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5 poemas de «La llama inversa», de Beatriz Russo

5 poemas de «La llama inversa», de Beatriz Russo

A cualquier libro de poesía, salvo tal vez, y siendo generosos, a Rilke, podría objetársele al menos una palabra, una coma, una pausa o una transición. Eso es lo que podría pensar cualquier buen lector, al menos hasta que en sus manos cayera este increíble La llama inversa, de Beatriz Russo, publicado en la colección Rayo Azul Poesía de Huerga y Fierro.

Es difícil encontrar en estos tiempos convulsos (tan propicios al grito, a la estridencia y al efectismo) una pluma tan afinada y una voz tan equilibrada y elegante como la de Russo. Todas las piezas pulidas y ensambladas con una endiablada exquisitez, los períodos trabajados aisladamente como aforismos perfectos, confieren a cada poema en prosa visto globalmente la apariencia de un lingote preciado y precioso. En realidad, hablar de prosa por un hecho tan circunstancial como que todas las líneas tengan la misma longitud es faltar a la verdad, porque cada uno de estos lingotes llamean con una cadencia poética subterránea que Russo navega con maestría. El reto consistirá, podemos asegurarlo, en dejar de leerlo, porque tras la lectura de un poema vendrá una segunda lectura, y una tercera, fascinados por la llama que flamea ante nuestros ojos y que es siempre la misma y siempre diferente.
Contrariamente a lo que sugieren conceptos como equilibrio o perfección, los poemas resultantes no caen en la lánguida monotonía de otros que aspiraron a ella. Russo conserva la fuerza que surge del fragor de la batalla entre el verbo y el silencio, que emana de sus lecturas y resplandece al incendiar de intuición poética lo que parecían simples recuerdos. «[…] Decimos para dejar de ser. Y ahí es donde nos confundimos al lidiar cara a cara con el ruido». Y Beatriz Russo dice, obediente, porque como ella misma sentencia «nada puede la rebeldía contra los espíritus de la creación». (Óscar Ayala).

POEMAS

Yo me crié en una urbanización cercada. Al otro lado de la fortaleza los niños de las casas bajas nos arrojaban piedras. Desde mi balcón podía ver cómo iban creciendo los lares de la trashumancia. Hombres armados con palas y espátulas delimitaban a pulso el esqueleto de un edificio sin resistencia. Aquel sonido metálico y pétreo intercalándose en el canto nocturno de los grillos. Tenores del do de yeso al compás de su orquesta de ladrillos oxidados. Niños entorpeciendo la febril mudanza en su umbral de arena y polvo. Así nuestra muralla se hizo hogar entre los hombres. Hermoso destino el de la piedra; habitar en las cocinas, las alcobas y los salones para ser guardián de la familia y no servir de muro divisorio, parapeto de pedradas y meadas de perros.

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Rostros mirando al cielo como pichones de puntillas reclamando su alimento. Era la hora de la merienda bajo los balcones. Toque de queda en las aceras, reposo en los jardines que anhelan respirar su hierba. El coro de madres asomado a la terraza medía la trayectoria de los panes. Nuestras manos se aferraban a un nido improvisado; faldas extendidas como nubes levitando sobre los suelos. Las barandillas se cubrían de bolsas de plástico, simulando un silencio de gorriones en los postes de la luz. Después surtía efecto el embrujo de las luces vespertinas, y se iniciaba el vuelo de palomas mensajeras descendiendo la fachada, cayendo precipitadas como el sutil despojo de las túnicas venideras. Breve era el vuelo del pan y sus delirios. Veloz el primer mordisco de crema de avellanas. Inmortal aquel paisaje cubierto de pájaros, parvada luminosa de instantáneas que habrán de recomponer el trino de los cielos.

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A Julio Aler, in memoriam

Marcharse de este mundo es el acto más humano. Desprenderse de todo aquello que puede alienarse de nuestro cuerpo, de todo lo ilegítimo, y regresar a la tierra desnudo, con la máscara hecha pedazos. Pero tú apenas te encontrabas en la mitad del pacto. ¿Bajo qué estandarte juraste entonces tu desdicha?, ¿por qué camino de lava transitaste para clavarte de rodillas frente a la última puerta? Seductor incólume ante las parcas, no aguardaste tan siquiera al instante vital de nuestro olvido. Ni mi abrazo te sirvió para creer en la dúctil mansedumbre de las mareas. Te esfumaste en una llamada a media noche, en el silencio de fondo de un auricular sumergido bajo el agua. ¿Y mi amor? Si acaso lo hubieras sentido como una víscera, ¿en qué lugar y de qué modo habrías burlado la aduana de la muerte para llevarlo contigo? Aquí, en este lugar incómodo para la dicha, aún permanece el tuyo, indemne, entre los despojos de todos los fantasmas derrotados.

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Dicen que el corazón perece con su último latido, pero en mí late inerte y desvencijado. Aun así intento reavivarlo en un acto de compasión y me sumo al furor de las bestias sementales. Los cuerpos se entregan al esperpento de las muecas. Estertores de onomatopeyas e intercambio de fluidos que anteceden a la herida. Piernas y brazos enredándose anárquicos y solitarios sobre un territorio que se perderá tras la conquista. Las sombras grotescas se proyectan sobre las sábanas exhibiendo su histrionismo con el gesto de los amantes consensuados. «El amor es cosa de los otros», pienso, y me resigno mientras improviso la coreografía del deseo. La alquimia de los flujos disolviéndose en su frágil lecho de ensayo; el ácido corrosivo sobre la piel que aún desconoce el deterioro postergado de su pátina. La opacidad vendrá después, o su impermeabilidad. Enarbola entonces su bandera el coito victorioso. Otras veces, sin embargo, tan solo es fingimiento exhausto o el anhelo de un abrazo de consolación.

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Quedarse en el brote de la rosa y no alcanzar siquiera su lenta podredumbre. Abortar el despliegue de sus hojas y rendirse antes de que el aroma nos colme con su esplendor perfecto. Pero así como el amor comienza desde la tierra, con su sabor de barro y de simiente, así ha de surgir todo aquello que se erige tras su oscuridad remota. Salir de las comisuras de lo subterráneo y florecer en la aridez yerma de los campos abandonados. Sobrevivir al imprevisto de la creación fortuita con todas las espinas clavadas hacia adentro, como dudas y misterios que penetran en la piel de nuestras manos y escuecen la herida necesaria. Solo así sabremos el milagro de la rosa frente a la maleza inerme y su ensoñación baldía.

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Beatriz Russo, poeta y narradora maladreña, es licenciada en filología hispánica (lingüística) y magíster de E.L.E. Ha publicado los libros de poesía, En la salud y en la enfermedad, 2004; La prisión delicada, 2007; Aprendizaje, 2010; Universos paralelos, 2010; Los huecos de la lluvia, 2010;  Nocturno insecto, 2014; Perfil anónimo, 2017 y Naobá y los pájaros, 2018. Como narradora ha escrito tres novelas a la espera de publicación. Su obra es difundida constantemente en diversas publicaciones literarias impresas y online, y en universidades y festivales internacionales de poesía.

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Autor: Beatriz Russo. Título: La llama inversa. Editorial: Huerga y Fierro (Rayo azul). Venta: Todostuslibros y Amazon

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