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Yo fui santa, de Juan Luis Cano

Yo fui santa, de Juan Luis Cano

¿Hasta dónde puede llegar una mentira? ¿Qué recorrido puede llegar a tener un engaño? La respuesta es clara: hasta donde la gente esté dispuesta a creer y hasta donde dé de sí la manera en que se disponga el relato. Estas son las cuestiones que plantea Juan Luis Cano en su novela Yo fui santa (Menoscuarto Ediciones) con la que ha quedado finalista en el Premio Ateneo – Ciudad de Valladolid.

Zenda ofrece un adelanto de esta obra. 

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Yo fui santa. El cielo nunca me lo reconoció, quizás porque no haya en él quien se encargue de certificar tales cosas o, simplemente, porque nadie lo habite, nadie lo conforme… Puede entonces que las esperanzas de los hombres no hayan sido, por siempre, más que ilusiones supersticiosas. En cambio, aquí abajo en la tierra, como los menesterosos siempre han necesitado pensar que su existencia tenía algún sentido, fueron muchos los que creyeron en mí. Yo fui, durante algún tiempo, excusa para que sus temores más íntimos no se confirmasen, para no verse forzados a aceptar su insignificancia. Fui el apoyo de muchos a quienes la verdad nunca les permitió tener sueños.

Sí, yo fui santa y lo fui por casualidad y también por supervivencia.

Mi infancia fue cenicienta y brumosa. Llovía monótonamente, dentro y fuera de nuestra casa. Todos los días de mi niñez los recuerdo así, calados, bien por la lluvia o bien por las lágrimas.

Mi padre murió por necesidad. Dejarse ir fue su regate último al rigor extremo de la debilidad con que le castigaba la enfermedad y frente a las obligaciones a que le condenaba la subsistencia. Sencillamente, no pudo con los obstinados requerimientos de la vida y cedió en su empeño, precipitándose, exhausto, al abismo de una muerte prematura, pero liberadora. Mi padre murió después de acarrear tremendos achaques, tras ser pobre fue menos pobre, pero aquella tregua que le concedió la escasez no pudo saborearla demasiado tiempo. Mi padre tenía unos hijos a los que proveer y una mujer dolorosa a la que soportar, un trabajo duro e injusto que, prácticamente, le devoró el tiempo sin dejar un resquicio para el alivio. Trabajó en la mina y el carbón tiznó sus manos, su cara, su ropa y su alma. Toda su vida negruzca y oscura como un cuarto cerrado a cal y canto, sin ventanas ni rendijas por las que la luz pudiera encontrar un pretexto por el que colarse. Sus jornadas pasaron umbrías y la escarcha que, temprana, enfriaba su carácter, nunca conseguía derretirse con el paso de las horas. Se bebía su cansancio y los vapores del alcohol elevaban por lo alto, durante un tiempo, su amargura o, al menos, eso le parecía a él. Los mineros bebían sus angustias y debían de tener en abundancia. La silicosis le sacó de las profundidades y le consiguió un puesto menos arriesgado, o sea que los achaques le proporcionaron el beneficio de la luz del día. Mi padre no fue ni bueno ni malo, fue lo que pudo, no mucho más que un abastecedor torpe de remedios contra la fatalidad, que siempre nos trató con desdén a mi hermano y a mí.

No recuerdo ni una sola vez en la que se interesara por mis resultados escolares, por mis resfriados o por las heridas que mi hermano llevaba tatuadas, permanentemente, en sus rodillas y en sus codos, delatoras de sus trastadas. Posiblemente así, tratándonos sin miramientos, conseguía que no fuésemos más que una incómoda tasa que la vida le había impuesto y con la que tenía que cumplir de manera responsable. Al menos con esa actitud conseguía pensar que con la distancia y la frialdad desaparecerían sus deudas sentimentales, porque debía de imaginarse que un cierto grado de apego le habría exigido una cuenta más ardua a saldar, una cuenta del alma, de esas que reclaman cumplimiento sin avenirse a razones y sin aceptar excusas ni fianzas. Bastaba con vestirnos y llenarnos el plato. «El cariño ni engorda ni abriga», solía replicar si alguna vez alguien le afeaba el desapego.

