Enferma, mayor y aún más sola, Patricia Highsmith escribió su última novela, Small g: Un idilio de verano, como si quisiera hacer las paces con el mundo desde Tegna, una apartada población que no llega a los mil habitantes de la Suiza italiana, pero dejando claro algunos de sus rasgos más reconocibles: la homosexualidad —sobre todo femenina—, el mal —hay un asesinato y una grave agresión—, esa extraña dualidad —de obra y comportamiento—, el desenfado… y, por primera vez, el fantasma del sida.
Small g: Un idilio de verano se publicó en 1995, póstumamente, el mismo año en que falleció (y el mismo en que llegó a España vía Anagrama en notable traducción de Elsa Mateo). No suele citarse entre sus mejores títulos; qué más da, no hace falta: ¿es ella? Sí; ¿está su mundo? También; ¿se lee con pasión? A ratos.
El azar me puso delante la novela en la reciente Feria del Libro de Ocasión de Recoletos: ni una duda. Juan Bonilla suele decir que siempre te arrepientes del libro que no compras, así que cómo no dejarte llevar por una narración donde en la segunda página ocurre un asesinato y muy pronto aparecen un cartero retirado tuerto —“veo el mundo con un optimismo único”— y una mujer con un pie deforme que fuma a través de una boquilla larga y negra.
Doña Patricia vivía y fumaba (siempre Galoise y a todas horas) y tosía en una casa en forma de U de una sola planta en el cantón del Ticino que ella misma proyectó junto a un arquitecto. Allí la conoció la española Elena Gonsálvez Blanco, entonces una veinteañera estudiante de Filosofía en la Complutense, tal y como confesó en un artículo en El País el pasado 2 de febrero. “¡Odio a Hemingway!”, exclamó, casi a modo de presentación, la escritora. Por entonces, otoño de 1994, Highsmith corregía precisamente Small g, alguna de cuyas páginas Elena Gonsálvez enviaba “una y otra vez” con correcciones a una editorial.
Huraña y tacaña en lo cotidiano (también dejó tres millones en su testamento para la colonia de escritores Yaddo donde tecleó parte de su primer libro, Extraños en un tren), anémica, con varias capas de ropa y obsesionada en su quehacer, la autora de Carol y Mar de fondo era tan arisca, o rara, que no dejaba que la madrileña hablara por teléfono con su novio… como Renate, quien en Small g regenta un taller de costura en Aussersihl, un barrio de Zúrich: una anciana solitaria, resentida e intolerante hacia la comunidad gay que lleva por la calle de la amargura a Luisa, enamorada de un joven homosexual y que huyó de su padrastro por abusos sexuales. ¿Está Renate enamorada de Luisa? ¿Lo estuvo Patricia Highsmith de Elena Gonsálvez?
Qué lástima, la última anotación de los diarios de Highsmith (que se encontraron, ya fallecida, junto a unos cuadernos personales —más reflexivos— en un armario para la ropa blanca; en total, 56 cuadernos —autorizados— que reúnen casi ocho mil páginas), la última nota de los diarios, decíamos, es de 1993. Apenas escribió dos ese año y no hay rastro alguno sobre Small g, así que hemos de conformarnos con sus peculiares apuntes finales del 6 de febrero de aquel año: “Hay monjes —¿los cartujos?— que duermen en su ataúd, por lo visto como preparación de su muerte, pensando en ella con frecuencia noche y día. ¡Yo prefiero el elemento sorpresa! Uno sigue con su vida como siempre, entonces la muerte llega quizá de súbito, quizá por medio de una enfermedad de dos semanas. En este sentido, la muerte es más como la vida, impredecible”.
No le ocurrió exactamente así porque la escritora falleció en un hospital de Locarno “de dos enfermedades simultáneas y contradictorias”, según la muy documentada biografía en Circe de Joan Schenkar. Su médula ósea no producía la hemoglobina que su sangre necesitaba y un pulmón alojaba diminutos tumores que no podían ser derrotados por quimioterapia o radioterapia porque atacaban su maltrecha médula. Schenkar ve en esta paradoja uno de los rasgos más relevantes de Patricia Highsmith “hecho realidad: el álter ego, el gemelo malvado, la guerra civil interna”. Y agrega un fragmento de Extraños en un tren: “Existe una persona que es exactamente tu contrario, igual que una parte invisible de ti mismo, en algún lugar del mundo, y al acecho”.
La acogida de Small g fue desigual. Su último editor estadounidense, Gary Fisketjon, que trabajaba para el prestigiosa sello Knopf, lo rechazó por ser “muy, muy flojo. Torpe y poco cuidado”. La opinión de Patrice Hoffman, de la editorial francesa Calmann-Lévy, no es muy diferente: “Nos quedamos bastante decepcionados. Tenía una ambiance bizarre como la atmósfera de sus mejores libros. Eso sí lo consiguió, pero nada más […]. Seguía teniendo sus personajes atormentados, pero…”. No hay, cierto, un ocho mil en sus páginas, sí unas colinas sinuosas, tranquilas, por momentos inquietantes. Un suave oleaje.
Sin embargo, al mes de morir Patricia Highsmith, se vendieron 50.000 ejemplares de la novela en Francia y “recibió unas críticas increíbles; debieron de salir unos cincuenta artículos y no hubo ni uno solo que fuera negativo”, apostilló, también, Patrice Hoffman, según recoge el ensayo de Joan Schenkar.
El día del funeral, 11 de marzo de 1995, fue frío pero despejado. No acudió ninguna amante ni ningún familiar. La pequeña iglesia católica de Tegna estaba llena. Sí estuvieron numerosos editores de su obra, entre ellos Jorge Herralde. Junto al programa del acto, todos pudieron llevarse un ejemplar en inglés de Small g: Un idilio de verano gracias a la delicadeza de Liz Calder, su editora de Bloomsbury.
El crítico literario Peter Ruedi leyó en la ceremonia unas palabras de Walter Benjamin sobre ciertos personajes de Robert Walser que pueden asociarse a algunos de Patricia Highsmith: “Vienen de la noche, de allá donde es más oscura, de una noche veneciana, si se quiere, iluminada por débiles farolillos de esperanza, con un pequeño brillo de alegría en los ojos, pero turbados y tristes hasta el llanto”.


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