Los amantes del western —y los admiradores de Clint Eastwood a uno u otro lado del tomavistas— recordarán a Inger Stevens en su creación de la Rachel Warren de Cometieron dos errores (Ted Post, 1968). Ese mismo año, a las órdenes de Don Siegel —junto con el gran Sergio Leone el cineasta que mejor dirigió a Eastwood, por cierto—, Inger había incorporado a la Julia Madigan de Brigada Madigan, una de las primeras cintas dedicadas a mostrarnos el lado humano de los policías, muy cuestionados en aquellos días del 68 en que la sedición juvenil, con sus revueltas, marcó un nuevo camino —un nuevo entendimiento— a la sociedad occidental. Yo la tengo en lo más alto del panteón y el parnaso de las actrices de mi idolatría, por su belleza —era sueca en aquel tiempo en que las suecas eran míticas— pero aún más, si cabe, por su calidad como persona. Eso de que la belleza interior cuenta más que la hermosura física es algo que se dice con la misma ligereza que el común de las frases dictadas por eso que bien podríamos llamar la buena voluntad preceptiva. A menudo parece obedecer a la misma inercia que las consideraciones sobre la bondad infinita de los pobres, la inocencia inmaculada de los niños, o la conveniencia de la comunión y el regreso a la madre naturaleza… Pero en el caso de Inger Stevens, es una verdad irrefutable. Su altura como persona, esa belleza interior, en definitiva, es mucho mayor que su hermosura física.
Ni en Cometieron dos errores ni en la Brigada Madigan. A mí me gusta evocar a Inger en El mundo, la carne y el diablo (Ranald MacDougall, 1959). Título grandilocuente, en la actriz que nos ocupa, esa triada de las tentaciones del alma según San Agustín, que nos refiere el lema del filme, se reduce al mundo. Ni el demonio ni la carne tuvieron nada que ver en su descenso a los infiernos del desequilibrio. Un mundo brutal e injusto como pocos que, un siglo después del fin de la Guerra de Secesión (1861-1865), en lo que al racismo y la segregación respectaba, prácticamente podía decirse que la derrota de la Unión a la Confederación —el único país en la historia que fue a la guerra por defender la esclavitud y luchó por ella literalmente, hasta el último hombre, habrá que repetir— fue una victoria pírrica.
Una de las grandes paradojas de la ciencia ficción es su apego a la realidad del momento en que se escribe o se rueda. Ya es casi proverbial esa alusión a la Guerra Fría —al miedo al holocausto nuclear que podía desatar el belicismo de las dos potencias— en los platillos volantes que invadían la Tierra en las cintas estadounidenses de bajo presupuesto de los años 50: La guerra de los mundos (Byron Haskin, 1953), Regreso a la Tierra (Joseph M. Newman, 1955), La Tierra contra los platillos volantes (Fred F. Sears, 1956) … Pero también en producciones niponas —Japón bajo el terror del monstruo (Ishirô Honda, 1954), primera aparición en la pantalla de Godzilla, el lagarto mutante que habría de hacer carrera en la cartelera internacional—; e incluso realizaciones inglesas: El día que la Tierra se incendió (Val Guest, 1961). Sí señor, aquella también era la edad de oro del cine fantástico británico en su concepción más amplia. Dicho de otra manera: la gloria de la Hammer Films no cesaba.
Fue, sin embargo, en la producción norteamericana en la que floreció el subgénero al que voy: el de “el día después” lo dicen algunos, en alusión a un telefilme muy posterior, así titulado. Realizado por Nicholas Meyer en 1983, fue tanto su éxito en las primeras emisiones que no tardó en ser estrenado en las salas de cine, suerte que entonces solo se reservaba a las grandes propuestas televisivas. Su asunto trataba sobre las consecuencias que un conflicto en Berlín entre la OTAN y el Pacto de Varsovia tiene sobre la población de Lawrence (Kansas), próxima a una base de misiles estadounidenses. Particularmente, prefiero estudiar estas películas bajo otro epígrafe: las pastorales postcatástrofe atómica. Concretando aún más, dentro de ese mundo desolado y en ruinas, consecuencia de la dinámica de tensiones crecientes entre Estados Unidos y la Unión Soviética, cuyos orígenes se remontan a 1947, cuando el Plan Marshall y la Doctrina Truman marcaron la política estadounidense de contención del comunismo, mientras que la Unión Soviética consolidaba su influencia en Europa del Este, podemos hablar de un segundo subgénero: el del último hombre en la Tierra. Antes de que Ubaldo Ragona y Sidney Salkow adaptasen, por primera vez con este título —el de El último hombre en la Tierra—, Soy leyenda (1954), la célebre novela en la que Richard Matheson nos cuenta la historia del último superviviente a una guerra bacteriológica, causante de una pandemia que ha convertido al personal en vampiros, hubo unas cintas de supervivencia anteriores y mucho más representativas de esa paradoja que supone el apego a la actualidad de la encrucijada que llevó a la humanidad de los años 50 a los 60.
