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3 poemas de Manuel Adrián López

Manuel Adrián López es un poeta y narrador nacido en Morón, Cuba, en 1969, Ha publicado los libros: Yo, el arquero aquel (Editorial Velámenes, 2011), Room at the Top (Eriginal Books, 2013), Los poetas nunca pecan demasiado (Editorial Betania, 2013. Medalla de Oro en los Florida Book Awards 2013), El barro se subleva (Ediciones Baquiana, 2014), Temporada parasuicidios (Eriginal Books, 2015), Muestrario de un vidente (Proyecto Editorial La Chifurnia, 2016), Fragmentos de un deceso/El revés en el espejo, libro en conjunto con el poeta ecuatoriano David Sánchez Santillán para la colección Dos Alas (El Ángel Editor, 2017), El arte de perder/The Art of Losing (Eriginal Books, 2017), El hombre incompleto (Dos Orillas, 2017), Los días de Ellwood (Nueva York Poetry Press, 2018/2020), y Un juego que nadie ve (Ediciones Deslinde, 2019). Sus textos aparecen en antologías como Voces de América Latina Volumen II (Media Isla Ediciones, 2016), Antología Paralelo Cero 2017 (El Ángel Editor) o Escritores Salvajes (Hypermedia, 2019). Ha participado en festivales y eventos internacionales como la Miami Book Fair International, la XXXV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería en Ciudad México, el V Festival de Poesía de Lima en Perú, Poesía en Paralelo Cero 2017 en Ecuador, en la lectura bilingüe, Poetry of the Americas, en New York Public Library, Americas Poetry Festival New York 2017 o X Festival Internacional de Poesía en Puerto Rico. Presentamos una selección de poemas inéditos.

***

Niños apáticos

No éramos niños refugiados de la antigua Rusia.
Esto no sucedió en Suecia.
Nuestro mal era caribeño.
Sufríamos una enfermedad tropical
y lo único que recordábamos de los rusos
era su peste a grajo
y la carne enlatada que apareció
una temporada en la isla.

Éramos niños apáticos
hijos de padres gusanos.
Nos alimentábamos por las manos de la abuela.
Por las sondas corrían frijoles negros
a veces duro frio de mango
mermelada de guayaba
y dulce de leche.
No escuchábamos los discursos de seis o más horas.
no lo necesitábamos
inculcaban nuestros padres.

Éramos niños apáticos.
Huíamos de los tentáculos
de un pulpo verde olivo
y en cualquier momento
podía llegar la hora señalada.
Vestidos de miedo
esperábamos
pensando:
¿y si nos regresan?

Quisiera haber olvidado la travesía
el amargo del vomito
ese fuerte olor a orina
que luego me dejó queriendo sentirlo
en todo mi cuerpo
la primera vez que me bañe con otro hombre.

Y hemos seguido siendo niños apáticos
aparentemente despiertos
sin realmente pertenecer
de un lado
o del otro.

***

Síndrome de resignación

Te avisan los carniceros:
sin mirarte
sin tan siquiera tocarte un hombro
sin querer saber nada de tu pasado.
No revisan tu hoja clínica.
Tú currículo aquí no importa
ni los libros publicados
ni tus lecturas
ni tus anaqueles con la evidencia
expuesta.
Aquí solo cuenta que tipo de
seguro tienes.
Te preguntan:
¿Cómo está tu situación económica?

Guarda tus credenciales.
Ni te atrevas a mencionar de dónde vienes
invéntate otra nacionalidad
cambia el acento
visualízate sin ese pesar
que han creado “just for you”.
Cierra los ojos
ponte en coma tú mismo.
Deja de comer
y tragar
aunque te pongan delante
un vino verde.
Transpórtate a un lugar menos hostil.
No dejes ni una señal de tu paradero:
apaga el celular
cancela la suscripción de Netflix
antes de embarcar en ese letargo.
Letargo fabricado por los manipuladores
los que se la saben todo
los que hoy
son poetas por encargo
mañana editores
y si eso no le da
vuelven a la peluquería.
Serán shampoo girls
clavando sus uñas
en el cuero cabelludo
de clientas que solo leen
revistas del corazón.
Tus libros nadie ni tan siquiera los ojeará
mientras sigas despierto.
Con cada publicación tuya
en el solar cibernético
vas eliminando seguidores.
Una daga en sus pupilas.
Detestan tu libertad.
Esa manera tuya de hacer
sin tener que aparentar
causas y posiciones.
No eres porrista
y por eso serás juzgado.
Apúntate al plan:
una siesta infinita
duerme
hasta que pase el apocalipsis
y el amiguismo se evapore
y llegue la sequía
de culpar a los gringos
de su prepotencia
y de todos nuestros males
sin observarnos
sin ubicarnos debajo de la lupa
sin aceptar la maldad
que se escapa de las muelas cariadas
de los nuestros.

