interrogar y encerrar a los prisioneros nazis. Su sótano muy pronto se hizo famoso. Los represaliados de la RDA bautizaron sus corredores con un nombre: el submarino. Un conjunto de varios pasillos paralelos llenos de celdas.

"La Stasi se creó, bajo tutela de los servicios secretos rusos, el 8 de febrero de 1950. Estuvo activa hasta el 17 de noviembre de 1989, fecha de la caída del muro"

Jorge García Vázquez fue uno de los reos que estuvo encerrado entre sus muros. Su padre viajó a Cuba huyendo de la Guerra Civil Española y el franquismo. Y él se marcho de la isla para evitar el castrismo. Una familia, dos generaciones, pero con un denominador común: ambas han conocido la intolerancia de las dictaduras. En Alemania, fue detenido por la Stasi. Su delito: mantener conversaciones con americanos para ayudar a un músico cubano que quería abandonar su país.

—Me delató un amigo. Me invitó a tomar un café en un local. Todo estaba muy bien pensado. Estuvimos conversando durante rato. Cuando marché al baño me prendieron y me sacaron por una puerta trasera. Ya está. Nadie percibió que había desaparecido. Podía haberme marchado de allí sin más. Me introdujeron con los ojos tapados en un coche. Generalmente no tenían ventanas de todas maneras. Me habían cogido en otra ciudad, así que enseguida estuve desorientado. No sabía qué es lo que iban a hacer conmigo ni tampoco adónde me estaban llevando. De hecho, solo mucho después supe que había estado aquí internado.

Esto sucedió en los años sesenta. La Stasi se creó, bajo tutela de los servicios secretos rusos, el 8 de febrero de 1950. Estuvo activa hasta el 17 de noviembre de 1989, fecha de la caída del muro, y estuvo dirigida por tres hombres: Wilhelm Zaisser (1950-1953), Ernst Wollweber (1953-1957) y, el más conocido de ellos, Erich Mielke (1957-1989). Con el colapso y la desaparición de la RDA, los propios berlineses tomaron la sede de la Stasi para evitar que sus empleados destruyeran la documentación. Pero existe otro suceso, el que probablemente le salvó la vida a Jorge García Váquez: la muerte de Stalin en 1953. Antes, los detenidos carecían de derechos y a nadie le importaba su destino. Había gente que podía morir allí ante el desconocimiento del mundo. Pero el fallecimiento del dictador y la presión de las potencias internacionales alteraron el comportamiento de la Stasi. Había nacido la violencia blanca.

"Los arrestados permanecían con los pies descalzos dentro de ese líquido durante horas, en ocasiones, jornadas enteras. Se quedaban helados, temblando, con la piel reblandecida y dolorida"

Existen heridas peores que las físicas: las psicológicas. Los empleados de la seguridad de la RDA conocían que los cortes se cierran y los golpes sanan, pero la fractura mental nunca acaba por resolverse. Permanece. Es algo que acompaña a los individuos. Es por vida. Ellos refinaron esa tortura. La convirtieron en un arte. Imprimieron manuales. Es probable que fuera su especial monumento literario de la tiranía a la que obedecían. Las mazmorras del submarino tenían un papel primordial para someter la voluntad. Carecían de ventanas y sólo poseían un hueco de ventilación reducido. En ese pozo no había día ni noche. Resultaba imposible saber el tiempo que había transcurrido desde que te habían encerrado. El único sol que existía era el filamento incandescente de la bombilla que había sobre la puerta. Las paredes eran húmedas y la letrina era un agujero o un cubo sin tapadera. En ocasiones se hacinaba en una mazmorra a varios hombres. La cantidad variaba: seis, siete, ocho. Demasiada gente para un espacio tan reducido. El aire se saturaba con la respiración y se volvía enrarecido. El calor de la calefacción, más que paliar el frío, cargaba la atmósfera. Los muros chorreaban gotas por la condensación. También se habla del agua. De un agua sucia que cubría varios centímetros el suelo. Los arrestados permanecían con los pies descalzos dentro de ese líquido durante horas, en ocasiones, jornadas enteras. Se quedaban helados, temblando, con la piel reblandecida y dolorida.