Mi madre, en cambio, cumplía con rigor los antiguos preceptos, los mandamientos de la mujer, que la tradición y sus padres le habían inculcado como los animales transmiten a sus crías los rituales de la especie: «Serás una amante hija obediente, esposa sumisa y fiel y madre responsable, sabrás sufrir y guardarás rencor a quienes os hagan daño a ti o a los tuyos». Y casi todo lo cumplió con determinación.

Siempre tuve la sensación de que el cariño de mi madre no era tal, sino que más bien se trataba de un acto litúrgico. Cada gesto, cada sacrificio, aparentemente maternal e instintivo, parecía obedecer a la consagración de un precepto, de hecho, no tardé en comprender que era una mujer que nunca había llegado a dar una sola oportunidad al afecto. Sencillamente, no sabía querer. Mi madre no me mostró nunca ternura, tampoco a mi hermano, hacía lo posible por dejar claro que cumplía con su deber, pero jamás mostró un síntoma, espontáneamente, amoroso. Comprendí con el tiempo que era evidenciando el dolor y su esfuerzo diario como, únicamente, encontraba cierta satisfacción. Incluso cuando se empleaba a fondo con los golpes, cuando nuestras cabezas, nuestras costillas, nuestros traseros, nuestras orejas o nuestras mejillas se convertían en el objetivo cruel de sus frustraciones, lo hacía vociferando su padecimiento, como si fuese ella la víctima en quien recayera cada bofetada, cada puntapié, cada azotaina… Casi a diario, sin horario fijo, sin necesidad de una excusa, nos zurraba, y nuestros moretones fueron, durante parte de nuestra infancia, la suma de sus desilusiones. Así fue hasta lo del milagro.

Mi vida deambulaba entre la pena, la soledad, un amparo frío y seco otorgado por mi madre, el desafecto desgarrador de mi padre y la calle, el campo, la ribera del río y su liberadora amplitud, a donde acudíamos los críos y donde mi hermano y yo encontrábamos un territorio redentor.

Nuestra casa era oscura y pequeña, un segundo piso de un edificio gris, al que ni siquiera habían tenido la delicadeza de teñir la humildad con una mano de pintura. Era gris de cemento y renegrido por el polvo del carbón que el viento iba estrellando contra él desde su construcción, por eso parecía que nunca se hubiera terminado de rematar. Vivíamos en el bloque ocho familias, dos por piso, y contábamos con un portal estrecho, una escalera que daba la medida del compromiso que cada vecino tenía con la comunidad, ya que cada uno se encargaba de fregar y mantener limpio su rellano. Había un patio común al que daban las ventanas de los cuartos de baño de las casas y que era el escenario preferido para las discusiones a distancia de las mujeres, que se convertían en profesionales de la injuria si alguna había osado colgar en las cuerdas de la ropa prendas de color, chorreando agua teñida, que mancillase, en su chaparrón, el blanco pulcro de sábanas, toallas, camisas y camisetas, bragas y calzoncillos de los vecinos de los pisos más bajos. Aparte de estas disputas y de algún que otro recelo heredado del histórico pueblerino, la convivencia era, moderadamente, pacífica entre los habitantes del bloque.