Has sido contaminado con la epidemia
te lo repiten los encargados.
No tienes edad
para el síndrome de resignación.
Eres un caso entre mil.
A tus cincuenta lo que te toca
son otros malestares.
Esto debe ser deficiencia de la niñez
la falta de leche
y vitaminas.
Todas controladas por el bestiario insular.
Revolucionarios que en sus palacios
visten de Adidas
y comen langostas de Maine.
Acaso no fue un mártir nuestro el que dijo:
“Los niños son la esperanza del mundo.”
Nadie recuerda tales palabras.
Los amos han manipulado
la cita celebre
y la memoria del poeta
a su antojo.

Si logras escapar a la pandemia
despertarás en una cama desconocida
sin almohadas con plumas de ganso
y a la par de niños ucranianos.
Bostezarás
estirándote
después
de tu prolongado caos
y no recordarás absolutamente
nada.

***

Un hombre ante un tribunal

Confieso estar inundado por ácido.
Un ácido que fluye envilecido
por mis caries
con residuos del verde
eneldo
y el coral quemado
del salmón.
Por la yema desgastada
de pinchazos diarios
para saber que tan alto o bajo
anda mi dulzor.
En los hombros y su peso
desproporcionado
resguardando la memoria
la mía
y la de otros ya idos.
No soy Robin Hood
ni tan siquiera Errol Flynn.
No llego a sus talones
ni a su belleza
ni a su masculinidad.
Tampoco soy tan bueno
hago lo que me nace
lo que me susurran al oído.
Soy instrumento de los ejércitos
de otro plano.
Lucho conmigo
contra mis deficiencias
con ese apabullante deseo
de ser acariciado por hombres.
Hombres sin rostros
ni apellidos.
Hombres negros o blancos
delgados y obesos.
No discrimino a la hora de
aceptarlos.
Ese minuto breve del roce
es lo único que logro recordar.
Batallo con el pie derecho
y su protuberancia huesuda
afilada espada
que corta zapatos
y dibuja arcos sangrientos
que no logro sentir.
Soy un cementerio de cicatrices
una tumba por cada herida
un mausoleo estrictamente
para el motor.
Un motor impaciente
queriendo superarse
y ser mejor.
Confieso que he dedicado mi obra
a señalar lo que me disgusta
lo que me da asco
lo que no cabe en mis pupilas.
Pupilas que lento se apagan
intermitentes
una chispa restante en la fogata.
Denuncio los excesos
la vileza de mujeres y hombres
que dicen ser mejor.
La ceguera de activistas
que no consideran a mi pueblo
cautivo
por un traidor y su familia
herederos de la Bacardí
dueños absolutos del caimán.
Me confieso.
Confieso que errado a veces
estuve.
Calciné con palabras
o miradas
a varios y varias
sanguijuelas.
También corrí lejos
de oportunistas
de hombres que buscaban
un salvavidas
de un par de exiliadas
queriendo engavetarme
a su antojo
mostrándome sus senos
y su perversidad.
Siempre volví
o volvieron
los que debían seguir caminando
a mi lado.
Los que nos daremos la mano
sudorosa y gélida
en la recta final.

He sido implacable.
He sido fiel e infiel.
He sido tonto a la ligera.

Se me ha hecho más fácil dar
que recibir
y de ahí parte esta frialdad
esta ventisca aplacada
esta conformidad aparente
este apagado pesar
en mi interior agrio.

Aquí estoy ante ustedes
jueces implacables
dispuesto
a que me descuarticen
pero no al olvido.

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