Foto: © Marvin Ruppert
Albert Serra es el responsable de la adaptación cinematográfica más original del Quijote, admirada por el cervantista Francisco Rico o el crítico Miguel Marías. Aunque estudió literatura, su carrera en el cine lo ha llevado a ser considerado uno de los mejores directores europeos contemporáneos. Fiel a la idea de performance, nunca hace ensayos ni segundas tomas. Es de los poquísimos españoles seleccionados y premiados en los festivales de Cannes o Locarno. Las manifestaciones convocadas en la puerta del cine mientras se proyectaba su última película, Tardes de soledad, no impidieron que ganase la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián. Su próximo proyecto está protagonizado por F. Murray Abraham y Riley Keough, la nieta de Elvis.
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—Eres licenciado en Filología Hispánica. En tu libro Un brindis por San Martiriano explicabas que no ibas a mucho a clase, pero tengo curiosidad por saber un poco sobre esa etapa de formación universitaria. Si te sirvió para descubrir autores, si leías cosas por tu cuenta…
—Algunos profesores seguían esa línea de atención formalista a las cualidades de ciertas obras. Alguno tuvo una pequeña influencia, pero no para descubrir nada que no estuviera ya en mi radar o que no estuviese indagando por mi cuenta. Pero bueno, sí quizá para solidificar una visión más purista de la literatura. Que ya la tenía yo, porque cuando vienes de las vanguardias automáticamente te enfocas en la utilización del lenguaje. Como cuando te interesa la poesía. Nunca tuve ningún interés por “el tema”, a pesar de que todas las novelas se escriben con temas, pero ya me entiendes lo que quiero decir. Si algo hubo, fue esta consolidación. Terminé los cuatro años de Filología Hispánica y luego hice segundo ciclo de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. En aquella época se hacía de esta manera. Eran dos años y se podía acceder directamente si habías cursado dos años de Filología Hispánica, pero cuando estudié esto no estaba instaurada todavía esa licenciatura. Y después hice el primer ciclo de dos años de Historia del Arte. Para esperar un poco a saber qué hacer…
—En esa época querías ser escritor, ¿no?
—Tenía en el máximo altar todo lo relacionado con la literatura y rondaba por mi cabeza cualquier forma de vida artística. Sí, un escritor como algo ideal. Piensa que soy lector de Proust desde muy joven. He leído casi tres veces En busca del tiempo perdido. La tercera en francés, no completa pero casi. Ahí está el tema de la formación del escritor o del artista en general. No solo con el narrador, sino con otros personajes. Nunca me vi haciendo nada que no estuviese relacionado con el arte. Nunca me planteé un futuro académico, ni hice la tesis, ni tenía interés en hacer aquello que tenías que hacer para ser profesor, ni nada. Hubo una total determinación, fueran cuales fueran las condiciones o necesidades… No había redes sociales y tú te guiabas por lo que aparecía en los periódicos. La gente era famosa porque salía en los periódicos; si salías ahí quería decir que habías hecho algo. Surgía un deseo de imitación de gente más o menos contrastada, no como sucede ahora con las redes sociales. Era gente relativamente relevante, con los errores que pudiera haber. Es también un deseo de ascensión social, en el sentido noble, y este concepto de ascensión ha desaparecido, porque todo va demasiado rápido. No tiene sentido esta idea de progreso. Y cuando vienes de las vanguardias, ya no es solo cómo ganarte la vida, sino cómo hay que vivir.
—O sea, una cuestión de personalidad y de actitud.
—Esto me impresionó de Annie Le Brun, una escritora francesa que me gusta mucho, especialista en Sade y que formó parte del núcleo surrealista en la última etapa de los sesenta, todavía con Breton. En esa época estaba el estructuralismo, la nouvelle vague, las vanguardias, el beat generation, todo tipo de experimentación. Y ella decía: “Solo el surrealismo nos intentaba enseñar cómo vivir”. Ni el estructuralismo ni la nouvelle vague se planteaban esta cuestión. El surrealismo llevaba dentro esta utopía de cambiar la vida. Era un camino, un deseo.
—En realidad, tu cine ha estado marcado por ese interés en la literatura desde tu primera película de ficción, Honor de caballería. Empezaste en esto con una versión libre del Quijote.
