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5 cuentos rusos para un miércoles

Stalker, de Andrei Tarkovsky.

La literatura rusa se erigió, a lo largo del siglo XIX, como una de las grandes potencias universales de las letras. Lo hizo, claro, merced a novelistas del tamaño de Dostoyevski y Tólstoi; también gracias a la pericia dramática de Chéjov o a la mirada ensayística de Turguéniev. Sin embargo, su producción de cuentos no se quedó atrás, extendiéndose también a la primera mitad del siglo XX. 

Hoy, en Zenda, seleccionamos cinco cuentos representativos de un siglo inolvidable dentro de la literatura rusa.

La terrible venganza, un cuento de Nikolái Gógol

Un brujo espera, encerrado, la hora de su ejecución. La noche antes, sin embargo, busca la liberación a través de su hija Katerina, que resulta ser la esposa del hombre que lo mantiene encerrado. Nikolái Gógol triangula la venganza en un fabuloso juego de perspectivas.

***

En el oscuro sótano de la casa del amo Danilo, y bajo tres candados, yace el brujo, preso entre cadenas de hierro; más allá, a orillas del Dnieper, arde su diabólico castillo, y olas rojas como la sangre baten, lamiéndolas, sus viejas murallas. El brujo está encerrado en el profundo sótano no por delito de hechicería, ni por sus actos sacrílegos: todo ello que lo juzgue Dios. Él está preso por traición secreta, por ciertos convenios realizados con los enemigos de la tierra rusa y por vender el pueblo ucranio a los polacos y quemar iglesias ortodoxas.

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Anton Chéjov.

La muerte de un funcionario, un cuento de Anton Chéjov

Un alguacil estornuda, mientras asiste a la ópera, en dirección a la nuca de un anciano consejero de Estado. Sus vanos intentos por transmitirle sus disculpas lo sumen en un hondo estado de preocupación. En torno a este enredo absurdo teje su fantasía el maravilloso Anton Chéjov en La muerte de un funcionario.

***

El gallardo alguacil Iván Dmitrievitch Tcherviakof se hallaba en la segunda fila de butacas y veía a través de los gemelos Las Campanas de Corneville. Miraba y se sentía del todo feliz…, cuando, de repente… —en los cuentos ocurre muy a menudo el «de repente»; los autores tienen razón: la vida está llena de imprevistos—, de repente su cara se contrajo, guiñó los ojos, su respiración se detuvo…, apartó los gemelos de los ojos, bajó la cabeza y… ¡pchi!, estornudó. Como usted sabe, todo esto no está vedado a nadie en ningún lugar.

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Solo el azar logra el crimen perfecto, un cuento de Vladimir Nabokov

Madame Lacour fue asesinada en Arlés, al sur de Francia, a fines del siglo pasado. Un hombre desconocido con barba, que, según se conjeturó después, podría haber sido un amante secreto de la dama, se dirigió a ella en una calle atestada de gente, al poco tiempo de su casamiento con el coronel Lacour, y le dio tres puñaladas mortales en la espalda; mientras tanto, el coronel, una especie de pequeño bulldog, se colgaba del brazo del asesino. Por una coincidencia milagrosa, en el instante mismo en que el asesino se libraba de las mandíbulas del enfurecido esposo (mientras varios curiosos cerraban círculo en torno al grupo), a un italiano medio chiflado, que vivía en la casa más cercana al lugar donde se desarrollaba la escena, le estalló accidentalmente una bomba que estaba preparando, y al instante la calle se convirtió en un pandemónium de humo, ladrillos que volaban y gente que corría. La explosión no hirió a nadie (aunque puso fuera de combate al coronel Lacour), y el vengativo amante de la dama huyó entre la multitud, y vivió tranquilamente el resto de sus días.

Maksim Gorki.

Coloquio con la Vida, un cuento de Maksim Gorki

Estaban ante la Vida dos hombres, que eran otras tantas víctimas suyas.

—¿Qué quieren? —les preguntó. Uno de ellos contestó con voz lenta:

—Me rebelo ante la crueldad de tus contradicciones; mi espíritu se esfuerza en vano por penetrar el sentido de la existencia y mi alma está invadida por las tinieblas de la duda. Sin embargo, la razón me dice que el hombre es el ser más perfecto del mundo…

—¿Qué reclamas? —interrumpió impasible la Vida.