Mi hermano se quedó sordo de una bofetada que mi madre le propinó poniendo la mano hueca, provocando que se le hiciera el vacío en la oreja. Dijo que le había estado pitando la cabeza por dentro durante tres días y que casi se vuelve loco. Desde entonces odiaba los trenes y a los árbitros a los que insultaba, sin tregua, durante los partidos del equipo del pueblo. Cada vez que el árbitro hacía sonar su silbato mi hermano le arrojaba, desde la tapia a la que nos subíamos para ver los partidos sin pagar, su colección de maldiciones. Le insultaba si pitaba falta, si pitaba gol, si pitaba el final o si pitaba el principio, le insultaba por el hecho de pitar, pero le gustaba el fútbol por encima de pitidos y árbitros. Siempre pensé que las broncas de mi madre a mi hermano le afectaban la mitad, porque solo le entraban por un oído, así que, en cierto modo, le tuve media envidia durante bastante tiempo. Esa tara estuvo a punto de costarle la vida una tarde cuando se disponía a cruzar las vías del tren frente al «Cargue». Yo era capaz de identificar qué tren era el que se acercaba, solamente, por el ruido que le precedía. El más habitual era uno al que llamaban el Mixto, porque transportaba, carbón, mercancías y pasajeros, pero el que casi se lleva por delante a mi hermano fue el Rapidillo que, con sus tres vagones, pasaba frente a nuestra casa como una centella de estela de polvo negro. En la zona por la que iba a cruzar mi hermano las vías desaparecían de la vista hasta que uno no estaba encima de ellas, porque entre las tapias de las casas, los árboles y las vallas de las huertas, la máquina del tren surgía de repente, como una aparición. Aquel día, le llamaron a voces desde la calle un grupo de chicos para que los acompañase hasta el Malpelo. Allí iban para esponjarse los deseos espiando a la Chica del Río, una solterona de hechuras prósperas, que se bañaba, en aquella poza, algunos días al atardecer. Cruzaron las vías en desbandada todos los chavales, adivinando la distancia a la que el tren se aproximaba, pero mi hermano no, mi hermano no lo oyó y la máquina se le echó encima, como un energúmeno de hierro, por el lado de su oído inútil. Yo lo vi desde la ventana y mi grito fue tan fuerte que hasta pareció vibrar el cristal. Hasta que el tren pasó de largo no supe si había conseguido librarse de su embestida o se lo había llevado por delante, pero allí estaba, tieso como un palo, al otro lado de las vías, mientras los demás chicos seguían corriendo en dirección al río sin haberse dado cuenta de nada. Mi hermano tardó en arrancar, sin duda paralizado aún por el susto y, cuando lo hizo, su carrera fue tan torpe y zigzagueante que parecía irse a caer de un momento a otro. Le vi perderse a lo lejos, solo. Creo que fue la primera vez que recé por propia iniciativa y debo reconocer que me ayudó a pasar el sobresalto. Mi madre subía las escaleras alarmada por mi grito y dispuesta a hacérmelo pagar, pero…

—¿Estás rezando?

—Sí, mamá.

—¡Ah! Muy bien, muy bien, eso está muy bien, ponte a bien con el Señor y pídele perdón. ¿Por qué has gritado?

—Porque he visto a un chico cruzar las vías cuando pasaba el Rapidillo y casi se lo lleva por delante.

—Un día va a pasar una desgracia.

Ese día no hubo golpes, no hubo bronca, así que el rezo se convirtió en una buena trinchera. Perdón no pedí, porque no sabía qué era lo que me tenía que hacer perdonar.

Tanta plegaria y tanta beatería no se correspondía, realmente, con el carácter y la manera de ser de mi madre, que dedicaba mucho más tiempo a la enemistad que a la concordia e infinitamente más a la ira que a la amabilidad. El cenáculo que tenía montado en casa le servía para congraciarse con el cielo, seguramente, en busca de indulgencia, sabedora de su actitud ingrata, y además, de paso, para hacer acopio de pastas y bizcochos, que solían ser los productos con que, a menudo, llegaban a casa el resto de las rezadoras. Siempre pensé que mi madre se encontraba mucho más a gusto con lo divino que con lo humano, porque a lo primero jamás se planteó cuestionarlo, mientras que las cosas terrenales, de vez en cuando, sí le daban que pensar, le procuraban angustias y, en demasiadas ocasiones, le obligaban a posicionarse. No deja de ser curioso que el mal se encuentre más cómodo en el seno del bien que entre la propia vileza.