—Sí. Realmente, la influencia de la literatura fue por esta aproximación formalista que te explicaba al principio y que está muy ligada a las imágenes y a muchas lecturas de grandes autores y críticos formalistas de arte. El que más me influyó fue Roberto Longhi, pero también todo lo que viene antes: Wölfflin, Hildebrand o los grandes teóricos del formalismo y la crítica de arte. Porque luego están identificando y hablando de imágenes. Y cuando empecé a hacer cine, en el trabajo de montaje había mucho de esto. Creó una impronta muy poderosa, una manera de pensar las imágenes y de analizarlas, de estar con ellas en el mundo artístico. Muy diferente a lo que haría cualquier director de cine, donde todo está atravesado por la historia o por los personajes o tonterías de este tipo. Claro, esto aplicado al cine es más complejo, son muchas imágenes.
—Te centraste en las transiciones entre las aventuras y no en las propias aventuras. El espectador descubre lo que sucedería antes y después de cada capítulo, observando esos momentos de descanso e intimidad de don Quijote y Sancho.
—No aparecen aventuras, solo en algún retazo, en algún fragmento de diálogo… Entonces, sí, era un poco la idea. En realidad, ¿qué estás adaptando cuando adaptas una ficción? Porque no estamos hablando de una realidad. Estamos hablando de un libro de ficción donde todo puede tener mucha más apertura de la que tiene.
—Todavía sigue muy extendida la creencia de que una buena adaptación es sinónimo de una buena película, cuando no tiene nada que ver.
—Nada que ver. El respeto que infunden las grandes obras puede ser tan opresor que acaba uno haciendo cosas académicas. Por eso estaba orientada totalmente aparte del libro y aparte de la literatura como tal. La influencia, a no ser que sea de la actitud…
—A pesar de que Honor de caballería tenga valor cinematográfico y no como adaptación, el escritor Pere Gimferrer defendió en el ensayo Cine y literatura que era una película “del todo cervantina”.
—Depende… Buscaba una narración, la manera de narrar, de crear imágenes para narrar con imágenes. La exposición de una narración, no tanto la narración de los hechos.

Honor de caballería (2006)
—¿Y qué otra obra literaria adaptarías a tu manera? Igual que hiciste con el Quijote. Alguna que nunca se haya puesto en imágenes, o se haya hecho de una manera que no te guste.
—No se ha hecho porque necesitas un tipo de actores y una manera de hacer bastante especial. Con una fidelidad en el espíritu y también en la letra serían las memorias de Casanova. Inspiran un tipo de imagen, de actor y de locura que roza lo subversivo todo el rato, lo espontáneo. Esa constante entre anécdota y categoría siempre me ha fascinado y se da mucho en Casanova. Grandes pensamientos, grandes ideas, que están al lado de lo más grotesco. Por la propia psicología del personaje y su manera de enfrentarse a la vida. Tiene una energía muy cinematográfica. Todo surge de la vida misma, de las cosas más inesperadas.
—Entonces, ¿qué dirías que te ha aportado la literatura o la lingüística a la hora de ser director de cine?
—Un crítico me calificó de “filólogo de las imágenes”. Me aportó dos cosas. Una, que los escritores son gente incorruptible. Es raro ver escritores, incluso hoy en día, que sean muy serios y vayan haciendo libros malos por dinero. Es inexistente este concepto, yo diría. Si eres malo, eres malo; si eres bueno, eres bueno. Esto fue muy importante como formación, quien haya tenido estos maestros no puede ir mal por la vida. Y otra, lo formalista. Este análisis riguroso de las imágenes, entender cuál es el sentido de cada imagen y cuáles son sus fortalezas y debilidades. Ver las imágenes como si fueran un poema, que no tengan un sentido unívoco. El lenguaje de imágenes coge fuerza con esta ambigüedad intrínseca de toda imagen, y realmente lo desarrolla como la poesía. Las palabras en poesía no quieren decir lo que dicen normalmente; no está en ninguna acepción del diccionario lo que quieren decir. Entonces, las imágenes pueden llegar a crear atmósferas de este tipo. Lo que aparentemente están diciendo no lo están diciendo.
—Los diálogos en tu cine no son funcionales ni pretenden explicar nada, casi siempre tienen un carácter poético y expresivo.