—Quiero la dicha… Y para poder realizarla, es preciso que concilies los dos principios opuestos que comparten mi alma, poniendo de apoyo mi “yo quiero” con tu “tú debes”.

—No tienes nada que desear sino aquello que debes hacer por mí —contestó la Vida con dureza.

—No, yo no puedo desear ser tu víctima. ¿Porque yo quisiera dominarte, estoy condenado a vivir bajo el yugo de tus leyes?

—Modera tu énfasis —le dijo el que estaba más cerca de la Vida. Pero sin fijarse en sus palabras, el otro prosiguió:

—Yo quiero tener el derecho de vivir en armonía con mis aspiraciones. No quiero ser hermano ni esclavo de mi prójimo por deber; seré su hermano o su esclavo a mi gusto, obedeciendo a mi voluntad. Yo no quiero que la sociedad disponga de mí como de una piedra inerte que ayuda a edificar las prisiones de su ventura. Soy hombre, soy alma, soy espíritu y debo ser libre.

—Espera —dijo la Vida con una sonrisa helada—. Has hablado lo bastante y ya sé todo lo que podrías añadir. ¡Pides tu libertad! ¿Por qué no la ganas? ¡Lucha conmigo! ¡Vénceme! Hazte mi señor, y yo seré tu esclava. No sabes con qué tranquilidad me someto siempre a los triunfadores. ¡Pero es necesario vencer! ¿Te sientes capaz de luchar conmigo para librarte de tu servidumbre? ¿Estás seguro del triunfo? ¿Confías en tu fuerza?

Y el hombre contestó:

—Me has arrastrado a un conflicto interior con mi propio yo; has afilado mi juicio, que, a la manera de una hoja mortífera, se hunde en lo más profundo de mi ser, aniquilándolo.

—Háblale con más valor, no te quejes —observó su compañero.

Pero el otro continuó:

—¡Ah, si la tiranía me concediese una tregua! Déjame gozar de la dicha.

La Vida volvió a sonreír con su sonrisa de hielo.

—Dime: al dirigirte a mí, ¿exiges o pides una gracia?

—Pido una gracia —contestó el hombre como un eco.

—Imploras como un mendigo de solemnidad; pero has de saber, pobre hombre, que la Vida no da limosnas. Has de saber que un ser libre no pide nada; se apodera por sí mismo de mis dones… Tú no eres más que el esclavo de mi voluntad. Solo es libre aquel que sabe renunciar a todos los deseos para dedicarse enteramente a conseguir el fin elegido. ¿Has comprendido? Márchate.

El hombre había comprendido y se tendió, como un perro dócil, a los pies de la Vida, para recoger humildemente las migajas de su festín.

Entonces las miradas de la Vida se dirigieron dulces hacia aquel que no había hablado aún y cuyas facciones estaban llenas de bondad.

—¿Qué pides?

—No pido nada; exijo…

—¿Qué exiges?

—¿Dónde está la justicia? Dámela. Más tarde sabré conseguirlo todo… Por el momento solo quiero la justicia. He esperado mucho tiempo con paciencia, con razones, sin el menor descanso. He esperado… pero llegó la hora. ¿Dónde está la justicia?…

—Tómatela —contestó la Vida impasible.

Leon Tolstói.

La muñeca de porcelana, un cuento de Leon Tolstói

Una carta escrita por Tolstoi seis meses después de su matrimonio a la hermana más joven de su esposa, la Natacha de Guerra y Paz. En las primeras líneas, la letra es de su mujer, en el resto la suya propia.

21 de marzo de 1863

¿Por qué te has vuelto tan fría, Tania? Ya no me escribes, y me gusta tanto saber de ti… Aún no has contestado a la alocada carta de Levochka (Tolstoi), de la que no entendí una palabra.