La casa se inundaba con el rumor devoto que dejaban las beatas con su rezo. Era como un breve zumbido adormecedor que cruzaba el pasillo y pululaba por las estancias de nuestra pequeña casa, metiéndose por todos los recovecos, como una niebla de susurros. Normalmente era el momento en el que mi hermano y yo aprovechábamos para salir de casa e ir a jugar con los demás niños al río o a los descampados cercanos. Los chicos, por un lado, las niñas, por otro. Ellos jugaban a la pelota, organizaban dreas, carreras, jugaban a las canicas, a la peonza, a las chapas, cazaban pájaros… Nosotras saltábamos a la comba, jugábamos a rayuela, hacíamos de precoces mamás de bebés de carne dura de vinilo o lanzábamos la pelota contra la tapia de la iglesia: «Hombritos, coditos, cadera, rodilla, puntera, tacón de media suela, pimiento picante, pimiento morrón…». Cuando llegaba el verano nos bañábamos en las pozas del río, en el Fresnín, el Pocín, el Malpelo… A los más mayores les gustaba ir al Pocín, porque era más profundo y se podían tirar de cabeza desde una piedra grande. Eran momentos en los que conseguía, verdaderamente, despreocuparme.

Cuando mi hermano regresó de ver a la Chica del río, con el susto del tren olvidado ya, nos dispusimos a hacer juntos los deberes. Como yo era mayor que él, solía ayudarle. Antes de cenar mi madre nos mandó, como casi cada día, que fuésemos al Chigrín, que era como llamaban al bar en el que solía parar nuestro padre, para que le recordásemos que tenía casa. Nos gustaba ir allí porque escuchábamos las conversaciones de los mineros y, aunque la mayoría de las veces no las entendíamos, nos hacía sentir mayores. En el Chigrín olía a vino, a madera y a carbón. Muchos de los mineros sumergían sus quebrantos en las copas, una tras otra, tratando quizás de que el aturdimiento del alcohol los mitigara. Otros, en cambio, solteros y bien remunerados, únicamente bebían por hacer alarde, por derroche de dinero y fortaleza, para que la aparente lucidez que les daba el alcohol prevaleciese sobre la evocación constante de la oscuridad de las galerías en las que pasaban el resto del día. Mi hermano me contó que esa tarde, mientras esperábamos que nuestro padre consiguiera desasirse del mostrador, oyó a dos mineros hablar de la cárcel y cómo uno le decía al otro que casi habría preferido estar preso que allí abajo.

—Eran asturianos.

—¿Tú cómo lo sabes?

—Por el acento asturiano.

—¡Ah!

Al cabo del tiempo supe que a muchos presos políticos los sacaban de la cárcel y los llevaban a la mina para reducir pena y que la Guardia Civil estaba al cabo de cada paso que daban. Pagaban sus culpas a base de carbón y destierro.

Recuerdo con nitidez que aquel día tardamos mucho en llegar a casa, porque mi padre no podía andar muy de prisa, se ahogaba, se paraba y daba bocados al aire como queriendo atrapar un poco más para meterlo en sus pulmones. Era por eso por lo que ya no trabajaba en la mina y lo hacía en las oficinas de la empresa, porque allí abajo hay menos oxígeno y mi padre necesitaba mucho. Llegamos a casa, la cena estaba en la mesa, pero mi padre no cenó, se acostó sin dar las buenas noches. Mi madre nos regañó por haber tardado tanto, nos dio una bofetada a cada uno y nos dejó solos en el comedor, pasó un momento a ver a mi padre y salió refunfuñando en dirección a la cocina. Entre ruido de cacharros y platos la escuchábamos murmurar. Al día siguiente mi padre no fue a trabajar, lo supe porque su tos arañada nos acompañó, amortiguada por las puertas y los tabiques que separaban su cuarto del resto de la casa, mientras desayunábamos nuestro tazón de leche con Cola Cao y nuestra tostada con aceite y azúcar, antes de salir hacia el instituto.

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Autor: Juan Luis Cano. Título: Yo fui santa. Editorial: menoscuarto ediciones. Venta: Todostuslibros

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