El espíritu de la fuga no es una novela.
Un acto de rechazo al mundo.
Un intento radical de vivir al margen antes que vivir a medias.
“Repelencia de escribir una novela, lo mismo que de obedecer. La escritura es obediencia. Qué bien entiendo ahora a Artaud, incapaz de escribir; y a Bataille, incapaz de razonar. Qué bien me entiendo: incapaz de obedecer”. (Pedro García Olivo)
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0. Pedro García Olivo
Pedro García Olivo es filósofo, escritor y antipedagogo radical. Abandonó la enseñanza y se retiró a vivir en las montañas del interior de Valencia. Su obra no busca convencer: busca encender o repeler.
1. Filosofía y refugio
Leer El espíritu de la fuga es como visitar el refugio de García Olivo en Sesga: incómodo, inhóspito, radicalmente ajeno a cualquier idea de hogar. No es una novela convencional, ni pretende serlo. Como su autor, es áspera, contradictoria, exigente. Se lee como se atraviesa un desierto: sin mapa, sin guía, sin promesas.
No hay capítulos ordenados ni una trama amable. Hay una escritura a retazos, fragmentada como su tejado lleno de telarañas. Un espacio literario mínimo que incomoda más que acoge. Lo que ofrece no es consuelo, sino fisura.
2. El espíritu de la fuga: libertad y contradicciones
Esta no es una novela que quiera gustar. Ni siquiera a su autor. Víctor Araya, su alter ego, se desprecia con la misma intensidad con la que desprecia el mundo. Figueroa, su otro yo narrativo, lo fustiga sin piedad. Nadie se salva. Tampoco el lector.
“Todo lo que he hecho ha sido inútil; no espero otra cosa de mi escritura”, dice Araya. Su literatura, para Figueroa, es un “desierto”, una “vacación de la inteligencia”. Y sin embargo, ahí está: insobornable, sin didactismo, sin pedagogía, sin consuelo.
Pedro García Olivo no escribe para complacer. Escribe contra. Contra la obediencia, contra la forma, contra la corrección. Su obra es una estatua que construye para dinamitar.
3. Novela de desesperanza
El espíritu de la fuga no es un canto a la libertad. Es una elegía a la desesperanza. Aquí no hay lugar para el futuro, ni para la redención. Solo queda la huida.
La estructura es un espejismo: no hay trama, solo ruinas. Como su casa en Sesga, hecha de telarañas. Como su lenguaje, lleno de filos y de sombra. La lectura no fluye: resiste. Y en esa resistencia está su fuerza.
Artaud es una presencia constante. García Olivo comparte con él la incomodidad, el temblor, la imposibilidad de habitar el mundo. Su novela es una antiayuda: no orienta, sacude.
4. El suicidio como horizonte
Víctor Araya —alter ego de García Olivo— no quiere salvarse. No busca sentido, busca borde. Habla del suicidio como quien habla de una vieja promesa. No desde el impulso, sino desde la lucidez extrema. La muerte como libertad última.
En esa fuga, no hay consuelo ni épica. Solo un rechazo absoluto a la obediencia. La renuncia no es estética: es vital. Su vida, como su literatura, es un combate contra lo dado.
Cita a Deleuze: “Es posible que yo huya, pero a lo largo de toda mi huida busco un arma”. Esa arma es el lenguaje. Y esa herida, el libro.
Nota final
Mi amigo Marco Antonio Gordillo Rojas, catedrático de literatura española, leyó este libro por recomendación mía. Al mes, me escribió un correo breve, casi emocionado. Decía:
“Gracias por hacerme leer El espíritu de la fuga, ese juego de espejos donde pensamiento y estilo, sensibilidad y forma, se tensan hasta la herida. Más allá de la ideología, hay literatura. Más allá de la rareza, una voz verdadera. Es una obra que sacude.”
Eso hace Pedro García Olivo: sacude.
No complace. No se explica. Quema.


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