Medio siglo después, cuando yo las revisaba en la pandemia, ya imaginando un escenario apocalíptico —me organicé todo un ciclo de cintas postcatástrofe tirando de mi propia filmoteca: un tesoro que vengo reuniendo desde 1984—, me preguntaba sobre la responsabilidad de esas comadres de lo público, que se empeñaron en pastorear a las masas femeninas por las calles en las manifestaciones del 8 de marzo de 2020, pese a ser perfectamente conscientes de la pandemia, cuando imaginaba —afortunadamente sin acierto— que esas pastorales, además de la paradoja, tenían el carácter premonitorio con el que, efectivamente, se concibieron. En ello estaba cuando redescubrí a Inger.
Dentro de ese apego a la realidad y a la actualidad de las cintas de supervivencia, en 1951 Arch Oboler —el “Orson Welles de la serie B” le llamaban en aquellas deliciosas ediciones en DVD de L’ Atelier 13 a comienzos de siglo— había rodado Five. Destruido el mundo tras la hecatombe nuclear —nos cuenta su asunto— solo sobreviven las cinco personas aludidas en el título. Solo hay una mujer, y está embarazada, en ese último quinteto. De los hombres, uno de ellos es un anciano, otro un neonazi, el tercero es un derrotista y el cuarto un afroamericano. Aquellos eran los días en que las leyes contra el mestizaje prohibían las uniones interraciales en la mayoría de los estados y solo el cuatro por ciento de la población las veía con buenos ojos. La corrección política brillaba por su ausencia. Los mejor intencionados se referían a los afroamericanos como “moreno” o “negrito”.
Así las cosas, la posibilidad de un futuro en manos de una pareja interracial tras el holocausto, se convirtió en un tema candente en las pastorales postcatástrofe atómica. Hasta que Charlton Heston no encarnó en El último hombre vivo (Boris Sagal, 1971) al tipo aludido, el problema no quedó resuelto. En sus secuencias, Neville, su personaje, convive maritalmente —que se decía— con Lisa (Rosalind Cash), una afroamericana también superviviente a aquella catástrofe.
Inger Stevens fue Sarah Crandall, la mujer caucásica de El mundo, la carne y el demonio. El holocausto solo había dejado un hombre para ella: Ralph Burton, un minero afroamericano. Son las últimas personas en Nueva York durante meses, hasta que llega Benson Tacker (Mel Ferrer), un marinero blanco. Pero no se atreven ni a tocarse, aunque todo les invita a comportarse como si fueran la última pareja de la humanidad, de la que dependiera la supervivencia de nuestra especie. En 1960, en Estados Unidos, el mayor crimen que podía cometer un hombre negro era tocar a una mujer blanca.
Y eso fue lo malo, que Inger y su marido, el productor afroamericano Ike Jones, se atrevieron. Tuvieron que casarse en secreto, e incluso vivir en domicilios separados. De haberse sabido que una de las estrellas más rutilantes de las dos pantallas de la época era la esposa de un afroamericano, probablemente a él le hubieran asesinado. Tan solo hay una foto, borrosa, del enlace.
Dicen que Inger —nacida en Estocolmo en 1934— ya era una depresiva desde niña. Yo no me lo creo. Emigrada a Estados Unidos junto a sus padres siendo una niña, no había crecido mucho más cuando abandonó el hogar paterno. Adolescente aún, empezó a trabajar como modelo en Nueva York. En la antena —fue la protagonista de El autoestopista (Alvin Ganzer, 1960), uno de los primeros episodios de La dimensión desconocida (1959-1964), del gran Rod Serling— y de algunas de las series más destacadas de aquellos años. En el cine, para Henry Hathaway, protagonizó El póker de la muerte (1968). Meses antes, había colaborado con Gene Kelly en Guía del hombre casado (1967) y con Phil Carson y Roger Corman en La cabalgada de los malditos, también del 67.
De maldiciones, Inger Stevens sabía un rato. Hasta que cansada de tener que esconder su matrimonio, decidió ingerir los somníferos que fueron necesarios para alcanzar el sueño eterno. Siempre que la veo aparecer en escena por primera vez, por respeto a su memoria, me levanto.


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