23 de marzo

Aquí ella empezó a escribir y de pronto dejó de hacerlo, porque no pudo seguir. ¿Sabes por qué, querida Tania? Le ha ocurrido algo extraordinario, aunque no tanto como a mí. Como ya sabes, al igual que el resto de nosotros, siempre estuvo constituida de carne y hueso, con todas las ventajas y desventajas inherentes a esta condición: respiraba, era tibia y a veces caliente, se sonaba la nariz (¡y de qué modo!) y, lo más importante, tenía control sobre sus extremidades, las cuales —brazos y piernas— podían asumir diferentes posiciones. En una palabra, su cuerpo era como el de cualquiera de nosotros. De pronto, el día 21 de marzo, a las diez de la noche, nos sucedió algo extraordinario a ella y a mí. ¡Tania! Sé que siempre la has querido (no sé qué sentimiento despertará ahora en ti), sé que sientes un afectuoso interés por mí y conozco tu razonable y sano punto de vista sobre los hechos importantes de la vida; además, amas a tus padres (por favor, prepáralos e infórmales de lo sucedido), es por esto que te escribo, para contarte cómo ocurrió.

Aquel día me levanté temprano, paseé mucho rato a pie y a caballo. Almorzamos y comimos juntos, después leímos (aún podía hacerlo) y yo me sentía tranquilo y feliz. A las diez le di las buenas noches a la tía (Sonia estaba como siempre y me dijo que pronto se reuniría conmigo) y me fui a la cama. A través de mi sueño la oí abrir la puerta, respirar mientras se desvestía, salir de detrás del biombo y acercarse a la cama. Abrí los ojos y vi —no a la Sonia que tú y yo conocíamos—, ¡sino a una Sonia de porcelana! Hecha de esa misma porcelana que provocó una discusión entre tus padres. Ya sabes, una de esas muñecas con desnudos hombros fríos y cuello y brazos inclinados hacia adelante, pero hechos con el mismo material que el cuerpo. Tienen el cabello pintado de negro y arreglado en largas ondas con la pintura que desaparece en la parte superior, protuberantes ojos de porcelana que son demasiado grandes y que también están pintados de negro en los bordes. Los rígidos pliegues de porcelana de sus faldas forman una sola pieza junto con el resto. ¡Y Sonia era así! Le toqué el brazo; era suave, agradable al tacto y de fría porcelana. Pensé que estaba dormido y me pellizqué, pero ella no cambió y se mantuvo inmóvil frente a mí.

Le dije:

—¿Eres de porcelana?

Y sin abrir la boca (que permaneció como estaba con sus labios curvos pintados de rojo brillante), replicó:

—Sí, soy de porcelana.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Miré sus piernas: también eran de porcelana y (ya puedes imaginarte mi horror) estaban fijas en un pedestal de la misma materia, que representaba el suelo y estaba pintado de verde para simular un prado. Cerca de su pierna izquierda, un poco más arriba, detrás de la rodilla, había una columna de porcelana, pintada de marrón, que probablemente pretendía ser el tronco de un árbol. También formaba parte de la misma pieza que la contenía a ella. Comprendí que sin ese apoyo no podría permanecer erguida y me puse muy triste; tú, que la querías tanto, ya te puedes imaginar mi pena. No podía creer lo que estaba viendo y empecé a llamarla. Le era imposible moverse sin el tronco y su base; giró un poco (junto con la base) para inclinarse hacia mí. Pude oír el pedestal batiendo contra el suelo. Volví a tocarla, era suave, agradable al tacto y de fría porcelana. Traté de levantarle la mano, pero no pude; traté de pasar un dedo, siquiera la uña entre su codo y su cadera, pero no lo logré. El obstáculo lo formaba la misma masa de porcelana, esa materia con la que en Auerbach hacen las salseras. Empecé a examinar su camisa, formaba parte del cuerpo, tanto arriba como abajo. La miré desde más cerca y vi que tenía una punta rota y que se había puesto marrón. La pintura en la parte superior de la cabeza había caído y se veía una manchita blanca. También había saltado un poco de pintura de un labio y uno de los hombres mostraba una pequeña raspadura. Pero estaba todo tan bien hecho, tan natural, que aún seguía siendo nuestra Sonia. La camisa era la que yo le conocía, con encajes; llevaba el pelo recogido en un moño, pero de porcelana y sus manos delicadas y grandes ojos, al igual que los labios, eran los mismos, pero de porcelana. El hoyuelo en su barbilla y los pequeños huesos salientes bajo sus hombros estaban allí también, pero de porcelana. Sentía una terrible confusión y no sabía qué decir ni qué pensar. Ella me habría ayudado gustosa, pero, ¿qué podía hacer una criatura de porcelana? Los ojos entornados, las cejas y las pestañas, a cierta distancia, parecían llenos de vida. No me miraba a mí, sino a la cama. Quería acostarse y daba vueltas en su pedestal continuamente. Casi perdí el control de mis nervios; la levanté y traté de llevarla hasta el lecho. Mis dedos no dejaron huella en su frío cuerpo de porcelana y lo que me dejó más sorprendido es que era ligera como una pluma. De repente, pareció encogerse y volverse muy pequeña, más diminuta que la palma de mi mano, aunque su aspecto no varió. Tomé una almohada y la puse en un extremo, hice un hueco en el otro con mi puño y la coloqué allí, para luego doblar su gorro de dormir en cuatro y cubrirla hasta la cabeza con él. Continuó inmóvil. Apagué la vela y súbitamente oí su voz desde la almohada:

—Leva, ¿por qué me he vuelto de porcelana?

No supe qué contestar, y ella repitió:

—¿Cambiará algo entre nosotros el que yo sea de porcelana?

No quise apenarla y respondí que no. Volví a tocarla en la oscuridad; estaba quieta como antes, fría y de porcelana. Su estómago seguía siendo el mismo que en vida, sobresalía un poco, hecho poco natural para una muñeca de porcelana. Entonces experimenté un extraño sentimiento. Me pareció agradable que hubiese adquirido aquel estado y ya no me sentí sorprendido. Ahora todo resultaba natural. La levanté, me la pasé de una mano a la otra para abrigarla bajo mi cabeza. Le gustó. Nos dormimos. Por la mañana me levanté y salí sin mirarla. Todo lo sucedido el día anterior me parecía demasiado terrible. Cuando regresé a la hora de comer, había recuperado su estado normal, pero no le recordé su transformación, temiendo apenarlas a ella y a la tía. Sólo te lo he contado a ti. Creí que todo había pasado, pero cada día, al quedarnos solos, ocurre lo mismo. De pronto se convierte en un minúsculo ser de porcelana. En presencia de los demás continúa igual que antes. No se siente abatida por ello, ni tampoco yo. Por extraño que pueda parecerte, confieso con franqueza que me alegro, y aun pese a su condición de porcelana, somos muy felices.

Te escribo todo esto, querida Tania, para que prepares a sus padres para la noticia y para que papá investigue con los médicos el significado de esta transformación y si no puede ser perjudicial para el niño que esperamos. Ahora estamos solos, está sentada bajo mi corbata de lazo y siento cómo su nariz puntiaguda me rasca el cuello. Ayer la dejé sola en una habitación y al entrar vi que «Dora», nuestra perrita, la había arrastrado hasta una esquina y jugaba con ella. Estuvo a punto de romperla. Le pegué a «Dora», metí a Sonia en el bolsillo de mi chaleco y la conduje a mi estudio. Ahora estoy esperando de Tula una cajita de madera que he encargado, cubierta de tafilete en el exterior y con el interior forrado de terciopelo frambuesa, con un espacio arreglado para que pueda ser llevada con los codos, cabeza y espalda dispuestos de tal modo que no pueda romperse. La cubriré también totalmente de gamuza.

Estaba escribiendo esta carta cuando ha ocurrido una terrible desgracia. Ella estaba sobre la mesa cuando Natalia Petrovna la ha empujado al pasar. Ha caído al suelo y se ha roto una pierna por encima de la rodilla, y el tronco. Alex dice que puede arreglarse con un pegamento a base de clara de huevo. Si tal receta se conoce en Moscú, envíamela, por favor.

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Julia
2 años hace

Hola! muy interesante la página! soy de Argentina, tambien escribo cuentos sencillos, breves en mi blog personal https://cuentos77103042.wordpress.com. Ojalá puedan visitarlo.
Seguiré leyendo este sitio. Me gustó mucho.
Saludos!