—Eso es muy importante. A partir de Historia de mi muerte, los diálogos han adquirido una dimensión entre poética, abstracta, atmosférica… de crear imágenes que no existen, incluso. Es un poder de la palabra en el cine muy poco trabajado: que una palabra pueda crear una imagen en la mente del espectador que en el recuerdo acabe siendo igual de fuerte que imágenes que realmente ha visto y que la película contenía. Hay un momento absolutamente magistral de Jean-Pierre Melville, en el que hablaba con un amigo suyo de la película The Magnificent Ambersons, de Orson Welles. Le comenta una escena muy bonita donde los actores bailan delante de unos campos de algodón. Y el otro le dice: “¿Pero qué campos de algodón, de qué hablas? Si la he visto recientemente y no me acuerdo”. Y él insistía en que sí, en que era la escena más bonita de la película. Se quedaron un poco estupefactos. Melville volvió a ver la película al cabo de unos años y, efectivamente, se dio cuenta de que no había ninguna escena de ningún campo de algodón. Simplemente en una de ellas estaban bailando dentro de un salón, pero hablaban de unos campos de algodón y él los había imaginado de fondo.
—Qué maravilla.
—Y este poder de la palabra en el cine es algo totalmente infravalorado, porque todo viene del teatro o de la novela del XIX, con la obsesión de lo que tiene que ser el cine y el uso de los diálogos. Es muy pobre y muy académico. Las cosas pueden tener un tipo de revelación diferente. Los diálogos de mis películas han ido a más por esta retórica imposible, porque generan una poesía visual extraña, muy visionaria, que logra crear atmósferas nunca vistas antes. La manera en que lo hacen los actores es muy importante, no nos engañemos.
—En cualquier caso, con todas las posibilidades que ofrece el cine y tras veinte años dirigiendo películas, ¿sigues considerando la literatura un arte superior al cine?
—Sí, por el tipo de esfuerzo intelectual que requiere. Evidentemente, el cine también requiere un tipo de energía, de inteligencia o de práctica que no está al alcance de mucha gente. Tienes que tener en cuenta a muchas personas, hay algo de organización, de psicología, de cómo esta psicología acaba influyendo en las imágenes… en las pelis avanzadas, ¿eh? En las otras la gente trabaja académicamente y ya está. Pero tanto como el esfuerzo intelectual en una sola mente, de un solo autor, de generar un contenido de tal complejidad y tal dimensión… Esto solo está en la literatura. Los más inteligentes que existieron en la historia de la humanidad eran todos literatos. Goethe, Proust, Stendhal. Seguro que han sido las personas más inteligentes de la historia.
—En el proyecto Los nombres de Cristo partiste de textos de Fray Luis de León. ¿Podría haber una fijación especial por el Siglo de Oro español, o es una época como otra cualquiera en la que inspirarte?
—Exacto. De hecho, solo me interesaba por los títulos de los capítulos y por las esculturas de Valladolid, pero por el resto… era un punto de partida como cualquier otro. La gente quiere buscar influencia concreta en la literatura, “temas”, pero es que sinceramente, los temas… ni en esta, ni en Historia de mi muerte. Ahí sí que hay motivos, digamos que motivos se podrían encontrar siempre, pero ir más allá de que una obra pueda tener algún motivo que aparezca por allí, o que un título se parezca… Tengo respeto por esto, pero tampoco hago un estudio de la obra. A veces ni siquiera la leo. Hice una película sobre Drácula, y nunca he leído el libro ni me ha interesado lo más mínimo.
—¿No?
—No. Es que no me gustan las cosas de género ni fantásticas, me aburren.
—¿Qué escritores españoles te gustan? No importa el siglo.
—Hombre, Cervantes. No solo el Quijote, también Los trabajos de Persiles y Sigismunda, por ejemplo. El Quijote no tiene parangón, es una cosa tan osada y al mismo tiempo tan auténtica y tan española. Después, en el siglo XX los poetas son inmensos, de primera mitad e incluso algunos de segunda mitad. Pero, evidentemente, todo lo que es la poesía o la prosa del Siglo de Oro… es acojonante a nivel lingüístico y a muchos otros niveles. Es de una complejidad muy elevada. Yo qué sé, Góngora, San Juan de la Cruz, todas estas cosas son de una pureza extrema y son increíbles. También la poesía de Fray Luis o Garcilaso. Gente con mucho talento en la poesía del sur de España, en la zona más meridional. Me interesó la primera mitad del siglo XX por el ambiente, toda esa literatura periodística que tiene mucha gracia. Y la poesía hispanoamericana es lo máximo, son los más grandes. César Vallejo…
—Son todos inmensos.