"Los desgraciados que caían en una celda individual no corrían mejor suerte. Muchas de ellas eran estrechas y les resultaba imposible moverse en ellas, o eran bajas, obligándoles a estar agachados"

Durante ese periodo de confinamiento estaba prohibido hablar, cantar, silbar; estaba prohibido golpear las paredes, dormir con la cabeza cubierta (los celadores debían ver desde la entrada la cara de los detenidos), estaba prohibido tumbarse en la cama (de madera dura) durante las horas que debían permanecer despiertos: únicamente se les consentía apoyarse en el borde. El resto del tiempo debían aguantar de pie y andar. De un lado a otro. Los celadores sostenían que el ejercicio les convenía para mantenerse en forma. Para asegurarse de que no infringían las reglas los vigilaban continuamente desde las mirillas de las puertas.

Los desgraciados que caían en una celda individual no corrían mejor suerte. Muchas de ellas eran estrechas y les resultaba imposible moverse en ellas, o eran bajas, obligándoles a estar agachados. Lo peor era la soledad. Y la oscuridad. Y que no les dejaran dormir más de dos horas. Los despertaban de rato en rato para que no descansaran los suficiente. Y la inquietud, por supuesto. No saber qué iba a ser de ellos, qué les aguardaba en el futuro. La mayoría no aguantaban. A los pocos días confesaban. Lo que fuera y aunque no fuera cierto. Se corría el rumor de que hubo un héroe que soportó ese castigo durante varios meses. Dos o tres. Tampoco más.

—El aislamiento, la oscuridad. Es terrible —comenta Jorge García Vázquez—. Nadie puede hacerse cargo de cómo afecta eso. Pierdes totalmente la noción del tiempo. No tienes nada que hacer. Empiezas a pensar. Todos los agentes de la Stasi tenían que aprobar una asignatura que iba sobre esto, sobre psicología.

Él salió después de varios días enterrado en una de esas tumbas. Después se le metió en un avión y se le trasladó a La Habana, pero no precisamente a la playa, sino a una cárcel castrista. La Stasi tenía vínculos con el G2 cubano y su entrega respondía a sus colaboraciones. Cortesía entre amigos. El destino de Jorge García Vázquez se separó en ese punto de los demás reos, los que quedaron atrás. Ya no se condenaba a muerte (la pena que estuvo vigente hasta 1987. La guillotina se empleó hasta el año 1967). El submarino se cerró. Pero los carceleros continuaron aplicando la incomunicación, el chantaje emocional. Jorge García lo revela: “Todo era bastante sofisticado. Cuando ibas por los pasillos y sonaba una alarma o veías encendida la luz roja que había en las paredes, debías ponerte de cara a la pared. Eso nos indicaba decir que pasaba un detenido y nosotros no podíamos mirarnos ni reconocernos. Estaba terminantemente prohibido”. En la cárcel no había nada casual. Ni siquiera  los espejos.

—Los colocaban en las celdas. Lo hacían a propósito. No era un artículo de lujo. Los ponían para que vieras tu propio deterioro físico y bajara tu autoestima, que te derrumbaras al reconocerte. Nadie se miraba en ellos. A las personas que, por lo que fuera, se rebelaban, que gritaban o armaban ruido, las encerraban en celdas oscuras, acolchadas. Conocí a uno que pasó por una de ellas. Me aseguró que fue lo peor que había vivido jamás. Aunque nos daban de comer bien, nunca engordabas. Era imposible. Por el estrés. Cuando te liberaban, eso sí, aprovechaban para hacer publicidad del régimen de la RDA. Te llevaban antes a una enfermería, te curaban y doblaban las raciones de la comida. Cuando salías, aseguraban: “¿Ven? Tiene un aspecto sano. Aquí tratamos bien a la gente”. Claro, las heridas iban por dentro.

Los interrogatorios se hacían en unas habitaciones espartanas, sin adornos, de mobiliario común, pero de una apariencia confortable. Disponían de luz natural y desprendían, en comparación con el resto de las instalaciones, una sensación agradable. Teléfono, mesa, sillas. Cualquier podía considerar que había regresado a su lugar de trabajo, a una oficina. Pero en ese espacio, la Stasi revelaba el dominio absoluto que ejercían sobre el individuo.