—Es que todo lo experimental español tiene una entidad… porque no es nada especulativo, ¿sabes? No hablemos de toda la poesía de la primera parte del siglo XX, cualquier cosa de Lorca, de Aleixandre, los libros canónicos de Alberti. Es como vanguardista y tiene una evidente reflexión formal, pero al mismo tiempo tiene una hondura, un tipo de alma muy extraña, muy racial. Ese toque de alma popular que es difícil encontrar en los franceses, por ejemplo. Como atravesada por una tragedia secular de la historia de España de la que no se desprende. Y combinado con la audacia formal, tiene una dimensión muy interesante.
—Has dicho alguna vez que te influyeron más los escritores franceses que los directores de cine franceses.
—Sí, porque el cine francés no me interesa mucho. Algunos cineastas sí, pero me quedan lejos las temáticas: la vida en general, las parejas, la sociedad, la familia. Me queda muy lejos. Y sobre todo, encarnado en seres vivos. Hay algo que me da un poco de… reticencia. Algo físico, casi. Todo lo contrario al cine italiano, que tengo una afinidad y una fraternidad directa con todo lo que cuentan. En cambio, me cuesta más con los franceses. A pesar de que los grandes escritores franceses me han enseñado todo.
—Sé que te gusta Houellebecq. ¿Sigues a otros escritores contemporáneos?
—Sí, sí. Elfriede Jelinek, Peter Handke… Josef Winkler, no tan conocido, pero muy interesante. Austriacos, sobre todo. Franceses, Houellebecq, como has dicho tú. Parece que es el que quedó como más lúcido.
—A mí Plataforma me parece imprescindible.
—Es una obra maestra. Tiene varias, ¿eh? El único que no me gusta es El mapa y el territorio. La descripción del concepto de provincia francesa es muy interesante, pero la descripción del mundo del arte contemporáneo no se ajusta para nada a la realidad. Yo lo he conocido bastante en varios eventos con artistas de este tipo, y tiene una visión muy de brocha gorda. No quiere decir que parcialmente no tenga razón en alguna cosa de las que cuenta, pero…

Historia de mi muerte (2013)
—Me gustó mucho que dijeras que “un artista debe hacer lo contrario de lo que se espera de él” en un momento en el que se persigue caer bien o repetir la fórmula que ha funcionado. ¿Qué más cosas diferencian a un artista de un pseudoartista?
—De entrada, el aprecio sincero por el arte por encima de todo. Sería el elemento esencial que los falsos artistas no cumplen, porque prefieren el éxito o la aceptación a la pureza artística. La calidad lleva implícito el compromiso con el propio arte, lo veo indisociable. Es muy difícil renunciar a la calidad por el éxito; siendo grande es difícil ser corrupto. Lo que sí puede haber son auténticos artistas malos, gente con verdadero compromiso pero que no tiene calidad. Existen. Aunque yo puedo ser el caso de artista bueno pero con escaso compromiso. Sobre todo porque al cine no le tengo mucho respeto, entonces esto tiene un componente destructivo. Específicamente lo del cine, viendo la gente que puebla esta disciplina, me tira un poco para atrás. Y, casi casi, me avergüenza y no quiero pertenecer a él. En mi caso, puede haber una excepción rara a esta idea de que todo gran artista con calidad está comprometido con su arte. Yo sí estoy comprometido, pero es casi por sport, solo para joder a los otros, porque son tan malos y mediocres… Es más deportivo que nada. Pero el compromiso sincero que viene de algo un poco más hondo no sé, ¿eh? Si no fuera porque va ligado a la forma de arte-imagen en general, y no de arte-cine…
—La muerte parece un tema habitual en tu obra. Tardes de soledad y La muerte de Luis XIV podrían considerarse dos caras de la misma moneda. En ellas se filma la muerte de manera directa y física, más que psicológica.
—Pero es que la muerte siempre es física, con sus pequeñas dosis de piedad. Bueno, con la psicología puedes escapar de la realidad física de la muerte. Muchos artistas han vivido mentalmente mundos paralelos que han ocupado más espacio de su vida que la realidad física y verdadera. Pero escapar de la realidad física de la muerte… a día de hoy parece imposible. Entonces, ¡tiene algo de inevitablemente físico! Parece lo más visualmente interesante porque no hay vuelta atrás. Hay un final trágico, crea una dramaturgia visual en escena con las imágenes y todo es natural.