—Allí había un agente de la Stasi. Te invitaba a sentarte —explica Jorge García Vázquez—. Con educación. Te miraba atentamente a la cara. Te comentaba: «Tiene mal aspecto. Con ese pelo así, sucio, deslucido. Da un poco pena. ¿Le ocurre algo? ¿Puedo ayudarle? ¿Hacer algo por usted?». Contestabas que solo podías lavarte una vez a la semana y que por eso estabas así. Y él afirmaba que no podía ser. Entonces llamaba por teléfono para arreglarlo. Los guardias venían al momento, te llevaban a un lugar para que te dieras una ducha con agua caliente y jabón. Regresabas, limpio, con una ropa nueva. «Mucho mejor, ¿no? Ya es usted otra cosa, ¿verdad?», te aseguraba el oficial. Entonces te ofrecía algo de beber. «¿Quiere un café? ¿Prefiere un té?» Le respondías que tú eres más de café, y él te decía «sí, claro, lo sabemos». Te percatabas entonces de que ya tenían preparado el café, de que se lo ibas a pedir. Luego te sacaban una taza bonita, muy agradable. Insinuabas que te recordaba a una que había en tu casa. Él te comentaba que sí, en la alacena de la cocina, en la segunda balda, a la izquierda. Lo conocían absolutamente todo de ti. Estabas en sus manos. Te hacían sentir que dependías de ellos.

"También disponían de prostitutas pagadas para fotografiar las infidelidades de los hombres de negocios de Occidente y chantajearles después con ellas"

Los métodos de la Stasi, que Paloma Sánchez-Garnica recrea en La sospecha de Sofía (Planeta), una novela que recoge la atmósfera de la RDA, iban más allá de las cámaras ocultas en botones o bolsos, o de esa obsesión por controlar que les llevó a hacer un archivo de olores de las personas para identificarlas. Su sistema, incluso, iba más allá desde los famosos espías Romeo, que se dedicaban a seducir mujeres occidentales (secretarias de embajadas o de compañías, sobre todo) para extraer información de sus lugares de trabajo (a imagen de las Damas de Moscú, algo que refleja una película reciente, Gorrión rojo, con Jennifer Lawrence). También disponían de prostitutas pagadas para fotografiar las infidelidades de los hombres de negocios de Occidente y chantajearles después con ellas para que les pasaran documentos sobre las patentes. En un caso célebre, invitaron a un cura a la cárcel de la Stasi. Requirieron sus servicios con el pretexto de que un reo había solicitado su ayuda. Después le mostraron las imágenes de él entrando en el interior del recinto. El trato era el siguiente: nos pasa qué hacen y a qué actividades se dedican sus fieles, o filtramos estas fotos a la prensa y le acusamos de colaborar con nosotros.

Cuando los archivos de la Stasi se abrieron al público, los habitantes de la RDA pudieron consultar los informes sobre ellos. Muchas personas descubrieron entonces que habían sido espiados. En ocasiones por familiares o amigos cercanos, o el compañero de trabajo en el que confiaban. Una mujer comprendió algo peor: que su vigilante era su propio marido. En esas páginas había pensamientos que le había confesado a él, fuera de su casa, donde no había micrófonos. Se separaron. No fue la única pareja.

—Lo peor, para mí —prosigue Jorge García Vázquez, a los pies de la cárcel de la Stasi—, fueron los tres días de mi detención. No sabía dónde estaba. Y la falta de sueño. Te hacían preguntarte por tu familia. Si le había pasado algo. Te cuestionas dónde está tu novia. En los interrogatorios te dabas cuenta de que habían invadido tu privacidad. Llegaban a colarse en tu casa y cambiarte los objetos de lugar para que pensaras que te estabas volviendo loco. En los informes escribían «las diez y doce minutos». No «las diez y diez», o «las doce y cuarto» para redondear. Detallaban a qué hora exacta encendías o apagabas la luz: las diez y doce minutos. Eso delata cuál era su mentalidad.

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