—De tu amistad con Fernando Arrabal, reciente Premio Zenda, han surgido varias anécdotas. Alguna la recogías en Un brindis por San Martiriano, de hecho.
—El viernes estuve con él. Hostia… sí, me contó algunas anécdotas buenas, pero no las puedo contar. Es todo un poco secreto…
—Pero, ¿cómo os conocisteis?
—Hace tiempo de eso. Estaba yo en el Pompidou, que le invité a unas conversaciones sobre Dalí. De hecho, una vez presentó Honor de caballería en París. Yo le había conocido hace mucho, él no se acordará, cuando hizo unas cosas en El Escorial y yo tenía 19 o 20 años. O sea, que era una presencia siempre importante. Su cine lo había conseguido ver de una manera extraña, porque en aquella época un amigo tenía VHS. Es original, está loco, tiene su visión del mundo y ha conocido a la gente más extravagante de la segunda mitad del siglo XX. La más osada, más subversiva, más audaz. Precisamente lo que decíamos del surrealismo, de cómo vivir. Él ha vivido al lado de esa gente que ha establecido este canon de cómo se tiene que vivir: de la manera más desatada, desesperada, radical… y divertida, que es otro tema. Muy de las vanguardias del siglo XX, la idea de la vida como juego, de que todo es serio y todo es broma al mismo tiempo.
—En la era de la homogeneización de Netflix, donde todos los productos son visualmente idénticos, ¿cómo se capturan imágenes que puedan ser recordadas?
—Es lo que yo intento hacer. Tienen que ser imágenes que sean sorprendentes y lo más inéditas posible. No sé, que contengan unas atmósferas y un tipo de ambiente que apele a algo, si puede ser a nivel emocional, que no se haya sentido antes. Dado que el establishment de la industria del entretenimiento se ha basado siempre en entretener a la gente, pues claro… Como tú dices, hacer algo memorable, dada la anestesia que estos contenidos agradables y de consumo fácil han creado.
—Aunque ruedes en digital, todavía transfieres tus películas a 35mm. Esa textura les da un aura de fantasía, de sueño, que establece cierta distancia con la realidad y con el resto de imágenes digitales.
—Ya, pero no sé si se puede conseguir lo mismo con posproducción digital hoy en día. Tiene un coste económico, y si realmente tú consigues lo mismo en digital y no ves la diferencia, ¿qué sentido tiene hacerlo? Pero ¿qué quieres que te diga? La última vez que lo hice… todavía llegué a la conclusión de que tenía sentido. No sé hasta qué punto esto durará mucho o no.
—Recomiéndame una lectura que te haya interesado últimamente.
—Leo con mucho interés las memorias de Jean-Jacques Pauvert, que era editor de Sade y de otros autores. La dificultad del mundo de la edición, textos muy subversivos… Su gran actividad fueron los 50 y 60.
—¿Estás trabajando en algún libro? Porque recuerdo uno sobre la interpretación.
—Pues quizá uno sobre una dieta de régimen que iba un poco más allá, que va tocando puntos de filosofía y cosas del “cómo vivir”, esto que ha vuelto una y otra vez en la conversación. No sé. Pensándolo, tengo tan poco tiempo con esto de la producción… Es lo que me quita más tiempo.
—Y con tanto viaje, promoción y producción, ¿sacas tiempo o concentración para leer?
—Todos los días. Viajando mucho, quizá la única cosa que echo en falta es la concentración con las novelas largas. Son gruesas y pesan para llevarlas. Y a pesar de que el Kindle lo utilizo bastante y soy bastante fan, esta literatura tiene otro tipo de densidad que con el papel es mejor. Y no encuentro la manera de transportarlo y concentrarme, pero bueno… continúo. Estoy al tanto de todo y sigo comprando. No tengo ninguna red social, ni internet en casa, ni siquiera 4G. El tiempo que queda, mejor aprovecharlo de esta manera.


En primer lugar, enhorabuena por el premio con su original adaptación. En segundo lugar, también me parece una desgracia que haya escritores haciendo libros malos por dinero.
Tanta pedantería, tanto ir de autor por la vida, tanto empacho de autores mencionados, para perpetrar un bodrio monumental, redondo, indiscutible, como Pacifiction : Tourment sur les Îles. (Lo de la triple lectura de Proust -la última en francés- produce una curiosa mezcla de hilaridad y ternura.)